Venerables Hermanos:
Salud y bendición apostólica.
El Hijo Unigénito del Eterno Padre, que apareció sobre la tierra para traer al humano linaje la salvación y la luz de la divina sabiduría hizo ciertamente un grande y admirable beneficio al mundo cuando, habiendo de subir nuevamente a los cielos, mandó a los apóstoles que «fuesen a enseñar a todas las gentes» (Mt 28,19), y dejó a la Iglesia por él fundada por común y suprema maestra de los pueblos. Pues los hombres, a quien la verdad había libertado debían ser conservados por la verdad; ni hubieran durado por largo tiempo los frutos de las celestiales doctrinas, por los que adquirió el hombre la salud, si Cristo Nuestro Señor no hubiese constituido un magisterio perenne para instruir los entendimientos en la fe. Pero la Iglesia, ora animada con las promesas de su divino autor, ora imitando su caridad, de tal suerte cumplió sus preceptos, que tuvo siempre por mira y fue su principal deseo enseñar la religión y luchar perpetuamente con los errores. A esto tienden los diligentes trabajos de cada uno de los Obispos, a esto las leyes y decretos promulgados de los Concilios y en especial la cotidiana solicitud de los Romanos Pontífices, a quienes como a sucesores en el primado del bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, pertenecen el derecho y la obligación de enseñar y confirmar a sus hermanos en la fe. Pero como, según el aviso del Apóstol, «por la filosofía y la vana falacia» (Col 2,18) suelen ser engañadas las mentes de los fieles cristianos y es corrompida la sinceridad de la fe en los hombres, los supremos pastores de la Iglesia siempre juzgaron ser también propio de su misión promover con todas sus fuerzas las ciencias que merecen tal nombre, y a la vez proveer con singular vigilancia para que las ciencias humanas se enseñasen en todas partes según la regla de la fe católica, y en especial la filosofía, de la cual sin duda depende en gran parte la recta enseñanza de las demás ciencias. Ya Nos, venerables hermanos, os advertimos brevemente, entre otras cosas, esto mismo, cuando por primera vez nos hemos dirigido a vosotros por cartas Encíclicas; pero ahora, por la gravedad del asunto y la condición de los tiempos, nos vemos compelidos por segunda vez a tratar con vosotros de establecer para los estudios filosóficos un método que no solo corresponda perfectamente al bien de la fe, sino que esté conforme con la misma dignidad de las ciencias humanas.
Si alguno fija la consideración en la acerbidad de nuestros tiempos, y abraza con el pensamiento la condición de las cosas que pública y privadamente se ejecutan, descubrirá sin duda la causa fecunda de los males, tanto de aquellos que hoy nos oprimen, como de los que tememos, consiste en que los perversos principios sobre las cosas divinas y humanas, emanados hace tiempo de las escuelas de los filósofos, se han introducido en todos los órdenes de la sociedad recibidos por el común sufragio de muchos. Pues siendo natural al hombre que en el obrar tenga a la razón por guía, si en algo falta la inteligencia, fácilmente cae también en lo mismo la voluntad; y así acontece que la perversidad de las opiniones, cuyo asiento está en la inteligencia, influye en las acciones humanas y las pervierte. Por el contrario, si está sano el entendimiento del hombre y se apoya firmemente en sólidos y verdaderos principios, producirá muchos beneficios de pública y privada utilidad. Ciertamente no atribuimos tal fuerza y autoridad a la filosofía humana, que la creamos suficiente para rechazar y arrancar todos los errores; pues así como cuando al principio fue instituida la religión cristiana, el mundo tuvo la dicha de ser restituido a su dignidad primitiva, mediante la luz admirable de la fe, «no con las persuasivas palabras de la humana sabiduría, sino en la manifestación del espíritu y de la virtud» (1Cor 2,4) así también al presente debe esperarse principalísimamente del omnipotente poder de Dios y de su auxilio, que las inteligencias de los hombres, disipadas las tinieblas del error, vuelvan a la verdad. Pero no se han de despreciar ni posponer los auxilios naturales, que por beneficio de la divina sabiduría, que dispone fuerte y suavemente todas las cosas, están a disposición del género humano, entre cuyos auxilios consta ser el principal el recto uso de la filosofía. No en vano imprimió Dios en la mente humana la luz de la razón, y dista tanto de apagar o disminuir la añadida luz de la fe la virtud de la inteligencia, que antes bien la perfecciona, y aumentadas sus fuerzas, la hace hábil para mayores empresas. Pide, pues, el orden de la misma Providencia, que se pida apoyo aun a la ciencia humana, al llamar a los pueblos a la fe y a la salud: industria plausible y sabia que los monumentos de la antigüedad atestiguan haber sido practicada por los preclarísimos Padres de la Iglesia. Estos acostumbraron a ocupar la razón en muchos e importantes oficios, todos los que compendió brevísimamente el grande Agustín, «atribuyendo a esta ciencia... aquello con que la fe salubérrima... se engendra, se nutre, se defiende, se consolida» (1).
En primer lugar, la filosofía, si se emplea debidamente por los sabios, puede de cierto allanar y facilitar de algún modo el camino a la verdadera fe y preparar convenientemente los ánimos de sus alumnos a recibir la revelación; por lo cual, no sin injusticia, fue llamada por los antiguos, «ora previa institución a la fe cristiana» (2), «ora preludio y auxilio del cristianismo» (3), «ora pedagogo del Evangelio» (4).
Y en verdad, nuestro benignísimo Dios, en lo que toca a las cosas divinas no nos manifestó solamente aquellas verdades para cuyo conocimiento es insuficiente la humana inteligencia, sino que manifestó también algunas, no del todo inaccesibles a la razón, para que sobreviniendo la autoridad de Dios al punto y sin ninguna mezcla de error, se hiciesen a todos manifiestas. De aquí que los mismos sabios, iluminados tan solo por la razón natural hayan conocido, demostrado y defendido con argumentos convenientes algunas verdades que, o se proponen como objeto de fe divina, o están unidas por ciertos estrechísimos lazos con la doctrina de la fe. «Porque las cosas de él invisibles se ven después de la creación del mundo, consideradas por las obras criadas aun su sempiterna virtud y divinidad» (Rom 1, 20), y «las gentes que no tienen la ley... sin embargo, muestran la obra de la ley escrita en sus corazones» (Rom 11. 14, 15). Es, pues, sumamente oportuno que estas verdades, aun reconocidas por los mismos sabios paganos, se conviertan en provecho y utilidad de la doctrina revelada, para que, en efecto, se manifieste que también la humana sabiduría y el mismo testimonio de los adversarios favorecen a la fe cristiana; cuyo modelo de obrar consta que no ha sido recientemente introducido, sino que es antiguo, y fue usado muchas veces por los Santos Padres de la Iglesia. Aun más: estos venerables testigos y custodios de las tradiciones religiosas reconocen cierta norma de esto, y casi una figura en el hecho de los hebreos que, al tiempo de salir de Egipto, recibieron el mandato de llevar consigo los vasos de oro y plata de los egipcios, para que, cambiado repentinamente su uso, sirviese a la religión del Dios verdadero aquella vajilla, que antes había servido para ritos ignominiosos y para la superstición. Gregorio Neocesarense (5) alaba a Orígenes, porque convirtió con admirable destreza muchos conocimientos tomados ingeniosamente de las máximas de los infieles, como dardos casi arrebatados a los enemigos, en defensa de la filosofía cristiana y en perjuicio de la superstición. Y el mismo modo de disputar alaban y aprueban en Basilio el Grande, ya Gregorio Nacianceno (6), ya Gregorio Niseno (7), y Jerónimo le recomienda grandemente en Cuadrato, discípulo de los Apóstoles, en Arístides, en Justino, en Ireneo y otros muchos (8). Y Agustín dice: «¿No vemos con cuánto oro y plata, y con qué vestidos salió cargado de Egipto Cipriano, doctor suavísimo y mártir beatísimo? ¿Con cuánto Lactancio? ¿Con cuánto Victorino, Optato, Hilario? Y para no hablar de los vivos, ¿con cuánto innumerables griegos?» (9). Verdaderamente, si la razón natural dio tan ópima semilla de doctrina antes de ser fecundada con la virtud de Cristo, mucho más abundante la producirá ciertamente después que la gracia del Salvador restauró y enriqueció las fuerzas naturales de la humana mente. ¿Y quién no ve que con este modo de filosofar se abre un camino llano y practicable a la fe?
No se circunscribe, no obstante, dentro de estos límites la utilidad que dimana de aquella manera de filosofar. Y realmente, las páginas de la divina sabiduría reprenden gravemente la necedad de aquellos hombres «que de los bienes que se ven no supieron conocer al que es, ni considerando las obras reconocieron quien fuese su artífice» (Sap 13,1). Así en primer lugar el grande y excelentísimo fruto que se recoge de la razón humana es el demostrar que hay un Dios: «pues por la grandeza de la hermosura de la criatura se podrá a las claras venir en conocimiento del Criador de ellas» (Sap 13,5). Después demuestra (la razón) que Dios sobresale singularmente por la reunión de todas las perfecciones, primero por la infinita sabiduría, a la cual jamás puede ocultarse cosa alguna, y por la suma justicia a la cual nunca puede vencer afecto alguno perverso; por lo mismo que Dios no solo es veraz, sino también la misma verdad, incapaz de engañar y de engañarse. De lo cual se sigue clarísimamente que la razón humana granjea a la palabra de Dios plenísima fe y autoridad. Igualmente la razón declara que la doctrina evangélica brilló aun desde su origen por ciertos prodigios, como argumentos ciertos de la verdad, y que por lo tanto todos los que creen en el Evangelio no creen temerariamente, como si siguiesen doctas fábulas (cf. 2Petr 1, 16), sino que con un obsequio del todo racional, sujetan su inteligencia y su juicio a la divina autoridad. Entiéndase que no es de menor precio el que la razón ponga de manifiesto que la iglesia instituida por Cristo, como estableció el Concilio Vaticano «por su admirable propagación, eximia santidad e inagotable fecundidad en todas las religiones, por la unidad católica, e invencible estabilidad, es un grande y perenne motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina misión» (10).
