sábado, 5 de febrero de 2011

Errores del Concilio Vaticano II


INTRODUCCIÓN

Se le imputa al Vaticano II (1962-1965), en general, una mente poco o nada católica, a causa del antropocentrismo, tan inexplicable cuanto innegable, que rezuman todos sus documentos, así como debido a la simpatía que manifiesta por el “mundo” y sus engañosos valores. Más en concreto, se le imputan ambigüedades notables, contradicciones patentes, omisiones significativas y, lo que más cuenta, errores graves en la doctrina y la pastoral.

NATURALEZA JURÍDICA AMBIGUA DEL ÚLTIMO CONCILIO

Procede recordar, a título preliminar, que la ambigüedad se insinúa hasta en la naturaleza jurídica efectiva del concilio Vaticano II: dicha naturaleza no está clara y parece indeterminada, porque el Vaticano II quiso declararse mero concilio pastoral, razón por la cual no pretendió definir dogmas, ni condenar errores (cf. el discurso de inauguración pronunciado por Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 y la Notificatio leída en el aula el 5 de noviembre de 1965). Por ello, las dos constituciones suyas que se adornan con el título de “dogmáticas” (Dei Verbum, sobre la revelación divina, y Lumen Gentium, sobre la Iglesia) son tales nada más que de nombre, porque conciernen a materias atinentes al dogma de la fe.
El concilio se quiso degradar a sí propio, apertis verbis, a «magisterio ordinario sumo y manifiestamente auténtico» (Pablo VI), figura insólita e inadecuada para un concilio ecuménico, que encarna desde siempre un ejercicio extraordinario del magisterio, el cual se da en el momento en que el Papa decide ejercer excepcionalmente sobre toda la Iglesia, junto con todos los obispos, reunidos por él en concilio, la summa potestas, que le compete por derecho divino.

Tampoco aclara las cosas la referencia al carácter “auténtico” de dicho magisterio, porque con tal término se entiende generalmente un magisterio “calificado”, pero calificado nada más que en razón de la autoridad de la persona, no en razón de su infalibilidad.

El magisterio mere authenticum no es infalible, mientras que sí lo es el “magisterio ordinario infalible”; como quiera que sea, la infalibilidad del magisterio ordinario no presenta las mismas características, las mismas notas, que la del magisterio extraordinario, por lo que no cabe aplicarla a un concilio. Baste pensar, al respecto, que los obispos concurren en el tiempo al magisterio ordinario infalible en cuanto se hallan dispersos por todo el globo (enseñando la misma doctrina a despecho de su dispersión), no en cuanto se reúnen en un concilio.

Sea cual fuere la naturaleza jurídica efectiva del Vaticano II, lo cierto es que no quiso impartir una enseñanza dotada de la nota de infalibilidad; tan es así que el propio Pablo VI dijo que los fieles debían acoger las enseñanzas conciliares “con docilidad y sinceridad”, es decir, precisamos nosotros, que debían prestarles eso que se ha llamado siempre “asentimiento religioso interno” (que es el que se requiere para los documentos pastorales, p. ej.).

Dicho asentimiento resulta obligado, pero a condición de que no haya razones graves y suficientes para no concederlo; ¿y qué razón es más grave que la constituida por la alteración del depósito de la fe? Cardenales, obispos y teólogos fieles al dogma estigmatizaron ya repetidamente, durante el tormentoso desarrollo del concilio, las ambigüedades y los errores que se infiltraban en sus textos, errores que hoy, después de cuarenta años de reflexiones y de estudios cualificados, estamos en posición de determinar con más precisión todavía.

ERRORES EN EL DISCURSO DE INAUGURACIÓN Y EN EL MENSAJE EL MUNDO

No pretendemos que sea completa nuestra sinopsis de los errores imputados al Vaticano II; con todo y eso, creemos haber identificado un número suficiente de errores importantes, comenzando por los contenidos en el discurso de inauguración y en el mensaje del concilio al mundo del 20 de octubre de 1962; se trata de textos que, aunque no pertenecían formalmente al concilio, lo encaminaron, sin embargo, en el sentido querido por el ala progresista, esto es, por los novadores neomodernistas.

DISCURSO DE INAUGURACIÓN

El célebre discurso de inauguración de Juan XXIII contiene errores doctrinales verdaderos y propios, además de diversas profecías desmentidas ruidosamente por los hechos («En el presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un orden nuevo de relaciones humanas, es preciso reconocer los arcanos designios de la Providencia divina…»).

