Es este uno de los predicadores más famosos que ha tenido la Santa Iglesia Católica.
Los cuarenta años de vida activa del fraile franciscano Juan de Capistrano transcurrieron casi exactamente en la primera mitad del siglo XV, puesto que ingresa en la Orden a los treinta años de su edad, en 1416, y muere a los setenta, en 1456. Si recordamos que en este medio siglo se dan en Europa sucesos tan importantes como el nacimiento de la casa de Austria, el concilio, luego declarado cismático, de Basilea y la batalla de Belgrado contra los turcos, y añadimos después que en todos estos acontecimientos Juan de Capistrano es, más que partícipe, protagonista, se estimará justo que le califiquemos como el santo de Europa.
Juan de Capistrano, ya en su persona, parecía predestinado a su misión europea, pues, más que de una sola nación, era representativo de toda Europa.
Es europeo el hombre: italiano de nación, porque la villa de Capistrano, donde nace, está situada en los Abruzzos, del Reino de Nápoles; francés, si no por familia, como algunos autores creen, a lo menos por adopción, pues su padre era gentilhombre del duque de Anjou, Luis I; por la estirpe procedía de Alemania, según las «Acta Sanctorum» de los Bolandos, que sigo fundamentalmente en este escrito; por ciudadanía, hablando lenguaje de hoy, podría decirse español, al menos durante un tiempo, como súbdito del rey de Nápoles, cuando lo era Alfonso V de Aragón; por sus estudios y vida seglar, ciudadano de Perusa, a la sazón ciudad pontificia; húngaro también, pues los magyares lo tienen por héroe nacional y le han alzado una estatua en Budapest, y por su muerte, en fin, balcánico, pues falleció en Illok, de la Eslovenia.
En cuanto al santo, esto es, el hombre que se santificó en el apostolado, era, si cabe, aún más europeo, ya que se pasó la vida recorriendo Europa de punta a punta. A pie o en cabalgadura hizo y deshizo caminos; por el norte, desde Flandes hasta Polonia; por el sur, desde España, aunque su paso por nuestra patria fuera fugaz, hasta Servia.
La fama de su santidad fue también universal. Corría de una a otra nación y en todas partes se le conocía con el nombre de «padre devoto» y «varón santo». Fue popular en toda Italia, en Austria, en Alemania, en Hungría, en Bohemia, en Borgoña y en Flandes, visitando no una, sino varias veces todas las grandes ciudades europeas.
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Fue también intensamente europea la época del Santo. El año culminante de su vida, aunque ya en avanzada senectud, es el mismo que abre la Edad Moderna de la historia de Europa: aquel 1453 en que los turcos toman Constantinopla, amenazando seriamente la existencia misma de la cristiandad.
Divide esta trágica fecha en dos períodos, aunque muy desiguales, la vida de nuestro andariego fraile; pero llena ambos períodos un mismo afán: la salvación de esa cristiandad en peligro. Peligro, en la primera fase, para la unidad católica de Europa, por la descristianización del pueblo, las discordias intestinas de los príncipes y los brotes crecientes de herejía y de cisma; peligro, en la segunda, por la embestida de los ejércitos del Islam. Por eso dedica el Santo su primer apostolado a reconciliar entre sí y con la Sede Apostólica a los príncipes, a restaurar el espíritu cristiano del pueblo, debelar herejías, cortar el paso al cisma y reformar la Orden franciscana, y consagra sus últimos años a predicar, con la palabra y con el ejemplo, la cruzada contra el turco; con el ejemplo, también, porque el buen fraile en persona toma parte decisiva en la famosa batalla de Belgrado, de julio del 56, en que es derrotado el ejército de Mohamed II, que ya remontaba el Danubio con la ambición de dominar el occidente europeo.
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Dotó Dios a Juan de Capistrano de prendas singularmente adecuadas a su misión de universalidad. Para ganarse al pueblo, no importa en qué nación, poseía las cualidades que suele el pueblo cristiano pedir a sus santos. Ya fraile y anciano, según nos lo describen sus coetáneos, era de figura ascética: pequeño, magro, enjuto, consumido, apenas piel y huesos, y su gesto austero, pero a la vez dulce y caritativo. Vibraba su palabra en la predicación de las verdades eternas; pero hablaba, sobre todo, con el semblante luminoso y encendido; con los ojos centelleantes, magnéticos; con el ademán sobrio y a la vez cálido y acogedor. Esto explica que en sus correrías trasalpinas, predicando las más de las veces en latín, aun antes de que el intérprete hubiera traducido sus palabras, ya andaban sus oyentes pidiendo a gritos confesión y prometiendo cambiar de vida, y muchos rompían en llanto y hacían hogueras con los objetos de sus vanidades: dados, naipes, afeites y arreos de lujo, y otros le pedían ser admitidos a la vida religiosa: por un solo sermón, al decir de un cronista, 120 escolares, en Leipzig, y, por otro, 130, en Cracovia, tomaron hábitos.