Puestos así estos solidísimos fundamentos, todavía se requiere un uso perpetuo y múltiple de la filosofía para que la sagrada teología tome y vista la naturaleza, hábito e índole de verdadera ciencia. En ésta, la más noble de todas las ciencias, es grandemente necesario que las muchas y diversas partes de las celestiales doctrinas se reúnan como en un cuerpo, para que cada una de ellas, convenientemente dispuesta en su lugar, y deducida de sus propios principios, esté relacionada con las demás por una conexión oportuna; por último, que todas y cada una de ellas se confirmen en sus propios e invencibles argumentos. Ni se ha de pasar en silencio o estimar en poco aquel más diligente y abundante conocimiento de las cosas, que de los mismos misterios de la fe, que Agustín y otros Santos Padres alabaron y procuraron conseguir, y que el mismo Concilio Vaticano (11) juzgó fructuosísima, y ciertamente conseguirán más perfecta y fácilmente este conocimiento y esta inteligencia aquellos que, con la integridad de la vida y el amor a la fe, reúnan un ingenio adornado con las ciencias filosóficas, especialmente enseñando el Sínodo Vaticano, que esta misma inteligencia de los sagrados dogmas conviene tomarla «ya de la analogía de las cosas que naturalmente se conocen, ya del enlace de los mismos misterios entre sí y con el fin último del hombre» (12).
Por último, también pertenece a las ciencias filosóficas, defender religiosamente las verdades enseñadas por revelación y resistir a los que se atrevan a impugnarlas. Bajo este respecto es grande alabanza de la filosofía el ser considerada baluarte de la fe y como firme defensa de la religión. Como atestigua Clemente Alejandrino, «es por sí misma perfecta la doctrina del Salvador y de ninguno necesita, siendo virtud y sabiduría de Dios. La filosofía griega, que se le une, no hace más poderosa la verdad; pero haciendo débiles los argumentos de los sofistas contra aquella, y rechazando las engañosas asechanzas contra la misma, fue llamada oportunamente cerca y valla de la viña» (13). Ciertamente, así como los enemigos del nombre cristiano para pelear contra la religión toman muchas veces de la razón filosófica sus instrumentos bélicos; así los defensores de las ciencias divinas toman del arsenal de la filosofía muchas cosas con que poder defender los dogmas revelados. Ni se ha de juzgar que obtenga pequeño triunfo la fe cristiana, porque las armas de los adversarios, preparadas por arte de la humana razón para hacer daño, sean rechazadas poderosa y prontamente por la misma humana razón.
Esta especie de religioso combate fue usado por el mismo Apóstol de las gentes, como lo recuerda San Jerónimo escribiendo a Magno: «Pablo, capitán del ejército cristiano, es orador invicto, defendiendo la causa de Cristo, hace servir con arte una inscripción fortuita para argumento de la fe; había aprendido del verdadero David a arrancar la espada de manos de los enemigos, y a cortar la cabeza del soberbio Goliat con su espada» (14). Y la misma Iglesia no solamente aconseja, sino que también manda que los doctores católicos pidan este auxilio a la filosofía. Pues el Concilio Lateranense V, después de establecer que «toda aserción contraria a la verdad de la fe revelada es completamente falsa, porque la verdad jamás se opuso a la verdad» (15), manda a los Doctores de filosofía, que se ocupen diligentemente en resolver los engañosos argumentos, pues como testifica Agustino, «si se da una razón contra la autoridad de las Divinas Escrituras, por más aguda que sea, engañará con la semejanza de verdad, pero no puede ser verdadera» (16).
Mas para que la filosofía sea capaz de producir los preciosos frutos que hemos recibido, es de todo punto necesario que jamás se aparte de aquellos trámites que siguió la veneranda antigüedad de los Padres y aprobó el Sínodo Vaticano con el solemne sufragio de la autoridad. En verdad está claramente averiguado que se han de aceptar muchas verdades del orden sobrenatural que superan con mucho las fuerzas de todas las inteligencias, la razón humana, conocedora de la propia debilidad, no se atreve a aceptar cosas superiores a ella, ni negar las mismas verdades, ni medirlas con su propia capacidad, ni interpretarlas a su antojo; antes bien debe recibirlas con plena y humilde fe y tener a sumo honor el serla permitido por beneficio de Dios servir como esclava y servidora a las doctrinas celestiales y de algún modo llegarlas a conocer. En todas estas doctrinas principales, que la humana inteligencia no puede recibir naturalmente, es muy justo que la filosofía use de su método, de sus principios y argumentos; pero no de tal modo que parezca querer sustraerse a la divina autoridad. Antes constando que las cosas conocidas por revelación gozan de una verdad indisputable, y que las que se oponen a la fe pugnan también con la recta razón, debe tener presente el filósofo católico que violará a la vez los derechos de la fe y la razón, abrazando algún principio que conoce que repugna a la doctrina revelada.
Sabemos muy bien que no faltan quienes, ensalzando más de lo justo las facultades de la naturaleza humana, defiendan que la inteligencia del hombre, una vez sometida a la autoridad divina, cae de su natural dignidad, está ligada y como impedida para que no pueda llegar a la cumbre de la verdad y de la excelencia. Pero estas doctrinas están llenas de error y de falacia, y finalmente tienden a que los hombres con suma necedad, y no sin el crimen de ingratitud, repudien las más sublimes verdades y espontáneamente rechacen el beneficio de la fe, de la cual aun para la sociedad civil brotaron las fuentes de todos los bienes. Pues hallándose encerrada la humana mente en ciertos y muy estrechos límites, está sujeta a muchos errores y a ignorar muchas cosas. Por el contrario, la fe cristiana, apoyándose en la autoridad de Dios, es maestra infalible de la verdad, siguiendo la cual ninguno cae en los lazos del error, ni es agitado por las olas de inciertas opiniones. Por lo cual, los que unen el estudio de la filosofía con la obediencia a la fe cristiana, razonan perfectamente, supuesto que el esplendor de las divinas verdades, recibido por el alma, auxilia la inteligencia, a la cual no quita nada de su dignidad, sino que la añade muchísima nobleza, penetración y energía. Y cuando dirigen la perspicacia del ingenio a rechazar las sentencias que repugnan a la fe y a aprobar las que concuerdan con ésta, ejercitan digna y utilísimamente la razón: pues en lo primero descubren las causas del error y conocen el vicio de los argumentos, y en lo último están en posesión de las razones con que se demuestra sólidamente y se persuade a todo hombre prudente de la verdad de dichas sentencias. El que niegue que con esta industria y ejercicio se aumentan las riquezas de la mente y se desarrollan sus facultades, es necesario que absurdamente pretenda que no conduce al perfeccionamiento del ingenio la distinción de lo verdadero y de lo falso. Con razón el Concilio Vaticano recuerda con estas palabras los beneficios que a la razón presta la fe: «La fe libra y defiende a la razón de los errores y la instruye en muchos conocimientos» (17). Y por consiguiente el hombre, si lo entendiese, no debía culpar a la fe de enemiga de la razón, antes bien debía dar dignas gracias a Dios, y alegrarse vehementemente de que entre las muchas causas de la ignorancia y en medio de las olas de los errores le haya iluminado aquella fe santísima, que como amiga estrella indica el puerto de la verdad, excluyendo todo temor de errar.
Porque, Venerables hermanos, si dirigís una mirada a la historia de la filosofía, comprenderéis que todas las cosas que poco antes hemos dicho se comprueban con los hechos. Y ciertamente de los antiguos filósofos, que carecieron del beneficio de la fe, aun los que son considerados como más sabios, erraron pésimamente en muchas cosas, falsas e indecorosas, cuantas inciertas y dudosas entre algunas verdaderas, enseñaron sobre la verdadera naturaleza de la divinidad, sobre el origen primitivo de las cosas sobre el gobierno del mundo, sobre el conocimiento divino de las cosas futuras, sobre la causa y principio de los males, sobre el último fin del hombre y la eterna bienaventuranza, sobre las virtudes y los vicios y sobre otras doctrinas cuyo verdadero y cierto conocimiento es la cosa más necesaria al género humano.