• 1er ERROR: UNA CONCEPCION MUTILADA DEL MAGISTERIO

Radica en la increíble afirmación, repetida por Pablo VI en el discurso de inauguración de la 2ª sesión del concilio, el 29 de septiembre de 1963, según la cual la santa Iglesia renuncia a condenar los errores: «Siempre se opuso la Iglesia a estos errores [las opiniones falsas de los hombres; n. de la r.]. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos».

El Papa Roncalli faltaba a sus deberes de vicario de Cristo con esta renuncia a usar de su autoridad, que procedía de Dios, para defender el depósito de la fe y ayudar a las almas condenando los errores que acechan su salvación eterna.

En efecto, la condena del error es esencial para la preservación del depósito de la fe (lo cual constituye el primer deber del Pontífice), dado que confirma a fortiori la doctrina sana, demostrando su eficacia con una aplicación puntual.

Además, la condena del error es necesaria desde el punto de vista pastoral, porque sostiene a los fieles, tanto a los cultos como a los menos cultos, con la autoridad inigualable del magisterio, de la cual pueden revestirse para defenderse del error, cuya “lógica” es siempre más astuta y más sutil que ellos. No sólo eso: la condena del error puede inducir a reflexionar al que yerra, poniéndolo frente a la verdadera sustancia de su pensamiento; como siempre se ha dicho, la condena del error es obra misericordiosa ex sese.

Sostener que esta condena no debe tener ya lugar significa propugnar, por un lado, una concepción mutilada del magisterio de la Iglesia; por el otro, sustituir el diálogo con el que yerra, que la Iglesia siempre ha procurado, por el diálogo con el error. Todo ello configura un error doctrinal, que en el texto susomentado de Juan XXIII se manifiesta en el peligroso puerto que tocan sus ideas al final, donde parece latir el pensamiento de que la demostración de la “validez de la doctrina” es incompatible con la “renovación de las condenas”, como si tal validez hubiera de imponerse únicamente gracias a la fuerza de su propia lógica interna.

Pero si fuera así, la fe no sería ya un don de Dios y no necesitaría, ni de la gracia para llegar a ser y fortalecerse, ni del ejercicio del principio de autoridad –encarnado por la Iglesia católica– para sostenerse.

Y aquí es donde radica propiamente el error que se esconde en la frase de Juan XXIII: una forma de pelagianismo, característico de toda concepción racionalista de la fe, condenada multitud de veces por el magisterio.

La demostración de la validez de la doctrina y la condena de los errores se han implicado siempre necesaria y recíprocamente en la historia de la Iglesia. Y las condenas fulminaban no sólo las herejías y los errores teológicos en sentido estricto, sino, además y de manera implacable, toda concepción del mundo que no fuese cristiana (no tan solo las contrarias a la fe, sino también las distintas de ella, religiosas o no, por poco que lo fuesen), porque, al decir de nuestro Señor, “quien no recoge conmigo, dispersa” (Mt 12, 30).

La heterodoxa toma de posición de Juan XXIII, mantenida por el concilio y el postconcilio hasta hoy, derrocó por tierra –se nota ya en los textos conciliares– la típica y férrea armazón conceptual de la Iglesia, muy entrañada otrora hasta por sus enemigos, algunos de los cuales incluso la apreciaban sinceramente: «El sello intelectual de la Iglesia es, en esencia, el rigor inflexible con que se tratan los conceptos y los juicios de valor como consolidados, como eternos» (Nietzche).

• 2º ERROR: LA CONTAMINACION DE LA DOCTRINA CATOLICA CON EL “PENSAMIENTO MODERNO”, INTRINSECAMENTE ANTICATOLICO.

La otra conocidísima y gravísima afirmación de Juan XXIII, repetida por él a los cardenales el 13 de enero de 1963, en el discurso del día de su cumpleaños, se relaciona con la renuncia pregonada a herir el error, con dicha abdicación inaudita:

«el espíritu cristiano, católico y apostólico de todos espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y poniéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales. Una cosa es la sustancia del depositum fidei, es decir, de las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral».



Estos conceptos los repitió expresamente el concilio en el decreto Unitatis Redintegratio sobre el ecumenismo.

El principio, otrora formulado por los liberales y los modernistas, según el cual la doctrina antigua debía revestirse de una forma nueva sacada del “pensamiento moderno”, había sido ya condenado expresamente por san Pío X (Pascendi 1907, § II, c; decreto Lamentabili, nn. 63 y 64: Denzinger 2064-5/ 3464-5) y por Pío XII (Humani Generis, AAS 1950, 565-566).

