El padre Francisco la exhorta al desprecio del mundo; demostrándole con vivas expresiones la vanidad de la esperanza y el engaño de los atractivos del siglo, destila en su oído la dulzura de su desposorio con Cristo, persuadiéndola a reservar la joya de la pureza virginal para aquel bienaventurado Esposo a quien el amor hizo hombre. ¿A qué detenernos en tantos pormenores? A instancias del santísimo padre, que actuaba hábilmente como fidelísimo mensajero, no retardó su consentimiento la doncella. Se le abre entonces la visión de los goces celestes, en cuya comparación el mundo entero se le vuelve despreciable, cuyo deseo la hace derretirse de anhelos, por cuyo amor ansía las bodas supremas. Y así, encendida en el fuego celeste, tan soberanamente despreció la vanagloria terrena, que jamás nada de los halagos mundanos se pegó a su corazón. Aborreciendo igualmente las seducciones de la carne, decidió ya desde ahora no conocer lecho de pecado (Sab 3,13), deseando hacer de su cuerpo un templo consagrado a Dios y esforzándose por hacerse merecedora de las bodas con el gran Rey. En consecuencia, se sometió totalmente a los consejos de Francisco, tomándolo por su guía, después de Dios, para el camino. Desde entonces queda pendiente su alma de sus enseñanzas y recoge con cálido pecho cuanto le predica del buen Jesús. Soporta con molestia la pompa y ornato secular, y desprecia como basura todo lo que aplaude el mundo, a fin de poder ganar a Cristo (cf. Flp 3,8).
Muy pronto, para que el polvo mundano no empañe en adelante el espejo de aquella alma intacta ni el contagio de la vida secular fermente su juventud ázima, el piadoso padre se apresura a sacar a Clara del siglo tenebroso. Se acercaba el día solemne de Ramos cuando la doncella, fervoroso el corazón, fue a ver al varón de Dios, inquiriendo el qué y el cómo de su conversión. Ordénale el padre Francisco que el día de la fiesta, compuesta y engalanada, se acerque a recibir la palma mezclada con la gente y que, a la noche, saliendo de la ciudad, convierta el mundano gozo en el luto de la Pasión del Señor. Llegó el Domingo de Ramos. La joven, vestida con sus mejores galas, espléndida de belleza entre el grupo de las damas, entró en la iglesia con todos. Al acudir los demás a recibir los ramos, Clara, con humildad y rubor, se quedó quieta en su puesto. Entonces, el obispo se llegó a ella y puso la palma en sus manos. A la noche, disponiéndose a cumplir las instrucciones del santo, emprende la ansiada fuga con discreta compañía. Y como no le pareció bien salir por la puerta de costumbre, franqueó con sus propias manos, con una fuerza que a ella misma le pareció extraordinaria, otra puerta que estaba obstruida por pesados maderos y piedras. Y así, abandonados el hogar, la ciudad y los familiares, corrió a Santa María de Porciúncula, donde los frailes, que ante el pequeño altar velaban la sagrada vigilia, recibieron con antorchas a la virgen Clara. De inmediato, despojándose de las basuras de Babilonia, dio al mundo «libelo de repudio»; cortada su cabellera por manos de los frailes, abandonó sus variadas galas.
(Leyenda de Santa Clara, 6-8).
Hoy comentaremos el primer párrafo, que es el que muestra cómo “se cuece” y se produce la conversión de Clara que, en la Porciúncula no hace sino confirmarse y tomar su más completa expresión.
Vemos que Clara se entrevista frecuentemente con Francisco, el cual, llevando ya una nueva vida desde hacía años, la contagia con el ejemplo y las palabras: podemos decir que aquí es donde nace la Plantita que es Clara, aquí es concebida, e irá creciendo y desarrollándose, siempre, a la luz y el riego de Francisco. En estos encuentros, el “Poverello” le habla de su experiencia de Desposorio con Cristo, le transmite lo gozoso y lo confortante que es vivir para Dios y no para el mundo. Y de estas conversaciones nace Clara de Asís: dice “sí” y desde ese momento decide empezar a vivir espiritualmente en medio del mundo. Lo primero es tomar una vida espiritual, de forma que el Señor le regala “la visión de los goces celestes”, es decir, le concede gozar de lo espiritual, que podrá contrastar con lo mundano, tan arraigado en su familia, de noble posición. Decide consagrarse a Cristo y, para ello, decide obedecer. ¿A quién? A Dios, siguiendo fielmente los consejos de Francisco.
Por tanto, es la obediencia la que permite a Clara ir creciendo segura, firme e imparable, por el camino de la conversión, del Amor a Cristo, del Deseo del Desposorio. No se retira a ninguna parte, sino que vive en medio del mundo, de lo cotidiano… despreciándolo, no dejándose contagiar, viviendo por y para Dios. Es esto de un mérito inconmensurable, puesto que sabe esperar el momento de partir, y es fiel a lo que le marca el Señor en el día a día. Enamorada de Cristo, sabe esperar. Si hubiera decidido por sí misma partir, habría fracasado y habría frustrado su crecimiento espiritual. Por tanto, los deseos de salir del mundo y de desposarse con Cristo tuvieron en ella el signo indeleble de la Obediencia, sin la cual cualquier vida consagrada tiene la seguridad de secarse. Sin duda el tentador trabajó mucho para molestarla, pero el alma fiel – como dirá ella – está atenta al Señor, y no hace otra cosa que lo que el Señor le pide.
Otro pilar básico fue, sin duda, la oración, puesto que sin ella no se experimentan desde luego las cosas del cielo. Si el alma no entra en contacto frecuente, duradero e insistente con Dios, no puede conocerle a Él ni a su Gloria. La oración la llevaba a la obediencia, y ésta de nuevo a la oración, constituyendo un círculo virtuoso animado por el Amor Ferviente a Dios y por aborrecer las cosas del mundo, caducas y limitadas, que no satisfacen nunca al alma que busca a Dios sobre todas las cosas. Fueron para ella una penitencia, quizás mejor que cualquier penitencia que hubiera podido escoger ella misma, como cilicios o ayunos. Éstos, sin perder en nada su valor, siempre son menos “efectivos”, por decirlo así, que la Cruz que el Señor te pueda regalar, como dice Cristo mismo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc 9, 23). Y cuando sigues así a Cristo, avanzas por el Auténtico y Único Camino, que Él te va mostrando, puesto que te dejas guiar.
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