Por el contrario, los primeros Padres y Doctores de la Iglesia, que habían entendido muy bien que por decreto de la divina voluntad el restaurador de la ciencia humana era también jesucristo, que es la virtud de Dios y su sabiduría (1Cor 1,24), y «en el cual están escondidos los tesoros de la sabiduría» (Col 2,3), trataron de investigar los libros de los antiguos sabios y de comparar sus sentencias con las doctrinas reveladas, y con prudente elección abrazaron las que en ellas vieron perfectamente dichas y sabiamente pensadas, enmendando o rechazando las demás. Pues así como Dios, infinitamente próvido, suscitó para defensa de la Iglesia mártires fortísimos, pródigos de sus grandes almas, contra la crueldad de los tiranos, así a los falsos filósofos o herejes opuso varones grandísimos en sabiduría, que defendiesen, aun con el apoyo de la razón el depósito de las verdades reveladas. Y así desde los primeros días de la Iglesia la doctrina católica tuvo adversarios muy hostiles que, burlándose de dogmas e instituciones de los cristianos, sostenían la pluralidad de los dioses, que la materia del mundo careció de principio y de causa, y que el curso de las cosas se conservaba mediante una fuerza ciega y una necesidad fatal y no era dirigido por el consejo de la Divina Providencia. Ahora bien; con estos maestros de disparatada doctrina disputaron oportunamente aquellos sabios que llamamos Apologistas, quienes precedidos de la fe usaron también los argumentos de la humana sabiduría con los que establecieron que debe ser adorado un sólo Dios, excelentísimo en todo género de perfecciones, que todas las cosas que han sido sacadas de la nada por su omnipotente virtud, subsisten por su sabiduría y cada una se mueve y dirige a sus propios fines. Ocupa el primer puesto entre estos San Justino mártir, quien después de haber recorrido las más célebres academias de los griegos para adquirir experiencia, y de haber visto, como él mismo confiesa a boca llena, que la verdad solamente puede sacarse de las doctrinas reveladas, abrazándolas con todo el ardor de su espíritu, las purgó de calumnias, ante los Emperadores romanos, y en no pocas sentencias de los filósofos griegos convino con éstos. Lo mismo hicieron excelentemente por este tiempo Quadrato y Aristides, Hermias y Atenágoras. Ni menos gloria consiguió por el mismo motivo Ireneo, mártir invicto y Obispo de la iglesia de Lyón, quien refutando valerosamente las perversas opiniones de los orientales diseminadas merced a los gnósticos por todo el imperio romano, «explicó, según San Jerónimo, los principios de cada una de las herejías y de qué fuentes filosóficas dimanaron»(18). Todos conocen las disputas de Clemente Alejandrino, que el mismo Jerónimo, para honrarlas, recuerda así: «¿Qué hay en ellas de indocto? y más, ¿qué no hay de la filosofía media?» (19). El mismo trató con increíble variedad de muchas cosas utilísimas para fundar la filosofía de la historia, ejercitar oportunamente la dialéctica, establecer la concordia entre la razón y la fe. Siguiendo a éste Orígenes, insigne en el magisterio de la iglesia alejandrina, eruditísimo en las doctrinas de los griegos y de los orientales, dio a luz muchos y eruditos volúmenes para explicar las sagradas letras y para ilustrar los dogmas sagrados, cuyas obras, aunque como hoy existen no carezcan absolutamente de errores, contienen, no obstante, gran cantidad de sentencias, con las que se aumentan las verdades naturales en número y en firmeza. Tertuliano combate contra los herejes con la autoridad de las sagradas letras, y con los filósofos, cambiando el género de armas filosóficamente, y convence a éstos tan sutil y eruditamente que a las claras y con confianza les dice: «Ni en la ciencia ni el arte somos igualados, como pensáis vosotros» (20).
Arnovio, en los libros publicados contra los herejes, y Lactancio, especialmente en sus instituciones divinas, se esfuerzan valerosamente por persuadir a los hombres con igual elocuencia y gallardía de la verdad de los preceptos de la sabiduría cristiana, no destruyendo la filosofía, como acostumbran los académicos (21), sino convenciendo a aquellos, en parte con sus propias armas, y en parte con las tomadas de la lucha de los filósofos entre sí (22).
Las cosas que del alma humana, de los divinos atributos y otras cuestiones de suma importancia dejaron escritas el gran Atanasio y Crisóstomo el Príncipe de los oradores, de tal manera, a juicio de todos, sobresalen, que parece no poderse añadir casi nada a su ingeniosidad y riqueza. Y para no ser pesados en enumerar cada uno de los apologistas, añadimos el catálogo de los excelsos varones de que se ha hecho mención, a Basilio el Grande y a los dos Gregorios, quienes habiendo salido de Atenas, emporio de las humanas letras, equipados abundantemente con todo el armamento de la filosofía, convirtieron aquellas mismas ciencias, que con ardoroso estudio habían adquirido, en refutar a los herejes e instruir a los cristianos. Pero a todos arrebató la gloria Agustín, quien de ingenio poderoso, e imbuido perfectamente en las ciencias sagradas y profanas, lucho acérrimamente contra todos los errores de sus tiempos con fe suma y no menor doctrina. ¿Qué punto de la filosofía no trató y, aun más, cuál no investigó diligentísimamente, ora cuando proponía a los fieles los altísimos misterios de la fe y los efendía contra los furiosos ímpetus de los adversarios, ora cuando, reducidas a la nada las fábulas de los maniqueos o académicos, colocaba sobre tierra firme los fundamentos de la humana ciencia y su estabilidad, o indagaba la razón del origen, y las causas de los males que oprimen al género humano? ¿Cuánto no discutió sutilísimamente acerca de los ángeles, del alma, de la mente humana, de la voluntad y del libre albedrío, de la religión y de la vida bienaventurada, y aun de la misma naturaleza de los cuerpos mudables? Después de este tiempo en el Oriente Juan Damasceno, siguiendo las huellas de Basilio y Gregorio de Nacianzo, y en Occidente Boecio y Anselmo, profesando las doctrinas de Agustín, enriquecieron muchísimo el patrimonio de la filosofía.
Enseguida los Doctores de la Edad Media, llamados escolásticos, acometieron una obra magna, a saber: reunir diligentemente las fecundas y abundantes mieses de doctrina, refundidas en las voluminosas obras de los Santos Padres, y reunidas, colocarlas en un solo lugar para uso y comodidad de los venideros. Cuál sea el origen la índole y excelencia de la ciencia escolástica, es útil aquí, Venerables hermanos, mostrarlo más difusamente con las palabras de sapientísimo varón, nuestro predecesor, Sixto V: «Por don divino de Aquél, único que da el espíritu de la ciencia, de la sabiduría y del entendimiento, y que enriquece con nuevos beneficios a su Iglesia en las cadenas de los siglos, según lo reclama la necesidad, y la provee de nuevos auxilios fue hallada por nuestros santísimos mayores la teología escolástica, la cual cultivaron y adornaron principalísimamente dos gloriosos Doctores, el angélico Santo Tomás y el seráfico San Buenaventura, clarísimos Profesores de esta facultad... con ingenio excelente, asiduo estudio, grandes trabajos y vigilias, y la legaron a la posteridad, dispuesta óptimamente y explicada con brillantez de muchas maneras. Y, en verdad, el conocimiento y ejercicio de esta saludable ciencia, que fluye de las abundantísimas fuentes de las diversas letras, Sumos Pontífices, Santos Padres y Concilios, pudo siempre proporcionar grande auxilio a la Iglesia, ya para entender e interpretar verdadera y sanamente las mismas Escrituras, ya para leer y explicar más segura y útilmente los Padres, ya para descubrir y rebatir los varios errores y herejías; pero en estos últimos días, en que llegaron ya los tiempos peligrosos descritos por el Apóstol, y hombres blasfemos, soberbios, seductores, crecen en maldad, errando e induciendo a otros a error, es en verdad sumamente necesaria para confirmar las dogmas de la fe católica y para refutar las herejías.» (23)
Palabras son éstas que, aunque parezcan abrazar solamente la teología escolástica, está claro que deben entenderse también de la filosofía y sus alabanzas. Pues las preclaras dotes que hacen tan temible a los enemigos de la verdad la teología escolástica, como dice el mismo Pontífice «aquella oportuna y enlazada coherencia de causas y de cosas entre sí, aquel orden y aquella disposición como la formación de los soldados en batalla, aquellas claras definiciones y distinciones, aquella firmeza de los argumentos y de las agudísimas disputas en que se distinguen la luz de las tinieblas, lo verdadero de lo falso, las mentiras de los herejes envueltas en muchas apariencias y falacias, que como si se les quitase el vestido aparecen manifiestas y desnudas» (24); estas excelsas y admirables dotes, decimos, se derivan únicamente del recto uso de aquella filosofía que los maestros escolásticos, de propósito y con sabio consejo, acostumbraron a usar frecuentemente aun en las disputas filosóficas. Además, siendo propio y singular de los teólogos escolásticos el haber unido la ciencia humana y divina entre sí con estrechísimo lazo, la teología, en la que sobresalieron, no habría obtenido tantos honores y alabanzas de parte de los hombres si hubiesen empleado una filosofía manca e imperfecta o ligera.