De ahí que el Papa Roncalli propusiera una doctrina ya condenada formalmente como herética por sus predecesores (en cuanto característica de la herejía modernista).

En efecto, no es posible aplicar a la doctrina católica las categorías del “pensamiento moderno”, el cual niega a priori, en todas sus formas, la existencia de una verdad absoluta, y para el cual todo es relativo al Hombre, único valor absoluto que reconoce, al que diviniza en todas sus manifestaciones (desde el instinto a la “conciencia de sí”); se trata, pues, de un pensamiento intrínsecamente opuesto a todas las verdades fundamentales del cristianismo, comenzando por la idea de un Dios creador, de un Dios viviente, que se reveló y encarnó, y terminando por el modo de entender la ética y la política.

Al proponer tamaña contaminación, Juan XXIII se revelaba discípulo del “método” de la Nouvelle Théologie neomodernista, condenada antaño por el magisterio.

Si al concilio le hubiese preocupado de veras la satisfacción de las necesidades de los tiempos, referidas a la misión salvífica de la Iglesia católica, habría debido investigar a fondo las condenas del pensamiento moderno que los Papas habían formulado en el pasado (desde Pío IX a Pío XII), en lugar de encarecer que la doctrina “auténtica” y “antigua” se “estudiara y expresara” en función del dicho pensamiento moderno.

• 3er ERROR: EL FIN DE LA IGLESIA ES LA “UNIDAD DEL GÉNERO HUMANO”

El tercer error estriba en la erección de la unidad del género humano en fin propio de la Iglesia:

«Venerables hermanos: esto es lo que se propone el concilio ecuménico Vaticano II, el cual, mientras agrupa las mejores energías de la Iglesia y se esfuerza en hacer que los hombres acojan con mayor solicitud el anuncio de la salvación, prepara y consolida ese camino hacia la unidad del género humano, que constituye el fundamento necesario para que la ciudad terrenal se organice a semejanza de la ciudad celeste, en la que, según san Agustín, reina la verdad, dicta la ley de la caridad y cuyas fronteras son la eternidad (cf. S. Agustín, Epist. 138, 3)».

A la “unidad del género humano” se la considera aquí el fundamento necesario (párese mientes en el adjetivo “necesario”) para que la “ciudad terrestre” se asemeje cada vez más a la “celeste”; pero lo cierto es que nunca se había enseñado en el pasado que la expansión de la Iglesia en este mundo necesitara de dicho fundamento, tanto más cuanto que la consecución de la unidad del género humano –unidad afirmada simpliciter por el Papa– es una idea-guía de la filosofía de la historia elaborada por el pensamiento laicista a partir del siglo XVIII, una componente esencial de la religión de la Humanidad, no de la religión católica.

El error consiste aquí en mezclar la visión católica con una idea ajena a ella tomada del pensamiento laicista, que la niega y contradice ex sese, puesto que el pensamiento en cuestión no aspira ciertamente a extender el reino de Dios (es decir, la parte de éste visible en la tierra o Iglesia militante), sino que anhela suplantar a la propia Iglesia por la Humanidad, convencido como está de la dignidad del hombre en cuanto hombre (porque no cree en el dogma del pecado original) y de sus presuntos “derechos”.

Así que los efectos deletéreos de la negativa a condenar los errores del siglo se hicieron sentir también, como por una especie de némesis, en el discurso que la propuso, visto que éste contiene con certeza uno de los errores del siglo por lo menos en compañía de otros dos, más propiamente teológicos.

ERRORES EN EL MENSAJE DE LOS PADRES CONCILIARES AL MUNDO

El mensaje al mundo transmitido en la inauguración del concilio (Monseñor Lefebvre fue uno de los pocos en criticarlo), contiene en miniatura la pastoral que se desarrollará ad abundantiam en la Gaudium et Spes, una pastoral en la cual el puesto principal se reserva para los “bienes humanos”, la “dignidad del hombre” en cuanto hombre, la “paz entre los pueblos” (invocada para no tener que convertirlos a Cristo):

«Y puesto que de los trabajos del concilio confiamos que aparezca más clara e intensa la luz de la fe, esperamos también una renovación espiritual, de la que proceda igualmente un impulso fecundo que fomente los bienes humanos, tales como los inventos de las ciencias, los adelantos de la técnica y una más dilatada difusión de la cultura».