Llegado a una villa predicaba por las plazas, porque en los templos no había cabida para la muchedumbre que le seguía. Hablaba durante dos o tres horas sin que la gente desfalleciera y siempre fustigando la corrupción de costumbres e incitando a penitencia; terminada la predicación visitaba sin descanso a los enfermos, haciendo innúmeras curaciones prodigiosas.
No sólo por su celo apostólico era hombre santo, sino también por su vida de oración y por su penitencia, que no en vano tuvo por maestro de espíritu y por su mejor amigo al gran San Bernardino de Siena. Dormía dos horas, comía apenas, y andaba con frecuencia enfermo, renqueaba siempre, padecía del estómago y estaba mal de la vista. Pero a todas sus flaquezas se sobreponía su espíritu gigante.
A tan extraordinarias dotes para el apostolado popular unía Capistrano otras nada corrientes cualidades que le hacían apto para la diplomacia, arte que ejerció con acierto a lo largo de toda su vida. Era sabio y prudente en juicio y en palabra; había sido en su mocedad un buen jurisconsulto y probado dotes de gobierno cuando ejerció autoridad de juez en Perusa. Era, además, hombre muy docto en las ciencias sagradas y escritor fecundo: sus manuscritos, coleccionados en el siglo XVIII por el P. Antonio Sessa, de Palermo, suman diecisiete grandes volúmenes. Siempre fue muy dócil a la Sede Apostólica y entre sus muchos escritos canónicos sobresalen los que dedica a la defensa de las prerrogativas pontificias.
Por gozar de tales prendas fue elevado en la Orden, por dos veces, al cargo de vicario general de la observancia, lo que le permitió emprender la reforma de muchos monasterios y extenderlos por toda Europa, y cuatro Papas –Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III– le confiaron misiones delicadas: la detracción de los Fraticelli, la lucha en Moravia contra la herejía hussita, las negociaciones para la incorporación de los griegos a la Iglesia Romana, la vigilancia de los judíos, la contención del cisma de Basilea, etc. etc.
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Su fama de virtud y de ciencia no libró al Santo de contradicción. Túvola Capistrano, y la que más puede afligir a un corazón magnánimo y sensible: la que proviene de parte de los afines. Algunos minoristas «conventuales», y el más sobresaliente de ellos, el sajón Matías Doering, descontentos de la reforma de los «observantes» que el Santo llevaba al interior de los conventos, se opusieron a sus innovaciones, acusando al vicario de inquieto y revoltoso, y otros, celosos acaso de su inmensa popularidad, le imputaban ambición de honra y vanagloria; injustísima acusación hecha a un hombre que por dos veces había declinado la mitra episcopal: la de Chieti, que le brindó el papa Martín V, ya en 1428, a quien contestó, por cierto, que no quería verse «encarcelado» en el episcopado, y la de Aquila, su diócesis natal, que le ofreció, más tarde, Eugenio IV.
Tampoco le faltaron críticas por parte de personas más autorizadas, tales como el cardenal español Carvajal y aun el propio Piccolomini, en razón de las cuales, sin duda, hubo más tarde dificultades para su canonización, que no culminó hasta 1690, siendo Pontífice Alejandro VIII.
Pero, huelga decirlo, el mayor número de sus detractores y los más violentos se encontraban en las filas de los enemigos del Pontificado, sea entre los políticos laicistas de la época, como aquel Jorge de Podebrad, que pertinazmente le cerró las puertas de la Bohemia, sea entre los herejes, como el arzobispo de Praga Rokytzana, cabeza de los hussitas, o bien entre los judíos, como aquellos de las comunidades italianas que llamaban al de Capistrano «el nuevo Amán» perseguidor del pueblo elegido.
