martes, 15 de diciembre de 2009
Beata Ana de los Ángeles Monteagudo - 15 de diciembre
Nació la Beata Ana de los Angeles en la ciudad de Arequipa, el 26 de Julio de 1595, festividad de Santa Ana, madre de la Santísima Virgen María.
Fueron sus padres don Sebastián de Monteagudo (español) y doña Francisca Ponce de León. Al principio de su matrimonio no tuvieron descendencia, pero el Señor quiso recompensarles su generosidad con los necesitados, concediéndoles cuatro hijos: tres varones y una mujer.
A la edad de tres años aproximadamente, sus padres la enviaron como educanda al Monasterio de Santa Catalina, en la misma ciudad de Arequipa, para que recibiera una educación verdaderamente cristiana. Es de suponer que el trato con algunas religiosas de probada virtud fuera sembrando en su alma el deseo –que luego se transformó en vocación– de entregarse a Dios como religiosa dominica de clausura.
Cuando tenía aproximadamente 14 años de edad, sus padres decidieron que ya había llegado el momento de reintegrarla a la vida de la ciudad, con todo lo que ello llevaba consigo: relaciones sociales, matrimonio, etc.
La joven Ana, de vuelta a su casa, decidió seguir con el mismo género de vida que hasta entonces había llevado en el monasterio de Santa Catalina. Hizo de su habitación un lugar de retiro, donde trabajaba y rezaba, sin descuidar los quehaceres de la casa.
Un día, mientras meditaba en su aposento, se le apareció en una visión, Santa Catalina de Sena, quien le hizo saber de parte de Dios, que había sido elegida para entrar en el estado religioso, vistiendo el hábito dominicano. Le dirigió estas palabras: " Ana, hija mía, este hábito te tengo preparado; déjalo todo por Dios; yo te aseguro que nada te faltará". Le daba a entender que debía prepararse para un gran combate espiritual, donde no faltarían las asechanzas del enemigo, pero que con la ayuda de Dios obtendría al final la victoria.
Confortada por esta visión, Ana decidió buscar la forma más eficaz para regresar al monasterio de Santa Catalina, pues sus familiares no querían que se hiciera religiosa, hasta el punto de vigilarla constantemente. Aprovechando una ocasión en que nadie la vigilaba, salió de la casa y encontró a un joven llamado Domingo que –a petición de ella– la acompañó hasta el monasterio.
Una vez llegados al lugar de destino, agradeció al muchacho el favor prestado y le pidió comunicara a sus padres el lugar donde estaba.
Sus padres, al conocer el paradero de su hija se indignaron en extremo, pues ya tenían decidido darla por esposa a un joven distinguido y rico; y fueron al monasterio con la firme resolución de hacerla regresar a su casa. A este fin nada dejaron de intentar para disuadirla de su propósito. Le ofrecieron regalos y prometieron darle cuanto le apeteciera; pero ella con todo respeto y humildad les respondió, que se quedasen con todo aquello, que sólo deseaba tener a Jesucristo como esposo y llevar el hábito que llevaba puesto. Les pidió que se resignasen como buenos cristianos con la voluntad de Dios.
Viendo los padres de Ana que no conseguían su cometido, se llenaron de ira y recurrieron a las amenazas e injurias, secundados por la Madre Priora, quien –por temor y debilidad– quiso también que regresara con sus padres. A pesar de todo, Ana permaneció firme en su decisión, apoyada por las demás monjas, que aconsejaron retenerla en el monasterio hasta que, calmados los ánimos, se pudiera juzgar lo que fuera para mayor gloria de Dios.
La Madre Priora, mal dispuesta con Ana, se propuso tratarla con mucha dureza, con la finalidad de cansarla y obligarla así a regresar con sus padres; pero Ana soportó esta prueba con gran paciencia y resignación.
Entretanto, dolida por el comportamiento de sus padres, quiso reconciliarse con ellos, mediante los buenos oficios de su hermano Sebastián, quien no sólo logró su intento, sino que la socorrió con todo lo necesario para su mantenimiento. Intercedió también ante la Priora para que cambiara su manera de proceder, consiguiendo su cometido. Efectivamente, la Priora reconoció la vocación y el buen espiritu de Ana, y comenzó a quererla como a todas las demás, aceptándola como novicia.