Los “bienes humanos” están representados aquí por el progreso de la ciencia, del arte, de la técnica, de la cultura (entendida a la manera del siglo, según se infiere de Gaudium et Spes, arts. 60 a 62, cf. infra). ¿Debía el concilio preocuparse de eso? ¿Había de desear el incremento de tales “bienes”, meramente terrenales, caducos, a menudo falaces, en lugar de anhelar el aumento de los eternos, fundados en valores perennes, enseñados por la Iglesia a lo largo de los siglos? ¿Cómo asombrarse de que, por efecto de una pastoral de tal género, se abriera la grave crisis que todavía perdura en vez de verificarse un nuevo “esplendor” de la fe?

El error teológico en sentido propio se manifiesta después, en la conclusión del mensaje, allí donde se escribe:

«Por eso, humilde y ardientemente, invitamos a todos, no sólo a nuestros hermanos, a quienes servimos como pastores, sino también a todos los hermanos que creen en Cristo y a todos los hombres de buena voluntad (prescindiendo por ello de su religión personal) […] a que colaboren con nosotros para instaurar en el mundo una sociedad humana más recta y más fraterna», puesto que «el designio divino es tal que por la caridad brille ya de alguna manera el reino de Dios como prenda del reino eterno».

Esta no es la doctrina católica, para la cual “la prenda del reino eterno” en este mundo la constituye sólo y exclusivamente la Iglesia católica, la Iglesia visible, docente y discente, miembros terrenales del cuerpo místico de Cristo, que crece (con lentitud, pero lo hace) a despecho de la oposición del “príncipe de este mundo”: la Iglesia, no la unión de “todos los hombres de buena voluntad”, de todo el género humano, bajo el estandarte del “progreso”.

EJEMPLOS DE AMBIGÜEDADES Y CONTRADICCIONES EN LOS TEXTOS CONCILIARES

1. -Ambigüedades

Como ejemplos de ambigüedades graves y específicas, nos limitaremos aquí a recordar las que ya se han convertido en clásicas.

En la constitución dogmática Dei Verbum sobre la revelación divina (dogmática sólo porque se ocupa de verdades inherentes al dogma), las verdades de la fe sobre las dos fuentes paritarias de la revelación (Sagrada Escritura y Tradición), sobre la inerrancia absoluta de las Escrituras y sobre la historicidad plena y total de los evangelios se exponen de manera insuficiente a todas luces y poco clara (en los arts. 9, 11, 19 de DV), con una terminología que en un caso (art. 11) se presta a interpretaciones opuestas entre sí, una de las cuales puede reducir la inerrancia a sola la «verdad consignada en la Escritura con vistas a nuestra salvación» (lo que equivale a profesar una herejía, en resumidas cuentas, porque la inerrancia absoluta de la Sagrada Escritura, inclusive también la de los enunciados sobre hechos que contiene, es una verdad de fe mantenida y enseñada siempre por la Iglesia).

2. -Contradicciones

A título de ejemplo de contradicción patente, recordemos el art. 2 del decreto Perfectae Caritatis sobre la renovación de la vida religiosa, donde se dice que

«la renovación adecuada [accommodata] de la vida religiosa abarca a un tiempo, por una parte, la vuelta a las fuentes de toda vida cristiana y a la primitiva inspiración de los institutos, y por otra, una adaptación [aptationem] de los mismos a las diversas condiciones de los tiempos».