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Las grandes empresas apostólicas de San Juan de Capistrano al servicio de la Europa cristiana podrían resumirse en estas seis: restauración de la vida cristiana del pueblo mediante la predicación; reforma de la Orden franciscana implantando la observancia; impugnación de la herejía hussita, que resultó ser el primer brote de la gran apostasía luterana; represión de los abusos del judaísmo, que se hallaba enquistado en los pueblos cristianos; contención del cisma incubado en el concilio de Basilea, que minaba la autoridad del Papado, y cruzada contra el turco, que amagaba contra la cristiandad.
Dejando a un lado, como menos propias de una hagiografía, aquellas empresas del Santo que presentan un tinte político o diplomático, me detendré en las que ofrecen un carácter enteramente apostólico y misionero.
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Por aquel tiempo, la Orden de los frailes menores, más o menos recluida hasta entonces en el interior de sus conventos, se echó a peregrinar por pueblos y ciudades, predicando en calles y plazas las verdades eternas y excitando a la reforma de las costumbres. Esta empresa no fue obra de un hombre solo, fue obra de un equipo de hombres excepcionales, a cuya cabeza figuraba el gran San Bernardino de Siena y en el que formaron en seguida otros dos santos: Juan de Capistrano y Jacobo de la Marca; dos beatos: Alberto de Sarteano y Mateo de Girgento, y los egregios minoristas Miguel de Carcano y Roberto de Lecce, por no citar sino las figuras más descollantes. Fue la época clásica de los grandes predicadores peregrinos y el origen de las misiones populares.
Cada uno de estos grandes misioneros, acompañado de un grupo de seis u ocho frailes de su Orden, tomó por un camino y corrió por su cuenta su aventura apostólica. Pero la mayor parte de ellos se mantuvieron en los límites de la península italiana, en la que consiguieron una verdadera renovación de la vida moral y religiosa de su pueblo. Mérito singular de Capistrano es haber acometido por sí solo, más allá de los Alpes, lo que sus hermanos de Orden hicieron en el interior de Italia, consiguiendo él resultados pariguales en los principados alemanes, en Polonia, en Moravia y hasta en la Saboya, en la Borgoña y en Flandes.
Grandes fueron los frutos de este vasto e intenso movimiento religioso. El pueblo cambiaba de vida, corrigiendo innúmeros abusos: el juego, el lujo, la embriaguez, la usura, el concubinato, la profanación de las fiestas, y los príncipes, los consejeros de las ciudades y los jueces se veían compelidos a usar de su autoridad con equidad y clemencia.
Cierto que no todos estos frutos fueron durables, acaso por no guardar proporción con estas misiones populares extraordinarias la cura pastoral ordinaria llamada a mantener el fervor despertado por aquéllas; pero también puede tenerse por cierto lo que el mismo Capistrano habría de escribir después, refiriéndose a la predicación de sus hermanos de Orden en Italia: «Si no hubiera sobrevivido la predicación, la fe católica habría venido a menos y pocos la hubieran conservado».
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Importante aportación del capistranense a la renovación religiosa y moral de su tiempo, en sus cuarenta años de actividad apostólica, fue su labor como cabeza del movimiento por la observancia en lucha contra el conventualismo, empresa que repercutió no sólo en favor de su Orden, sino también en la reforma misma de toda la Iglesia. San Juan sembró la Europa central de nuevos conventos franciscanos y, mediante la reforma de los antiguos, devolvió su primitivo celo a la Orden a la sazón más popular e importante de la Iglesia católica. Y no fue pequeño servicio a la cohesión europea haber tejido por toda la haz de la Europa de entonces esta apretada red de conventos que unían en santa familia a los frailes observantes de todas las naciones.
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Pasemos ya a relatar la participación personal del Santo en la cruzada contra el turco, recordando primero lo más esencial de este histórico suceso.
Corría el año 1453, último del pontificado de Nicolás V, cuando Mohamed II conquista Constantinopla, somete la Tracia al señorío turco, afianza en el Asia Menor el imperio del Islam sobre las ruinas de la Iglesia oriental y amenaza a la suerte de la cristiandad en Occidente.
Grave momento para el mundo católico y aun para la propia Iglesia. Porque si bien desde un siglo antes pisaban los turcos tierra europea y tenían sojuzgada una parte de la península balcánica, mientras quedó a sus espaldas la fortaleza de Constantinopla, Europa no se sintió verdaderamente amenazada de dominación y por eso desoyó el llamamiento a cruzada del papa Eugenio IV, ya en 1444. Pero ahora, cuando cayó la capital del viejo Imperio bizantino, toda la cristiandad comprendió que había perdido mucho más que una plaza fortificada.