Ahora bien: entre los Doctores escolásticos brilla grandemente Santo Tomás de Aquino, Príncipe y Maestro de todos, el cual, como advierte Cayetano, «por haber venerado en gran manera los antiguos Doctores sagrados, obtuvo de algún modo la inteligencia de todos» (25). Sus doctrinas, como miembros dispersos de un cuerpo, reunió y congregó en uno Tomás, dispuso con orden admirable, y de tal modo las aumentó con nuevos principios, que con razón y justicia es tenido por singular apoyo de la Iglesia católica; de dócil y penetrante ingenio, de memoria fácil y tenaz, de vida integérrima, amador únicamente de la verdad, riquísimo en la ciencia divina y humana, comparado al sol, animó al mundo con el calor de sus virtudes, y le iluminó con esplendor. No hay parte de la filosofía que no haya tratado aguda y a la vez sólidamente: trató de las leyes del raciocinio, de Dios y de las substancias incorpóreas, del hombre y de otras cosas sensibles, de los actos humanos y de sus principios, de tal modo, que no se echan de menos en él, ni la abundancia de cuestiones, ni la oportuna disposición de las partes, ni la firmeza de los principios o la robustez de los argumentos, ni la claridad y propiedad del lenguaje, ni cierta facilidad de explicar las cosas abstrusas.
Añádese a esto que el Doctor Angélico indagó las conclusiones filosóficas en las razones y principios de las cosas, los que se extienden muy latamente, y encierran como en su seno las semillas de casi infinitas verdades, que habían de abrirse con fruto abundantísimo por los maestros posteriores. Habiendo empleado este método de filosofía, consiguió haber vencido él solo los errores de los tiempos pasados, y haber suministrado armas invencibles, para refutar los errores que perpetuamente se han de renovar en los siglos futuros. Además, distinguiendo muy bien la razón de la fe, como es justo, y asociándolas, sin embargo amigablemente, conservó los derechos de una y otra, proveyó a su dignidad de tal suerte, que la razón elevada a la mayor altura en alas de Tomás, ya casi no puede levantarse a regiones más sublimes, ni la fe puede casi esperar de la razón más y más poderosos auxilios que los que hasta aquí ha conseguido por Tomás.
Por estas razones, hombres doctísimos en las edades pasadas, y dignísimos de alabanza por su saber teológico y filosófico, buscando con indecible afán los volúmenes inmortales de Tomás, se consagraron a su angélica sabiduría, no tanto para perfeccionarle en ella, cuanto para ser totalmente por ella sustentados. Es un hecho constante que casi todos los fundadores y legisladores de las órdenes religiosas mandaron a sus compañeros estudiar las doctrinas de Santo Tomás, y adherirse a ellas religiosamente, disponiendo que a nadie fuese lícito impunemente separarse, ni aun en lo más mínimo, de las huellas de tan gran Maestro. Y dejando a un lado la familia dominicana, que con derecho indisputable se gloria de este su sumo Doctor, están obligados a esta ley los Benedictinos, los Carmelitas, los Agustinos, los Jesuitas y otras muchas órdenes sagradas, como los estatutos de cada una nos lo manifiestan.
Y en este lugar, con indecible placer recuerda el alma aquellas celebérrimas Academias y escuelas que en otro tiempo florecieron en Europa, a saber: la parisiense, la salmanticense, la complutense, la duacense, la tolosana, la lovaniense, la patavina, la boloniana, la napolitana, la coimbricense y otras muchas. Nadie ignora que la fama de éstas creció en cierto modo con el tiempo, y que las sentencias que se les pedían cuando se agitaban gravísimas cuestiones, tenían mucha autoridad entre los sabios. Pues bien, es cosa fuera de duda que en aquellos grandes emporios del saber humano, como en su reino, dominó como príncipe Tomás, y que los ánimos de todos, tanto maestros como discípulos, descansaron con admirable concordia en el magisterio y autoridad del Doctor Angélico.
Pero lo que es más, los Romanos Pontífices nuestros predecesores, honraron la sabiduría de Tomás de Aquino con singulares elogios y testimonios amplísimos. Pues Clemente VI (26), Nicolás V (27), Benedicto XIII (28) y otros, atestiguan que la Iglesia universal es ilustrada con su admirable doctrina; San Pío V (29), confiesa que con la misma doctrina las herejías, confundidas y vencidas, se disipan, y el universo mundo es libertado cotidianamente; otros, con Clemente XII (30), afirman que de sus doctrinas dimanaron a la Iglesia católica abundantísimos bienes, y que él mismo debe ser venerado con aquel honor que se da a los Sumos Doctores de la Iglesia Gregorio, Ambrosio, Agustín y Jerónimo; otros, finalmente, no dudaron en proponer en las Academias y grandes liceos a Santo Tomás como ejemplar y maestro, a quien debía seguirse con pie firme. Respecto a lo que parecen muy dignas de recordarse las palabras del B. Urbano V: «Queremos, y por las presentes os mandamos, que adoptéis la doctrina del bienaventurado Tomás, como verídica y católica, y procuréis ampliarla con todas vuestras fuerzas» (31). Renovaron el ejemplo de Urbano en la Universidad de estudios de Lovaina Inocencio XII (32), y Benedicto XIV (33), en el Colegio Dionisiano de los Granatenses. Añádase a estos juicios de los Sumos Pontífices, sobre Tomás de Aquino, el testimonio de Inocencio VI, como complemento: «La doctrina de éste tiene sobre las demás, exceptuada la canónica, propiedad en las palabras, orden en las materias, verdad en las sentencias, de tal suerte, que nunca a aquellos que la siguieren se les verá apartarse del camino e la verdad, y siempre será sospechoso de error el que la impugnare» (34).
También los Concilios Ecuménicos, en los que brilla la flor de la sabiduría escogida en todo el orbe, procuraron perpetuamente tributar honor singular a Tomás de Aquino. En los Concilios de Lyón, de Viene, de Florencia y Vaticano, puede decirse que intervino Tomás en las deliberaciones y decretos de los Padres, y casi fue el presidente, peleando con fuerza ineluctable y faustísimo éxito contra los errores de los griegos, de los herejes y de los racionalistas. Pero la mayor gloria propia de Tomás, alabanza no participada nunca por ninguno de los Doctores católicos, consiste en que los Padres tridentinos, para establecer el orden en el mismo Concilio, quisieron que juntamente con los libros de la Escritura y los decretos de los Sumos Pontífices se viese sobre el altar la Suma de Tomás de Aquino, a la cual se pidiesen consejos, razones y oráculos.
Últimamente, también estaba reservada al varón incomparable obtener la palma de conseguir obsequios, alabanzas, admiración de los mismos adversarios del nombre católico. Pues está averiguado que no faltaron jefes de las facciones heréticas que confesasen públicamente que, una vez quitada de en medio la doctrina de Tomás de Aquino, «podían fácilmente entrar en combate con todos los Doctores católicos, y vencerlos y derrotar la Iglesia» (35). Vana esperanza, ciertamente, pero testimonio no vano.
Por esto, venerables hermanos, siempre que consideramos la bondad, la fuerza y las excelentes utilidades de su ciencia filosófica, que tanto amaron nuestros mayores, juzgamos, que se obró temerariamente no conservando siempre y en todas partes el honor que le es debido; constando especialmente que el uso continuo, el juicio de grandes hombres, y lo que es más el sufragio de la Iglesia, favorecían a la filosofía escolástica. Y en lugar de la antigua doctrina presentóse en varias partes cierta nueva especie de filosofía, de la cual no se recogieron los frutos deseados y saludables que la Iglesia y la misma sociedad civil habían anhelado. Procurándolo los novadores del siglo XVI, agradó el filosofar sin respeto alguno a la fe, y fue pedida alternativamente la potestad de escogitar según el gusto y el genio de cualesquiera cosas. Por cuyo motivo fue ya fácil que se multiplicasen más de lo justo los géneros de filosofía y naciesen sentencias diversas y contrarias entre sí aun, acerca de las cosas principales en los conocimientos humanos. De la multitud de las sentencias se pasó frecuentísimamente a las vacilaciones y a las dudas, y desde la lucha, cuán fácilmente caen en error los entendimientos de los hombres, no hay ninguno que lo ignore. Dejándose arrastrar los hombres por el ejemplo, el amor a la novedad pareció también invadir en algunas partes los ánimos de los filósofos católicos, los cuales, desechando el patrimonio de la antigua sabiduría, quisieron, mas con prudencia ciertamente poco sabia y no sin detrimento de las ciencias, hacer cosas nuevas, que aumentar y perfeccionar con las nuevas las antiguas. Pues esta múltiple regla de doctrina, fundándose en la autoridad y arbitrio de cada uno de los maestros, tiene fundamento variable, y por esta razón no hace a la filosofía firme, estable ni robusta como la antigua, sino fluctuante y movediza, a la cual, si acaso sucede que se la halla alguna vez insuficiente para sufrir el ímpetu de los enemigos, sépase que la causa y culpa de esto reside en ella misma. Y al decir esto no condenamos en verdad a aquellos hombres doctos e ingeniosos que ponen su industria y erudición y las riquezas de los nuevos descubrimientos al servicio de la filosofía; pues sabemos muy bien que con esto recibe incremento la ciencia. Pero se ha de evitar diligentísimamente no hacer consistir en aquella industria y erudición todo o el principal ejercicio de la filosofía. Del mismo modo se ha de juzgar de la Sagrada Teología, la cual nos agrada que sea ayudada e ilustrada con los múltiples auxilios de la erudición; pero es de todo punto necesario que sea tratada según la grave costumbre de los escolásticos, para que unidas en ella las fuerzas de la revelación y de la razón continúe siendo «defensa invencible de la fe» (36).
Con excelente consejo no pocos cultivadores de las ciencias filosóficas intentaron en estos últimos tiempos restaurar últimamente la filosofía, renovar la preclara doctrina de Tomás de Aquino y devolverla su antiguo esplendor.