SOR ANA DE LOS ÁNGELES NOVICIA EN EL MONASTERIO.
Corría el año 1616 cuando Ana fue aceptada como novicía en el Monasterio de Santa Catalina. Fue entonces cuando añadió a su nombre el apelativo "de los Angeles".
Bien pronto abrazó con alegría todas las austeridades del estado religioso, observando con exactitud la Regla Dominicana y desprendiéndose completamente de los bienes de este mundo.
Leyendo un día la vida de San Nicolás de Tolentino, le llamó la atención la gran devoción que este santo tenía por las benditas ánimas del Purgatorio y los sufragios que ofrecía para librarlas de las penas de ese lugar; y tomó la resolución de dedicarse también ella a socorrer a esas almas necesitadas.
Durante el tiempo de su noviciado comenzó a desarrollar el espíritu de penitencia, castigando su cuerpo con disciplinas y ayunos, adquiriendo de esta manera un mayor dominio de sí misma.
Sus delicias estaban en la oración y en la meditación. Especialmente llenaba su alma la consideración de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
Estaba muy a gusto con las demás novicias y las veía como mejores que ella, rogándoles le enseñasen a ser una verdadera religiosa dominica.
Se consideraba a sí misma como una gran pecadora. y cuando veía a las otras religiosas ocupadas en ejercicios humildes, suplicaba ser tambi"'n ella empleada en esos servicios.
Terminado el año de noviciado y habiendo dado pruebas más que suficientes de su idoneidad, le llegó el tiempo de su profesión religiosa.
Le faltaba la "dote", que sus padres se negaban a entregar, con el objeto de obligarla a regresar con ellos. Francisco, su hermano sacerdote acudió en su ayuda, pagando generosamente la dote prescrita.
Superadas estas dificultades pudo hacer su "profesión religiosa" con gran alegría y contento.
SOR ANA DE LOS ÁNGELES ES ELEGIDA PRIORA DEL MONASTERIO.
En 1647, Mons. Pedro de Ortega Sotomayor, recientemente nombrado Obispo de Arequipa, quiso visitar el Monasterio de Santa Catalina Enseguida comprobó el abandono espiritual en que se encontraba. Conversando con varias de las religiosas descubrió las cualidades extraordinarias de la entonces Maestra de Novicias Ana de los Angeles y manifestó el deseo de que fuera ella quien gobernase dicho monasterio. A los pocos meses eligieron a Sor Ana de los Angeles como nueva Priora.
Cuando recibió ese cargo, vivían en el monasterio cerca de 300 personas: 75 monjas de Coro; 17 legas; 5 novicias; 14 donadas; 7 criadas personales; 75 educandas; 130 siervas; y no pocas huérfanas y viudas. Estas últimas se refugiaban en el monasterio para cuidar su buen nombre, pero no dejaban de vivir "según el mundo", rodeadas de servidumbre, entregadas al cuidado de sus personas y gozando de todo lo que la moda de aquel tiempo les ofrecía. Al contacto con este género de vida algunas de las monjas se contagiaban, y degeneraba su espíritu religioso hasta el punto de ser en el mona.sterio origen de muchos conflictos y pésimo ejemplo para las rel1g¡osas más jóvenes.
Entretanto la nueva Priora conoce muy bien esta situación y sabe con cuanta prudencia y energía deberá corregII esos graves abusos.
En un principio no quiso Ana de los Angeles aceptar el cargo de Priora, pues se reputaba incapaz e indigna. Fue entonces cuando tomó las llaves del monasterio y las colocó delante de la imagen de Nuestro Señor, pidiéndole que encargase ese oficio a quien pudiese ejercerlo mejor que ella. Pero oyó una voz interior que le mandaba aceptar el gobierno del monasterio. Obedeció inmediatamente y tomó sobre sí aquel peso, confiando en el auxilio divino.