Consciente del peligro, el papa Nicolás V, cuatro meses después de aquel nefasto día, publica una bula contra los turcos, que enciende en Occidente el antiguo entusiasmo de las cruzadas. En ella amonesta el Pontífice a hacer la paz entre sí, bajo pena de excomunión, a las potencias cristianas y singularmente a los Estados italianos, que, al decir de un cronista, «se despedazaban como canes»: Milán contra Venecia, Génova contra Nápoles... La paz en Italia se consiguió en parte, pero no la alianza para la cruzada.
San Juan toma la decisión de marchar a la amenazada Hungría ante el temor de que su gobierno pactara un acuerdo con los turcos, como lo hicieron, poco después, con escándalo de todos, los venecianos. Por el camino predicó la cruzada en Nuremberg, ciudad libre del Imperio y bien armada; en Viena, donde levantó unos cientos de universitarios que tomaron la cruz, y en Neusdtadt, corte del emperador.
Sobreviene entonces la muerte del papa Nicolás y en la elección del nuevo Pontífice la Providencia, valiéndose de un juego de factores dentro del conclave, al parecer ajenos a esta inquietud, suscita la elección del pontífice español Calixto III, que luego probó ser la figura indicada para hacer frente a una situación de tan tremendo riesgo.
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Capistrano, que desde la Estiria había escrito al Papa incitándole a que confirmase la bula de cruzada, marcha a Györ a fin de asistir a la dieta imperial de Hungría, expresamente convocada para tratar de la guerra contra el turco. Aquí las cosas de la cruzada iban mejor, porque el país se sentía directamente amenazado por el sultán y ponían espanto las noticias que llegaban de Servia sobre los atropellos de la soldadesca turca. Juan de Hunyades, el caudillo húngaro, traza un plan que el de Capistrano comunica al Papa, pidiéndole su apoyo. San Juan se aplica durante los meses siguientes a deshacer enemistades entre los caudillos y se reúne en Budapest con Hunyades y con el cardenal español Juan de Carvajal, nombrado legado del Papa para la cruzada en Alemania y en Hungría, de cuyas manos recibe el Santo el breve pontificio que le concede toda clase de facultades para predicar la bula. Los tres Juanes: el legado, el caudillo y el fraile llevarán de ahora en adelante la preparación de la cruzada.
Estando reunida la dieta húngara en Budapest, corría el mes de febrero, se recibe la terrible noticia de que Mohamed II se acercaba ya con un poderoso ejército hacia las fronteras del sur de Hungría. Hunyades acude a Belgrado. A partir de este momento cifra el de Capistrano todas sus ilusiones en marchar con el ejército cristiano al encuentro de los infieles, sacrificando en la lucha, si es preciso, su propia vida. Parte para el sur y recorre en predicación todas las regiones meridionales de Hungría, llamando al pueblo a cruzada, hasta que recibe el mensaje apremiante de Juan de Hunyades de que suspenda inmediatamente la predicación y reuniendo los cruzados que pueda los conduzca aprisa a Belgrado.
Es fascinante el relato que hace de la batalla de Neudorfehervar uno de los frailes compañeros del Santo, fray Juan de Tagliacozzo, testigo presencial del suceso. Él describe con expresivos pormenores la llegada del ejército turco, su bien abastecido y pertrechado campamento de tierra, con más de doscientos cañones, y camellos y búfalos, la fuerte flota turca sobre las aguas del Danubio, el asedio de la amurallada ciudad, la tremenda desproporción de las fuerzas en presencia –sólo los genízaros eran cincuenta mil–, que hace vacilar al propio Juan de Hunyades, el gran luchador de años contra el turco, hasta el punto de pensar en una retirada, y las provocaciones del sultán, que anunciaba a gritos que había de celebrar en Budapest el próximo Ramadán. Describe, asimismo, la batalla naval sobre el Danubio, que, contra toda previsión, ganan los cruzados, el asalto de la ciudadela por los genízaros, que obliga a los caudillos militares a iniciar la evacuación de la ciudad, y, por último, la increíble y casi milagrosa victoria obtenida por los defensores, con la retirada final del ejército turco en derrota.
La intervención del Santo en la batalla fue decisiva y sin ella la ciudad de Belgrado hubiera caído sin remedio en manos de los turcos. Él aportó la legión popular de cruzados, que sostuvieron lo más duro de la lucha, y enardeció con su palabra y con su ejemplo no sólo a ese ejército popular, sino también a los naturales, poniendo en tensión su resistencia.