Hemos sabido, venerables hermanos, que muchos de vuestro orden, con igual deseo han entrado gallardamente por esta vía con grande regocijo de nuestro ánimo. A los cuales alabamos ardientemente y exhortamos a permanecer en el plan comenzado; y a todos los demás de entre vosotros en particular os hacemos saber, que nada nos es más grato ni más apetecible que el que todos suministréis copiosa y abundantemente a la estudiosa juventud los ríos purísimos de sabiduría que manan en continua y riquísima vena del Angélico Doctor.
Los motivos que nos mueven a querer esto con grande ardor son muchos. Primeramente, siendo costumbre en nuestros días tempetuosos combatir la fe con las maquinaciones y las astucias de una falsa sabiduría, todos los jóvenes, y en especial los que se educan para esperanza de la Iglesia, deben ser alimentados por esto mismo con el poderoso y robusto pacto de doctrina, para que, potentes con sus fuerzas y equipados con suficiente armamento se acostumbren un tiempo a defender fuerte y sabiamente la causa de la religión, dispuesto siempre, según los consejos evangélicos, «a satisfacer a todo el que pregunte la razón de aquella esperanza que tenemos» (1Pet 3,15), y «exhortar con la sana doctrina y argüir a los que contradicen» (Tit 1,9). Además, muchos de los hombres que, apartando su espíritu de la fe, aborrecen las enseñanzas católicas, profesan que para ella es sólo la razón maestra y guía. Y para sanar a éstos y volverlos a la fe católica, además del auxilio sobrenatural de Dios, juzgamos que nada es más oportuno que la sólida doctrina de los Padres y de los escolásticos, los cuales demuestran con tanta evidencia y energía los firmísimos fundamentos de la fe, su divino origen, su infalible verdad, los argumentos con que se prueban, los beneficios que ha prestado al género humano y su perfecta armonía con la razón, cuanto basta y aun sobra para doblegar los entendimientos, aun los más opuestos y contrarios.
La misma sociedad civil y la doméstica, que se halla en el grave peligro que todos sabemos, a causa de la peste dominante de las perversas opiniones, viviría ciertamente más tranquila y más segura, si en las Academias y en las escuelas se enseñase doctrina más sana y más conforme con el magisterio de la enseñanza de la Iglesia, tal como la contienen los volúmenes de Tomás de Aquino. Todo lo relativo a la genuina noción de la libertad, que hoy degenera en licencia, al origen divino de toda autoridad, a las leyes y a su fuerza, al paternal y equitativo imperio de los Príncipes supremos, a la obediencia a las potestades superiores, a la mutua caridad entre todos; todo lo que de estas cosas y otras del mismo tenor es enseñado por Tomás, tiene una robustez grandísima e invencible para echar por tierra los principios del nuevo derecho, que, como todos saben, son peligrosos para el tranquilo orden de las cosas y para el público bienestar. Finalmente, todas las ciencias humanas deben esperar aumento y prometerse grande auxilio de esta restauración de las ciencias filosóficas por Nos propuesta. Porque todas las buenas artes acostumbraron tomar de la filosofía, como de la ciencia reguladora, la sana enseñanza y el recto modo, y de aquélla, como de común fuente de vida, sacar energía.
Una constante experiencia nos demuestra que, cuando florecieron mayormente las artes liberales, permaneció incólume el honor y el sabio juicio de la filosofía, y que fueron descuidadas y casi olvidadas, cuando la filosofía se inclinó a los errores o se enredó en inepcias. Por lo cual, aún las ciencias físicas que son hoy tan apreciadas y excitan singular admiración con tantos inventos, no recibirán perjuicio alguno con la restauración de la antigua filosofía, sino que, al contrario, recibirán grande auxilio. Pues para su fructuoso ejercicio e incremento, no solamente se han de considerar los hechos y se ha de contemplar la naturaleza, sino que de los hechos se ha de subir más alto y se ha de trabajar ingeniosamente para conocer la esencia de las cosas corpóreas, para investigar las leyes a que obedecen, y los principios de donde proceden su orden y unidad en la variedad, y la mutua afinidad en la diversidad. A cuyas investigaciones es maravillosa cuanta fuerza, luz y auxilio da la filosofía católica, si se enseña con un sabio método.
Acerca de lo que debe advertirse también que es grave injuria atribuir a la filosofía el ser contraria al incremento y desarrollo de las ciencias naturales. Pues cuando los escolásticos, siguiendo el sentir de los Santos Padres, enseñaron con frecuencia en la antropología, que la humana inteligencia solamente por las cosas sensibles se elevaba a conocer las cosas que carecían de cuerpo y de materia, naturalmente que nada era más útil al filósofo que investigar diligentemente los arcanos de la naturaleza y ocuparse en el estudio de las cosas físicas mucho y por mucho tiempo. Lo cual confirmaron con su conducta, pues Santo Tomás, el bienaventurado Alberto el Grande, y otros príncipes de los escolásticos no se consagraron a la contemplación de la filosofía, de tal suerte, que no pusiesen grande empeño en conocer las cosas naturales, y muchos dichos y sentencias suyos en este género de cosas los aprueban los maestros modernos, y confiesan estar conformes con la verdad. Además, en nuestros mismos días muchos y muy insignes Doctores de las ciencias físicas atestiguan clara y manifiestamente que entre las ciertas y aprobadas conclusiones de la física más reciente y los principios filosóficos de la Escuela, no existe verdadera pugna.
Nos, pues, mientras manifestamos que recibiremos con buena voluntad y agradecimiento todo lo que se haya dicho sabiamente, todo lo útil que se haya inventado y escogitado por cualquiera, a vosotros todos, venerables hermanos, con grave empeño exhortamos a que, para defensa y gloria de la fe católica, bien de la sociedad e incremento de todas las ciencias, renovéis y propaguéis latísimamente la áurea sabiduría de Santo Tomás. Decimos la sabiduría de Santo Tomás, pues si hay alguna cosa tratada por los escolásticos con demasiada sutileza o enseñada inconsideradamente; si hay algo menos concorde con las doctrinas manifiestas de las últimas edades, o finalmente, no laudable de cualquier modo, de ninguna manera está en nuestro ánimo proponerlo para ser imitado en nuestra edad. Por lo demás procuren los maestros elegidos inteligentemente por vosotros, insinuar en los ánimos de sus discípulos la doctrina de Tomás de Aquino, y pongan en evidencia su solidez y excelencia sobre todas las demás. Las Academias fundadas por vosotros, o las que habéis de fundar, ilustren y defiendan la misma doctrina y la usen para la refutación de los errores que circulan, Mas para que no se beba la supuesta doctrina por la verdadera, ni la corrompida por la sincera, cuidad de que la sabiduría de Tomás se tome de las mismas fuentes o al menos de aquellos ríos que, según cierta y conocida opinión de hombres sabios, han salido de la misma fuente y todavía corren íntegros y puros; pero de los que se dicen haber procedido de éstos y en realidad crecieron con aguas ajenas y no saludables, procurad apartar los ánimos de los jóvenes.
Muy bien conocemos que nuestros propósitos serán de ningún valor si no favorece las comunes empresas, Venerables hermanos, Aquel que en las divinas letras es llamado «Dios de las ciencias» (I Reg 2, 3) en las que también aprendemos «que toda dádiva buena y todo don perfecto viene de arriba, descendiendo del Padre de las luces» (Iac. 1, 17). Y además; «si alguno necesita de sabiduría, pida a Dios que da a todos abundantemente y no se apresure y se le dará» (Iac 1, 5).
También en esto sigamos el ejemplo del Doctor Angélico, que nunca se puso a leer y escribir sin haberse hecho propicio a Dios con sus ruegos, y el cual confesó cándidamente que todo lo que sabía no lo había adquirido tanto con su estudio y trabajo, sino que lo había recibido divinamente; y por lo mismo roguemos todos juntamente a Dios con humilde y concorde súplica que derrame sobre todos los hijos de la Iglesia el espíritu de ciencia y de entendimiento y les abra el sentido para entender la sabiduría. Y para percibir más abundantes frutos de la divina bondad, interponed también delante de Dios el patrocinio eficacísimo de la Virgen María, que es llamada asiento de la sabiduría, y a la vez tomad por intercesores al bienaventurado José, purísimo esposo de la Virgen María, y a los grandes Apóstoles Pedro y Pablo, que renovaron con la verdad el universo mundo corrompido por el inmundo cieno de los errores y le llenaron con la luz de la celestial sabiduría.
Por último, sostenidos con la esperanza del divino auxilio y confiados en vuestra diligencia pastoral, os damos amantísimamente en el Señor a todos vosotros, Venerables hermanos, a todo el Clero y pueblo, a cada uno de vosotros encomendado, la apostólica bendición, augurio de celestiales dones y testimonio de nuestra singular benevolencia.
Dado en Roma, en San Pedro a 4 de Agosto de 1879. En el año segundo de nuestro Pontificado.
León Papa XIII.
Notas
(1) De Trin. lib. XIV, c. 1.
(2) Clem. Alex. Strom. lib. 1, c. 16; l. VII, c. 3.
(3) Orig. ad Greg. Thaum.
(4) Clem. Alex., Strom. I, c. 5.
(5) Orat. paneg. ad Orenig.
(6) Vit. Moys.
(7) Carm. 1, Iamb. 3.
(8) Epist. ad Magn.