La contradicción salta a la vista, porque lo propio de la vida religiosa (a tenor de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia) ha sido siempre el estar en antítesis perfecta con el mundo, corrompido por el pecado original, cuya figura es caduca y pasajera. ¿Cómo es posible, entonces, que la “vuelta a las fuentes”, a la “primitiva inspiración de los Institutos”, se verifique juntamente con su “adaptación a las diversas condiciones de los tiempos”, o por mejor decir, mediante dicha adaptación? La adaptación a tales “condiciones”, que son hoy las del mundo moderno secularizado, de cultura laicista, etc., impide de suyo “la vuelta a las fuentes”.
Otro ejemplo de contradicción: en el art.79 de la Gaudium et Spes se admite el derecho de los gobiernos a la “legítima defensa” para “defenderse con justicia” (ut populi iuste defendatur), lo cual parece sustancialmente conforme con la enseñanza tradicional de la Iglesia, que ha admitido siempre, a la hora de defenderse contra un ataque externo que interno, un tipo de “guerra justa”, conforme con los principios del derecho natural. No obstante, el art. 82 de la misma Gaudium et Spes contiene asimismo una «prohibición absoluta de la guerra» (De bello omnino interdicendo) y por ende, de todo tipo de guerra, sin exceptuar expresamente la guerra defensiva, justificada tres artículos más arriba, que por ello viene permitida y condenada a la vez por el concilio.
Un ejemplo más: también nos parece evidente que se da una contradicción tocante al tan cacareado mantenimiento del latín como lengua litúrgica. En efecto, el concilio ordena conservar (servetur) «el uso de la lengua latina en los ritos latinos» (Sacrosantum Concilium, 36, 1), pero al mismo tiempo concede “mayor cabida” en la liturgia a la lengua vulgar, según las normas y los casos fijados por el propio concilio (SC 36, 2).
Pero las normas de carácter general establecidas por el concilio atribuyen a las conferencias episcopales, en virtud de la facultad de experimentar nuevas formas litúrgicas (¡!) que se les concede, una competencia casi ilimitada en relación con la introducción de la lengua vernácula en el culto (SC 22 §2; 40-54).
Además, abundan los casos en que el concilio autoriza el uso –parcial o total– de la lengua nacional: en la administración de los sacramentos, de los sacramentales y en los ritos particulares (SC 63); en los ritos bautismales en los países de misión (SC 65); en la ordenación de los sacerdotes (SC 76); en el matrimonio (SC 77 y 78); en los rezos del Oficio Divino (SC 101), y en la solemne liturgia de la misa (SC 113). Más que de mantener el uso del latín, el concilio parece haberse preocupado de abrir el mayor número posible de cauces a la lengua vulgar, sentando así las premisas de su victoria definitiva en el postconcilio.

OMISIONES NOTABLES

Entre las omisiones del concilio, limitémonos a recordar las más notables.

1. En el plano dogmático:

1. No se condenan los errores del siglo.

2. Falta el concepto de lo sobrenatural y, correlativamente, toda mención del paraíso.

3. Brilla por su ausencia un tratamiento específico del infierno, al que se menciona tan solo una vez, y ésta de pasada (cf. Lumen Gentium, art. 58).

4. No figura mención alguna del dogma de la transubstanciación, ni del carácter propiciatorio del santo sacrificio, en la noción de la santa misa expuesta en el art. 47 de la SC, lo que se repite, p. ej., en el art. 106 de la misma constitución y en otros lugares (cf. infra, 30).

5. Tampoco se menciona en absoluto a los “pobres de espíritu”(peor aún: falta hasta su concepto).

2. En el plano espiritual:

1. En general, se advierte la omisión de cualquier rasgo específicamente católico en conceptos clave de la pastoral, relativos a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el tipo ideal del individuo, la familia, la cultura, etc. (Gaudium et Spes §§53, 74, 76, etc.; cf. infra).

2. No se condena el comunismo (hecho sobre el cual han corrido ríos de tinta). Dicha laguna se echa de ver en el siguiente pasaje de la Gaudium et Spes, que condena genéricamente el “totalitarismo”, poniéndolo en el mismo plano que la “dictadura”: «De todas formas es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionan gravemente los derechos de la persona o de los grupos sociales» (Gaudium et Spes, 75).

Idéntica laguna se nota también en el art. 79 de la misma constitución, en la cual se condenan métodos abominables como «aquellos con los que metódicamente se extermina a todo un pueblo, raza o minoría étnica. Lo cual hay que condenar vehementemente como crimen horrendo».

Tales “métodos” los vio aplicar el siglo XX varias veces, p.ej., contra los armenios cristianos, exterminados casi en un setenta y cinco por cien por los turcos musulmanes en los años que precedieron a la primera guerra mundial, y , por parte del nazismo neopagano, contra los judíos, cuyas vastas y florecientes comunidades de Europa centro-oriental fueron anonadadas; pero también vio a los comunistas aplicarlos al eliminar física y sistemáticamente al denominado “enemigo de clase”, es decir, a millones de individuos cuya culpa no era otra que la de pertenecer a una clase social determinada (aristocracia, burguesía, campesinado), que había de ser extirpada en nombre de la sociedad sin clases, fin utópico del comunismo. De ahí que, en la Gaudium et Spes §79, habría debido añadirse el genocidio de una clase social a los distintos tipos de exterminio mencionados; pero el ala “progresista”, que se impuso en el concilio, se guardó bien de hacerlo: en buena parte, se orientaba políticamente hacia la izquierda, y no quiso que se hablara, ni del marxismo como doctrina, ni del comunismo como realización práctica de aquél.

3. La falta de condena de la corrupción de las costumbres, del hedonismo, que ya comenzaba a difundirse en la sociedad occidental.

Tomado de: Radio Cristiandad

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