Su principal preocupación fue devolver la disciplina al monasterio, haciendo observar las reglas a todas las religiosas sin admitir excepciones.
Daba avisos en privado y en público, corregía defectos, haciendo volver al camino correcto a quienes se hubieran apartado de él.
Cuando alguna religiosa faltaba a sus obligaciones, la tomaba consigo y, estando a solas, como si no fuese ella la superiora, la amonestaba con inmenso cariño, a fin de evitar la repetición de la culpa.
Fué siempre madre amantísima de todas sus religiosas; nunca desidiosa ni impaciente. Procuraba ingeniosamente servir a las demás, siempre con el rostro contento y afable. No perdía ocasión para insinuar en sus corazones el amor a la santa virtud de la caridad. Disimulaba generosamente los defectos de las demás religiosas, pero no dejaba de buscar la oportunidad de corregírselos a solas con benevolencia y con cierta severidad.
Con ocasión de las enfermedades, se olvidaba completamente de sí misma y se dedicaba a cuidar a las enfermas -día y noche- con gran afecto, y les prodigaba toda suerte de alivios y consuelos. Era especialmente solícita para que se les administrasen los Santos Sacramentos.
Viendo los desórdenes de algunas religiosas contagiadas de las vanidades de este mundo y la dureza de sus rebeldías, se acercaba a ellas y les aconsejaba que se sometieran al suave yugo de la obediencia –"Mi yugo es suave y Mi carga ligera", decía Jesús– y cumpliesen las obligaciones de su estado religioso. Gracias a sus exhortaciones ya su ejemplo, fueron muchas las religiosas que regresaron al camino correcto y a la observancia de sus obligaciones.
No obstante su gran amor por todas las monjas que tenía encomendadas, tuvo que aguantar muchas ofensas de parte de algunas religiosas que no querían volver al rigor de una vida de austeridad y entrega a Dios.
Ana de los Angeles supo siempre perdonar a quienes la habían ofendido a ejemplo de Jesús que perdonaba a los que le crucificaban.
Una de sus preocupaciones fue la observancia del silencio en todo su rigor. Lo prescribió muy exigente en algunos tiempos del año, dando ella la primera el ejemplo conveniente.
El demonio, al ver las reformas que se estaban haciendo en el monasterio, se desató contra la Priora en formas muy diversas.
Cuéntase que en cierta ocasión, caminaba ella acompañada de otras dos religiosas y comenzaron a lloverles carbones encendidos sobre sus cabezas, especialmente sobre la Priora; cuando todo terminó comenzaron a averiguar quién pudiera haber cometido tal maldad, y dirigiéndose a la Priora para atenderla, la vieron contenta y sin lesión alguna. Ella les advirtió que no se asustasen, pues era el demonio quien las había atacado.
En otra oportunidad fue empujada por el mismo enemigo y cayó en una fosa cavada para hacer los cimientos de la Iglesia, pero también salió sana y salva, ayudada esta vez por las benditas almas del purgatorio.
Terminado el oficio de Priora, que con tanto celo y prudencia había desempeñado, Ana de los Angeles se sintió como aliviada de un gran peso y volvió con mucha alegría a ser súbdita, considerándose siempre, por su gran humildad, indigna de mandar a otras.
Su vida siguió con toda normalidad, como la de cualquier otra de las religiosas. Pero su amor a Dios ya los demás, sus virtudes y su santidad iban creciendo constantemente.
LOS ÚLTIMOS AÑOS DE SOR ANA DE LOS ÁNGELES.
Los últimos años de su vida se asemejaron a la Pasión de Jesús. Ella la meditaba constantemente, y Dios quiso que en su cuerpo se grabaran las señales del sufrimiento.
Fueron casi diez años de constantes enfermedades, que iban debilitando sus fuerzas. Estuvo postrada en cama durante todo este tiempo, privada de la vista, con dolor de hjgado, males en los riñones y vesícula, y un sudor continuo que le empapaba todas sus ropas. En esas circunstancias vino a ser para todas las monjas del monasterio un constante modelo de paciencia y aceptación de la voluntad de Dios. Sabía que sus dolores eran gratos a Jesús y que le serían premiados con la corona de la gloria eterna. Ofrecía todos sus achaques en reparación de sus pecados y pidiendo siempre por las almas del purgatorio.