(9) De doctr. christ. I. 11, c. 40.
(10) Const. dogm. de Fid. Cath., cap. 3.
(11) Const. dogm. de Fid. Cath. cap. 4.
(12) ibid.
(13) Strom. lib. 1, c. 20.
(14) Epist. ad Magn.
(15) Bulla Apostolicis Regiminis.
(16) Epist. 143 (al 7) ad Marcellin, n. 7.
(17) Const. dogm. de Fid. Cath., cap. 4.
(18) Epis. ad Magn.
(19) Epist. ad Magn.
(20) Apologet. §46.
(21) Inst. VII, cap. 7.
(22} De opif. Dei, cap. 21.
(23) Bulla Triumphantis, an. 1588.
(24) Bulla Triumphantis, an. 1588.
(25) In 2ª, 2ª, q. 148, a. 4, in fin.
(26) Bulla In Ordine.
(27) Breve ad FF. ad. Praedit. 1451.
(28) Bulla Pretiosus.
(29) Bulla Mirabilis.
(30) Bulla Verbo Dei.
(31) Const. 5ª dat die 3 Aug. 1368 ad Cancell. Univ. Tolos.
(32) Litt. in form. Brer., die 6 Febr. 1694.
(33) Litt. in form. Brer., die 21 Aug. 1752.
(34) Serm. de S. Tom.
(35) Beza Bucerus.
(36) Sixtus V, Bull. cit.
Salud y bendición apostólica.
El Hijo Unigénito del Eterno Padre, que apareció sobre la tierra para traer al humano linaje la salvación y la luz de la divina sabiduría hizo ciertamente un grande y admirable beneficio al mundo cuando, habiendo de subir nuevamente a los cielos, mandó a los apóstoles que «fuesen a enseñar a todas las gentes» (Mt 28,19), y dejó a la Iglesia por él fundada por común y suprema maestra de los pueblos. Pues los hombres, a quien la verdad había libertado debían ser conservados por la verdad; ni hubieran durado por largo tiempo los frutos de las celestiales doctrinas, por los que adquirió el hombre la salud, si Cristo Nuestro Señor no hubiese constituido un magisterio perenne para instruir los entendimientos en la fe. Pero la Iglesia, ora animada con las promesas de su divino autor, ora imitando su caridad, de tal suerte cumplió sus preceptos, que tuvo siempre por mira y fue su principal deseo enseñar la religión y luchar perpetuamente con los errores. A esto tienden los diligentes trabajos de cada uno de los Obispos, a esto las leyes y decretos promulgados de los Concilios y en especial la cotidiana solicitud de los Romanos Pontífices, a quienes como a sucesores en el primado del bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, pertenecen el derecho y la obligación de enseñar y confirmar a sus hermanos en la fe. Pero como, según el aviso del Apóstol, «por la filosofía y la vana falacia» (Col 2,18) suelen ser engañadas las mentes de los fieles cristianos y es corrompida la sinceridad de la fe en los hombres, los supremos pastores de la Iglesia siempre juzgaron ser también propio de su misión promover con todas sus fuerzas las ciencias que merecen tal nombre, y a la vez proveer con singular vigilancia para que las ciencias humanas se enseñasen en todas partes según la regla de la fe católica, y en especial la filosofía, de la cual sin duda depende en gran parte la recta enseñanza de las demás ciencias. Ya Nos, venerables hermanos, os advertimos brevemente, entre otras cosas, esto mismo, cuando por primera vez nos hemos dirigido a vosotros por cartas Encíclicas; pero ahora, por la gravedad del asunto y la condición de los tiempos, nos vemos compelidos por segunda vez a tratar con vosotros de establecer para los estudios filosóficos un método que no solo corresponda perfectamente al bien de la fe, sino que esté conforme con la misma dignidad de las ciencias humanas.
Si alguno fija la consideración en la acerbidad de nuestros tiempos, y abraza con el pensamiento la condición de las cosas que pública y privadamente se ejecutan, descubrirá sin duda la causa fecunda de los males, tanto de aquellos que hoy nos oprimen, como de los que tememos, consiste en que los perversos principios sobre las cosas divinas y humanas, emanados hace tiempo de las escuelas de los filósofos, se han introducido en todos los órdenes de la sociedad recibidos por el común sufragio de muchos. Pues siendo natural al hombre que en el obrar tenga a la razón por guía, si en algo falta la inteligencia, fácilmente cae también en lo mismo la voluntad; y así acontece que la perversidad de las opiniones, cuyo asiento está en la inteligencia, influye en las acciones humanas y las pervierte. Por el contrario, si está sano el entendimiento del hombre y se apoya firmemente en sólidos y verdaderos principios, producirá muchos beneficios de pública y privada utilidad. Ciertamente no atribuimos tal fuerza y autoridad a la filosofía humana, que la creamos suficiente para rechazar y arrancar todos los errores; pues así como cuando al principio fue instituida la religión cristiana, el mundo tuvo la dicha de ser restituido a su dignidad primitiva, mediante la luz admirable de la fe, «no con las persuasivas palabras de la humana sabiduría, sino en la manifestación del espíritu y de la virtud» (1Cor 2,4) así también al presente debe esperarse principalísimamente del omnipotente poder de Dios y de su auxilio, que las inteligencias de los hombres, disipadas las tinieblas del error, vuelvan a la verdad. Pero no se han de despreciar ni posponer los auxilios naturales, que por beneficio de la divina sabiduría, que dispone fuerte y suavemente todas las cosas, están a disposición del género humano, entre cuyos auxilios consta ser el principal el recto uso de la filosofía. No en vano imprimió Dios en la mente humana la luz de la razón, y dista tanto de apagar o disminuir la añadida luz de la fe la virtud de la inteligencia, que antes bien la perfecciona, y aumentadas sus fuerzas, la hace hábil para mayores empresas. Pide, pues, el orden de la misma Providencia, que se pida apoyo aun a la ciencia humana, al llamar a los pueblos a la fe y a la salud: industria plausible y sabia que los monumentos de la antigüedad atestiguan haber sido practicada por los preclarísimos Padres de la Iglesia. Estos acostumbraron a ocupar la razón en muchos e importantes oficios, todos los que compendió brevísimamente el grande Agustín, «atribuyendo a esta ciencia... aquello con que la fe salubérrima... se engendra, se nutre, se defiende, se consolida» (1).
En primer lugar, la filosofía, si se emplea debidamente por los sabios, puede de cierto allanar y facilitar de algún modo el camino a la verdadera fe y preparar convenientemente los ánimos de sus alumnos a recibir la revelación; por lo cual, no sin injusticia, fue llamada por los antiguos, «ora previa institución a la fe cristiana» (2), «ora preludio y auxilio del cristianismo» (3), «ora pedagogo del Evangelio» (4).
Y en verdad, nuestro benignísimo Dios, en lo que toca a las cosas divinas no nos manifestó solamente aquellas verdades para cuyo conocimiento es insuficiente la humana inteligencia, sino que manifestó también algunas, no del todo inaccesibles a la razón, para que sobreviniendo la autoridad de Dios al punto y sin ninguna mezcla de error, se hiciesen a todos manifiestas. De aquí que los mismos sabios, iluminados tan solo por la razón natural hayan conocido, demostrado y defendido con argumentos convenientes algunas verdades que, o se proponen como objeto de fe divina, o están unidas por ciertos estrechísimos lazos con la doctrina de la fe. «Porque las cosas de él invisibles se ven después de la creación del mundo, consideradas por las obras criadas aun su sempiterna virtud y divinidad» (Rom 1, 20), y «las gentes que no tienen la ley... sin embargo, muestran la obra de la ley escrita en sus corazones» (Rom 11. 14, 15). Es, pues, sumamente oportuno que estas verdades, aun reconocidas por los mismos sabios paganos, se conviertan en provecho y utilidad de la doctrina revelada, para que, en efecto, se manifieste que también la humana sabiduría y el mismo testimonio de los adversarios favorecen a la fe cristiana; cuyo modelo de obrar consta que no ha sido recientemente introducido, sino que es antiguo, y fue usado muchas veces por los Santos Padres de la Iglesia. Aun más: estos venerables testigos y custodios de las tradiciones religiosas reconocen cierta norma de esto, y casi una figura en el hecho de los hebreos que, al tiempo de salir de Egipto, recibieron el mandato de llevar consigo los vasos de oro y plata de los egipcios, para que, cambiado repentinamente su uso, sirviese a la religión del Dios verdadero aquella vajilla, que antes había servido para ritos ignominiosos y para la superstición. Gregorio Neocesarense (5) alaba a Orígenes, porque convirtió con admirable destreza muchos conocimientos tomados ingeniosamente de las máximas de los infieles, como dardos casi arrebatados a los enemigos, en defensa de la filosofía cristiana y en perjuicio de la superstición. Y el mismo modo de disputar alaban y aprueban en Basilio el Grande, ya Gregorio Nacianceno (6), ya Gregorio Niseno (7), y Jerónimo le recomienda grandemente en Cuadrato, discípulo de los Apóstoles, en Arístides, en Justino, en Ireneo y otros muchos (8). Y Agustín dice: «¿No vemos con cuánto oro y plata, y con qué vestidos salió cargado de Egipto Cipriano, doctor suavísimo y mártir beatísimo? ¿Con cuánto Lactancio? ¿Con cuánto Victorino, Optato, Hilario? Y para no hablar de los vivos, ¿con cuánto innumerables griegos?» (9). Verdaderamente, si la razón natural dio tan ópima semilla de doctrina antes de ser fecundada con la virtud de Cristo, mucho más abundante la producirá ciertamente después que la gracia del Salvador restauró y enriqueció las fuerzas naturales de la humana mente. ¿Y quién no ve que con este modo de filosofar se abre un camino llano y practicable a la fe?