Juan de Capistrano salvó a Belgrado por tres veces: la primera, cuando indujo a Hunyades a lanzar su escuadra contra la flota turca; la segunda, durante el asedio de la ciudad, cuando se negó a la propuesta de evacuarla, y la tercera, en la hora del asalto turco, cuando, al dar por perdida la plaza, los caudillos militares Hunyades y Szilágyi intentaron abandonarla, juzgando la situación insostenible y él se aferró a la resistencia.
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Dominado el Santo por una confianza sobrenatural en la victoria, condujo a la batalla a los cruzados con ardor y coraje sobrehumanos. Cuenta el cronista allí presente cómo, durante la acción naval, ganó el fraile capitán una altura visible a todos los combatientes y desplegando la bandera cruzada y agitando la cruz, vuelto el semblante al cielo, gritaba sin descanso el nombre de Jesús, que era el lema de sus cruzados. Y cómo, durante los días del asedio, vivía en el campamento con los suyos, sosteniendo su espíritu religioso como única moral de guerra. Y cómo, en fin, en el asalto de la ciudadela, corría de una a otra parte de la muralla, cuando la infantería turca escalaba ya el foso, gritando él a lo más granado de los defensores: «Valientes húngaros, ayudad a la cristiandad».
Jamás esgrimió armas el de Capistrano; las suyas eran espirituales. El campamento de los cruzados, más que un cuartel militar, parecía una concentración religiosa. Él mismo daba ejemplo. En diecisiete días durmió siete horas, no se mudó de ropa y comía sólo sopas de pan con vino. Él y sus frailes celebraban a diario la misa y predicaban, y los combatientes en gran número recibían los sacramentos. «Tenemos por capitán un santo y no podemos hacer cosa mal hecha», decían entre sí sus gentes. «Si pensamos en el botín y en la rapiña seremos vencidos.» Y todos le obedecían «como novicios». El fraile tenía sobre sus cruzados, al decir de los testigos, mayor poder que hubiera tenido sobre ellos el propio rey de Hungría.
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En la lucha secular de la Europa cristiana contra el islamismo, la victoria cruzada de Belgrado es un hecho importante, pero no debe exagerarse su trascendencia. Como tampoco la del heroico episodio de la intervención del Santo en ese hecho de armas, aunque el triunfo fuera mérito suyo incontestable. Pero en éste como en los anteriores sucesos de su vida, importa más que los hechos mismos y más que su trascendencia en el campo militar, en el político y aun en el religioso, el valor ejemplar de su propia conducta; su santidad y su heroísmo puestos al servicio de tan noble causa: la unidad cristiana de Europa. En este terreno presentamos a nuestro héroe a la admiración de nuestros contemporáneos y le proponemos como ejemplo.
La cristiandad había seguido angustiada la lucha y de entonces viene la tradición del rezo del Ángelus al toque de campana del mediodía; la «campana del turco», que mandó el Papa tañer en todas las iglesias de Europa para que el pueblo cristiano sostuviera con su oración a los cruzados.
Cuando, una semana después de la victoria, el cardenal legado, el español Carvajal, entró con un ejército verdadero en la ciudad liberada, era la gran ilusión del capistranense proseguir la guerra y anunciaba en público que para la fiesta de la Navidad celebraría misa en la iglesia del Santo Sepulcro. No eran estos, sin embargo, los planes de la cristiandad, ni hubiera podido tampoco emprenderlos nuestro Santo, pues la peste, terrible compañera de la guerra, pocos días después de la victoria, tomó posesión de su cuerpo y lo entregó en brazos de la muerte, aunque ese pobre cuerpo parecía entonces, al decir de un coetáneo, la muerte misma: un esqueleto sin carne y sin sangre, unos pocos huesos cubiertos de piel. Sólo el rostro, sereno y sonriente, expresaba la interior satisfacción de una misión histórica cumplida.
Con la vida de nuestro héroe debe terminar también este relato. Séame permitido, sin embargo, insistir en una conclusión piadosa: a Juan de Capistrano puede, en justicia, llamársele el Santo de Europa. (...) Sea, pues, Juan de Capistrano nuestro intercesor cuando pidamos a Dios por la unidad europea.
Alberto Martín Artajo, (ex Ministro de Asuntos Exteriores de España), San Juan de Capistrano, en Año Cristiano, Tomo I, Madrid, Ed. Católica (BAC 182), 1959, pp. 695-705.
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