La fama de santidad
Sor Ana de los Angeles no sólo era reconocida en Arequipa sino también en otros muchos lugares; y por toda suerte de personas. Todos cuantos la trataron vieron en ella el Espíritu de Dios. Tanto los Obispos que fueron sucediéndose en Arequipa como los miembros del Venerable Cabildo Catedralicio, y otras personas doctas del clero regular y secular que la conocieron, descubrieron en ella una verdadera santa y le tuvieron gran veneración y estima.
Por tal motivo, el 17 de Julio de 1686, a los seis meses de su fallecimiento, el Obispo de Arequipa, Mons. Antonio de León inició el "Proceso Informativo" de la vida, virtudes y fama de santidad de Sor Ana de los Angeles Monteagudo. De este proceso se hicieron dos copias: una se remitió en su momento a la Sagrada Congregación de Ritos y la otra se guardó en los archivos del Monasterio de Santa Catalina. Consta que el documento enviado a Roma se perdió, probablemente en un naufragio.
Transcurrieron dos siglos sin que se hiciera nada para reanudar el proceso. Fue el P. Vicente Nardini, O.P. Restaudador de la Orden Dominicana en el Perú, quien en 1885 viajó a Roma y reanudó legalmente la Causa de Sor Ana de los Angeles. El 19 de Junio de este mismo año, el Prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos, en carta al Obispo de Arequipa, Mons. Ambrosio Huerta, le solicita copia autenticada del original que se guarda en Santa Catalina. Transcurrieron varios años hasta que se pudo reconstruir dicho Proceso Informativo. Fue remitido a Roma en el año 1889.
En 1898, el Episcopado Americano, reunido en Roma pidió a S.S. León XIII la canonización de Fray Martín de Porres, incluyendo también la pronta beatificación de Sor Ana de los Angeles.
Mons. Manuel Segundo Ballón inicia la instrucción de un "Proceso Adicional", que fue remitido a Roma el 18 de Diciembre de 1903. Introduciéndose la Causa de Beatificación en la Sagrada Congregación de Ritos a mediados de Junio de 1917.
Más tarde se inició el "Proceso Apostólico" que fue enviado a Roma por Mons. Mariano Holguín el 25 de Julio de 1923.
En 1975 S.S. Pablo VI determina que se expida el decreto por el cual se reconoce oficialmente las virtudes heroicas practicadas por la Sierva de Dios.
El 5 de Febrero de 1981 S.S. Juan Pablo II da por válido el milagro atribuido a Sor Ana de los Angeles, obrado en favor de la señora María Vera de Jarrín, de un gravísimo e incurable tumor canceroso en el útero y en tercer grado.
De esta manera culmina el largo proceso de las virtudes y milagros, quedando expedito el camino para la Beatificación.
Virtudes
Fue el amor a Dios el que, sin lugar a duda, movió todo su ser y le llevó hacia la santidad. Todas sus palabras y acciones estaban informadas por este amor de Dios. Cuando se le pidió en cierta ocasión un determinado favor respondió: "quisiera poder más, para hacer más por Dios; por su amor, no dejaría de hacer nada que estuviese en mi poder; y aun no haría nada, porque su Divina Majestad había hecho mucho más por nosotros, sin merecerlo nosotros; y que haciendo todo lo que podemos por Dios, aun nos quedamos cortos para Corresponder al grande amor que El nos tiene". También recordaba que nunca haremos bastante para Corresponder al amor de Dios, y que el provecho siempre es todo nuestro. Y exclamaba: " ¡Oh, si pudiera tener tanto amor divino que todo mi corazón se abrasase! "
Fruto de este gran amor fue su absoluta sumisión a la santísima Voluntad de Dios, no queriendo ella nada que no fuera lo que Dios quería.