No se circunscribe, no obstante, dentro de estos límites la utilidad que dimana de aquella manera de filosofar. Y realmente, las páginas de la divina sabiduría reprenden gravemente la necedad de aquellos hombres «que de los bienes que se ven no supieron conocer al que es, ni considerando las obras reconocieron quien fuese su artífice» (Sap 13,1). Así en primer lugar el grande y excelentísimo fruto que se recoge de la razón humana es el demostrar que hay un Dios: «pues por la grandeza de la hermosura de la criatura se podrá a las claras venir en conocimiento del Criador de ellas» (Sap 13,5). Después demuestra (la razón) que Dios sobresale singularmente por la reunión de todas las perfecciones, primero por la infinita sabiduría, a la cual jamás puede ocultarse cosa alguna, y por la suma justicia a la cual nunca puede vencer afecto alguno perverso; por lo mismo que Dios no solo es veraz, sino también la misma verdad, incapaz de engañar y de engañarse. De lo cual se sigue clarísimamente que la razón humana granjea a la palabra de Dios plenísima fe y autoridad. Igualmente la razón declara que la doctrina evangélica brilló aun desde su origen por ciertos prodigios, como argumentos ciertos de la verdad, y que por lo tanto todos los que creen en el Evangelio no creen temerariamente, como si siguiesen doctas fábulas (cf. 2Petr 1, 16), sino que con un obsequio del todo racional, sujetan su inteligencia y su juicio a la divina autoridad. Entiéndase que no es de menor precio el que la razón ponga de manifiesto que la iglesia instituida por Cristo, como estableció el Concilio Vaticano «por su admirable propagación, eximia santidad e inagotable fecundidad en todas las religiones, por la unidad católica, e invencible estabilidad, es un grande y perenne motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina misión» (10).
Puestos así estos solidísimos fundamentos, todavía se requiere un uso perpetuo y múltiple de la filosofía para que la sagrada teología tome y vista la naturaleza, hábito e índole de verdadera ciencia. En ésta, la más noble de todas las ciencias, es grandemente necesario que las muchas y diversas partes de las celestiales doctrinas se reúnan como en un cuerpo, para que cada una de ellas, convenientemente dispuesta en su lugar, y deducida de sus propios principios, esté relacionada con las demás por una conexión oportuna; por último, que todas y cada una de ellas se confirmen en sus propios e invencibles argumentos. Ni se ha de pasar en silencio o estimar en poco aquel más diligente y abundante conocimiento de las cosas, que de los mismos misterios de la fe, que Agustín y otros Santos Padres alabaron y procuraron conseguir, y que el mismo Concilio Vaticano (11) juzgó fructuosísima, y ciertamente conseguirán más perfecta y fácilmente este conocimiento y esta inteligencia aquellos que, con la integridad de la vida y el amor a la fe, reúnan un ingenio adornado con las ciencias filosóficas, especialmente enseñando el Sínodo Vaticano, que esta misma inteligencia de los sagrados dogmas conviene tomarla «ya de la analogía de las cosas que naturalmente se conocen, ya del enlace de los mismos misterios entre sí y con el fin último del hombre» (12).
Por último, también pertenece a las ciencias filosóficas, defender religiosamente las verdades enseñadas por revelación y resistir a los que se atrevan a impugnarlas. Bajo este respecto es grande alabanza de la filosofía el ser considerada baluarte de la fe y como firme defensa de la religión. Como atestigua Clemente Alejandrino, «es por sí misma perfecta la doctrina del Salvador y de ninguno necesita, siendo virtud y sabiduría de Dios. La filosofía griega, que se le une, no hace más poderosa la verdad; pero haciendo débiles los argumentos de los sofistas contra aquella, y rechazando las engañosas asechanzas contra la misma, fue llamada oportunamente cerca y valla de la viña» (13). Ciertamente, así como los enemigos del nombre cristiano para pelear contra la religión toman muchas veces de la razón filosófica sus instrumentos bélicos; así los defensores de las ciencias divinas toman del arsenal de la filosofía muchas cosas con que poder defender los dogmas revelados. Ni se ha de juzgar que obtenga pequeño triunfo la fe cristiana, porque las armas de los adversarios, preparadas por arte de la humana razón para hacer daño, sean rechazadas poderosa y prontamente por la misma humana razón.
Esta especie de religioso combate fue usado por el mismo Apóstol de las gentes, como lo recuerda San Jerónimo escribiendo a Magno: «Pablo, capitán del ejército cristiano, es orador invicto, defendiendo la causa de Cristo, hace servir con arte una inscripción fortuita para argumento de la fe; había aprendido del verdadero David a arrancar la espada de manos de los enemigos, y a cortar la cabeza del soberbio Goliat con su espada» (14). Y la misma Iglesia no solamente aconseja, sino que también manda que los doctores católicos pidan este auxilio a la filosofía. Pues el Concilio Lateranense V, después de establecer que «toda aserción contraria a la verdad de la fe revelada es completamente falsa, porque la verdad jamás se opuso a la verdad» (15), manda a los Doctores de filosofía, que se ocupen diligentemente en resolver los engañosos argumentos, pues como testifica Agustino, «si se da una razón contra la autoridad de las Divinas Escrituras, por más aguda que sea, engañará con la semejanza de verdad, pero no puede ser verdadera» (16).
Mas para que la filosofía sea capaz de producir los preciosos frutos que hemos recibido, es de todo punto necesario que jamás se aparte de aquellos trámites que siguió la veneranda antigüedad de los Padres y aprobó el Sínodo Vaticano con el solemne sufragio de la autoridad. En verdad está claramente averiguado que se han de aceptar muchas verdades del orden sobrenatural que superan con mucho las fuerzas de todas las inteligencias, la razón humana, conocedora de la propia debilidad, no se atreve a aceptar cosas superiores a ella, ni negar las mismas verdades, ni medirlas con su propia capacidad, ni interpretarlas a su antojo; antes bien debe recibirlas con plena y humilde fe y tener a sumo honor el serla permitido por beneficio de Dios servir como esclava y servidora a las doctrinas celestiales y de algún modo llegarlas a conocer. En todas estas doctrinas principales, que la humana inteligencia no puede recibir naturalmente, es muy justo que la filosofía use de su método, de sus principios y argumentos; pero no de tal modo que parezca querer sustraerse a la divina autoridad. Antes constando que las cosas conocidas por revelación gozan de una verdad indisputable, y que las que se oponen a la fe pugnan también con la recta razón, debe tener presente el filósofo católico que violará a la vez los derechos de la fe y la razón, abrazando algún principio que conoce que repugna a la doctrina revelada.
Sabemos muy bien que no faltan quienes, ensalzando más de lo justo las facultades de la naturaleza humana, defiendan que la inteligencia del hombre, una vez sometida a la autoridad divina, cae de su natural dignidad, está ligada y como impedida para que no pueda llegar a la cumbre de la verdad y de la excelencia. Pero estas doctrinas están llenas de error y de falacia, y finalmente tienden a que los hombres con suma necedad, y no sin el crimen de ingratitud, repudien las más sublimes verdades y espontáneamente rechacen el beneficio de la fe, de la cual aun para la sociedad civil brotaron las fuentes de todos los bienes. Pues hallándose encerrada la humana mente en ciertos y muy estrechos límites, está sujeta a muchos errores y a ignorar muchas cosas. Por el contrario, la fe cristiana, apoyándose en la autoridad de Dios, es maestra infalible de la verdad, siguiendo la cual ninguno cae en los lazos del error, ni es agitado por las olas de inciertas opiniones. Por lo cual, los que unen el estudio de la filosofía con la obediencia a la fe cristiana, razonan perfectamente, supuesto que el esplendor de las divinas verdades, recibido por el alma, auxilia la inteligencia, a la cual no quita nada de su dignidad, sino que la añade muchísima nobleza, penetración y energía. Y cuando dirigen la perspicacia del ingenio a rechazar las sentencias que repugnan a la fe y a aprobar las que concuerdan con ésta, ejercitan digna y utilísimamente la razón: pues en lo primero descubren las causas del error y conocen el vicio de los argumentos, y en lo último están en posesión de las razones con que se demuestra sólidamente y se persuade a todo hombre prudente de la verdad de dichas sentencias. El que niegue que con esta industria y ejercicio se aumentan las riquezas de la mente y se desarrollan sus facultades, es necesario que absurdamente pretenda que no conduce al perfeccionamiento del ingenio la distinción de lo verdadero y de lo falso. Con razón el Concilio Vaticano recuerda con estas palabras los beneficios que a la razón presta la fe: «La fe libra y defiende a la razón de los errores y la instruye en muchos conocimientos» (17). Y por consiguiente el hombre, si lo entendiese, no debía culpar a la fe de enemiga de la razón, antes bien debía dar dignas gracias a Dios, y alegrarse vehementemente de que entre las muchas causas de la ignorancia y en medio de las olas de los errores le haya iluminado aquella fe santísima, que como amiga estrella indica el puerto de la verdad, excluyendo todo temor de errar.