El amor de Dios la llevó también a tener una intensa aversión al pecado no sólo grave Sino también al pecado venial, mostrando siempre un gran dolor por todos los pecados que se cometían y deseando ardiente mente que la Divina Majestad fuese por todos honrada y glorificada.
Intensa era su fe en el Santo Sacrificio de la Misa, como lo demuestra la atención y fervor con que a ella asistía. Creía firmemente que era la renovación incruenta del sacrificio del Calvario y la ofrecía en satisfacción de sus pecados y principalmente en sufragio de las almas del purgatorio.
De la virtud de la fe nació en ella una veneración extraordinaria hacia el Santísimo Sacramento. Lo recibía frecuentemente con gran fervor y devoción, con lágrimas y dolor de los pecados. En su presencia permanecía largas horas, y encontraba allí todas sus delicias y sus fuerzas. Cuando debía recibir la Sagrada Comunión se encendía en su ánimo la llama del amor de Dios, y parecía salir fuera de sí y enajenarse.
Su devoción a Nuestro Señor Jesucristo, y en especial a su Pasión y Muerte, le llevaba a transmitir a los demás ese amor ardiente a Jesús Crucificado. Profesó también un gran amor filial hacia María Santísima que le llevaba a recurrir a ella en toda adversidad. Se preparaba para todas sus fiestas con mucha intensidad; siendo muy devota en especial de su lnmaculada Concepción. No dejaba nunca de rezar el Santo Rosario, teniéndolo constantemente entre sus manos.
Amó intensamente -a ejemplo de Santa Catalina de Sena- al Papa, el "dulce Cristo en la tierra"; y tuvo también suma veneración a los Obispos y Superiores, reconociendo en ellos a los ministros del Señor. Junto al Amor a Dios estaba el amor al prójimo, a quien amaba como a si misma, y procuraba ayudar en todo lo que estaba a su alcance. Muchos eran los que buscaban en ella ayuda y consuelo, encontrándolo siempre en abundancia. Se mostraba con todos prudente, afable, compasiva y caritativa. Escuchaba a todos –ricos y pobres– con la misma dedicación. E imploraba que la divina bondad iluminara a las almas que estaban en pecado para que volvieran al camino de la verdad a través de la penitencia y el arrepentimiento.
Mostró su fortaleza al sostener fuertes tentaciones del demonio y superarlas con gran paciencia y entereza de espíritu. En estas luchas se aparecía el demonio de diversas maneras, llegándole a quitar en ocasiones el Santo Rosario de sus manos; pero ella lo despreciaba y ponía toda su confianza en Dios.
Fue siempre muy mortificada y penitente. Llevaba ásperos cilicios, dormía sobre un tosco lecho, hacía severos y largos ayunos, y se disciplinaba –inspirada por Dios– hasta hacer correr la sangre. Sus mortificaciones se extendían a todas sus actividades y necesidades: nunca estaba ociosa, obedecía siempre, mortificaba sus sentidos, llevaba con alegría sus enfermedades, trataba con amabilidad a todas las personas, ..etc.
Su pobreza era ejemplar. Estaba desprendida de todas las cosas. de este mundo, a las cuales no tuvo absolutamente amor alguno. Por eso no sólo rechazó las cosas superfluas, sino que se privó también de aquello que le era necesario. Su vestido aunque limpio, estaba todo informado de esta santa virtud. Usó siempre hábitos toscos y ásperos, viejos y remendados. En cierta ocasión en que estuvo enferma, le pusieron unas camisas de tela más fina; pero apenas se hubo restablecido, y se dio cuenta de ello, las dejó diciendo que su cuerpo no tenía necesidad de tanta delicadeza.
Obedeció en todo, imitando al mismo Jesucristo que "obedeció hasta la muerte y muerte de cruz". En sus enfermedades no sólo no se quejaba sino que se dejaba guiar como una niña. Fue observantísima de todas las prescripciones de la Regla y puntualísima en todos los actos de la comunidad, de los que nunca se dispensaba, a no ser por una grave enfermedad.
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