Porque, Venerables hermanos, si dirigís una mirada a la historia de la filosofía, comprenderéis que todas las cosas que poco antes hemos dicho se comprueban con los hechos. Y ciertamente de los antiguos filósofos, que carecieron del beneficio de la fe, aun los que son considerados como más sabios, erraron pésimamente en muchas cosas, falsas e indecorosas, cuantas inciertas y dudosas entre algunas verdaderas, enseñaron sobre la verdadera naturaleza de la divinidad, sobre el origen primitivo de las cosas sobre el gobierno del mundo, sobre el conocimiento divino de las cosas futuras, sobre la causa y principio de los males, sobre el último fin del hombre y la eterna bienaventuranza, sobre las virtudes y los vicios y sobre otras doctrinas cuyo verdadero y cierto conocimiento es la cosa más necesaria al género humano.
Por el contrario, los primeros Padres y Doctores de la Iglesia, que habían entendido muy bien que por decreto de la divina voluntad el restaurador de la ciencia humana era también jesucristo, que es la virtud de Dios y su sabiduría (1Cor 1,24), y «en el cual están escondidos los tesoros de la sabiduría» (Col 2,3), trataron de investigar los libros de los antiguos sabios y de comparar sus sentencias con las doctrinas reveladas, y con prudente elección abrazaron las que en ellas vieron perfectamente dichas y sabiamente pensadas, enmendando o rechazando las demás. Pues así como Dios, infinitamente próvido, suscitó para defensa de la Iglesia mártires fortísimos, pródigos de sus grandes almas, contra la crueldad de los tiranos, así a los falsos filósofos o herejes opuso varones grandísimos en sabiduría, que defendiesen, aun con el apoyo de la razón el depósito de las verdades reveladas. Y así desde los primeros días de la Iglesia la doctrina católica tuvo adversarios muy hostiles que, burlándose de dogmas e instituciones de los cristianos, sostenían la pluralidad de los dioses, que la materia del mundo careció de principio y de causa, y que el curso de las cosas se conservaba mediante una fuerza ciega y una necesidad fatal y no era dirigido por el consejo de la Divina Providencia. Ahora bien; con estos maestros de disparatada doctrina disputaron oportunamente aquellos sabios que llamamos Apologistas, quienes precedidos de la fe usaron también los argumentos de la humana sabiduría con los que establecieron que debe ser adorado un sólo Dios, excelentísimo en todo género de perfecciones, que todas las cosas que han sido sacadas de la nada por su omnipotente virtud, subsisten por su sabiduría y cada una se mueve y dirige a sus propios fines. Ocupa el primer puesto entre estos San Justino mártir, quien después de haber recorrido las más célebres academias de los griegos para adquirir experiencia, y de haber visto, como él mismo confiesa a boca llena, que la verdad solamente puede sacarse de las doctrinas reveladas, abrazándolas con todo el ardor de su espíritu, las purgó de calumnias, ante los Emperadores romanos, y en no pocas sentencias de los filósofos griegos convino con éstos. Lo mismo hicieron excelentemente por este tiempo Quadrato y Aristides, Hermias y Atenágoras. Ni menos gloria consiguió por el mismo motivo Ireneo, mártir invicto y Obispo de la iglesia de Lyón, quien refutando valerosamente las perversas opiniones de los orientales diseminadas merced a los gnósticos por todo el imperio romano, «explicó, según San Jerónimo, los principios de cada una de las herejías y de qué fuentes filosóficas dimanaron»(18). Todos conocen las disputas de Clemente Alejandrino, que el mismo Jerónimo, para honrarlas, recuerda así: «¿Qué hay en ellas de indocto? y más, ¿qué no hay de la filosofía media?» (19). El mismo trató con increíble variedad de muchas cosas utilísimas para fundar la filosofía de la historia, ejercitar oportunamente la dialéctica, establecer la concordia entre la razón y la fe. Siguiendo a éste Orígenes, insigne en el magisterio de la iglesia alejandrina, eruditísimo en las doctrinas de los griegos y de los orientales, dio a luz muchos y eruditos volúmenes para explicar las sagradas letras y para ilustrar los dogmas sagrados, cuyas obras, aunque como hoy existen no carezcan absolutamente de errores, contienen, no obstante, gran cantidad de sentencias, con las que se aumentan las verdades naturales en número y en firmeza. Tertuliano combate contra los herejes con la autoridad de las sagradas letras, y con los filósofos, cambiando el género de armas filosóficamente, y convence a éstos tan sutil y eruditamente que a las claras y con confianza les dice: «Ni en la ciencia ni el arte somos igualados, como pensáis vosotros» (20).
Arnovio, en los libros publicados contra los herejes, y Lactancio, especialmente en sus instituciones divinas, se esfuerzan valerosamente por persuadir a los hombres con igual elocuencia y gallardía de la verdad de los preceptos de la sabiduría cristiana, no destruyendo la filosofía, como acostumbran los académicos (21), sino convenciendo a aquellos, en parte con sus propias armas, y en parte con las tomadas de la lucha de los filósofos entre sí (22).
Las cosas que del alma humana, de los divinos atributos y otras cuestiones de suma importancia dejaron escritas el gran Atanasio y Crisóstomo el Príncipe de los oradores, de tal manera, a juicio de todos, sobresalen, que parece no poderse añadir casi nada a su ingeniosidad y riqueza. Y para no ser pesados en enumerar cada uno de los apologistas, añadimos el catálogo de los excelsos varones de que se ha hecho mención, a Basilio el Grande y a los dos Gregorios, quienes habiendo salido de Atenas, emporio de las humanas letras, equipados abundantemente con todo el armamento de la filosofía, convirtieron aquellas mismas ciencias, que con ardoroso estudio habían adquirido, en refutar a los herejes e instruir a los cristianos. Pero a todos arrebató la gloria Agustín, quien de ingenio poderoso, e imbuido perfectamente en las ciencias sagradas y profanas, lucho acérrimamente contra todos los errores de sus tiempos con fe suma y no menor doctrina. ¿Qué punto de la filosofía no trató y, aun más, cuál no investigó diligentísimamente, ora cuando proponía a los fieles los altísimos misterios de la fe y los efendía contra los furiosos ímpetus de los adversarios, ora cuando, reducidas a la nada las fábulas de los maniqueos o académicos, colocaba sobre tierra firme los fundamentos de la humana ciencia y su estabilidad, o indagaba la razón del origen, y las causas de los males que oprimen al género humano? ¿Cuánto no discutió sutilísimamente acerca de los ángeles, del alma, de la mente humana, de la voluntad y del libre albedrío, de la religión y de la vida bienaventurada, y aun de la misma naturaleza de los cuerpos mudables? Después de este tiempo en el Oriente Juan Damasceno, siguiendo las huellas de Basilio y Gregorio de Nacianzo, y en Occidente Boecio y Anselmo, profesando las doctrinas de Agustín, enriquecieron muchísimo el patrimonio de la filosofía.
Enseguida los Doctores de la Edad Media, llamados escolásticos, acometieron una obra magna, a saber: reunir diligentemente las fecundas y abundantes mieses de doctrina, refundidas en las voluminosas obras de los Santos Padres, y reunidas, colocarlas en un solo lugar para uso y comodidad de los venideros. Cuál sea el origen la índole y excelencia de la ciencia escolástica, es útil aquí, Venerables hermanos, mostrarlo más difusamente con las palabras de sapientísimo varón, nuestro predecesor, Sixto V: «Por don divino de Aquél, único que da el espíritu de la ciencia, de la sabiduría y del entendimiento, y que enriquece con nuevos beneficios a su Iglesia en las cadenas de los siglos, según lo reclama la necesidad, y la provee de nuevos auxilios fue hallada por nuestros santísimos mayores la teología escolástica, la cual cultivaron y adornaron principalísimamente dos gloriosos Doctores, el angélico Santo Tomás y el seráfico San Buenaventura, clarísimos Profesores de esta facultad... con ingenio excelente, asiduo estudio, grandes trabajos y vigilias, y la legaron a la posteridad, dispuesta óptimamente y explicada con brillantez de muchas maneras. Y, en verdad, el conocimiento y ejercicio de esta saludable ciencia, que fluye de las abundantísimas fuentes de las diversas letras, Sumos Pontífices, Santos Padres y Concilios, pudo siempre proporcionar grande auxilio a la Iglesia, ya para entender e interpretar verdadera y sanamente las mismas Escrituras, ya para leer y explicar más segura y útilmente los Padres, ya para descubrir y rebatir los varios errores y herejías; pero en estos últimos días, en que llegaron ya los tiempos peligrosos descritos por el Apóstol, y hombres blasfemos, soberbios, seductores, crecen en maldad, errando e induciendo a otros a error, es en verdad sumamente necesaria para confirmar las dogmas de la fe católica y para refutar las herejías.» (23)
Palabras son éstas que, aunque parezcan abrazar solamente la teología escolástica, está claro que deben entenderse también de la filosofía y sus alabanzas. Pues las preclaras dotes que hacen tan temible a los enemigos de la verdad la teología escolástica, como dice el mismo Pontífice «aquella oportuna y enlazada coherencia de causas y de cosas entre sí, aquel orden y aquella disposición como la formación de los soldados en batalla, aquellas claras definiciones y distinciones, aquella firmeza de los argumentos y de las agudísimas disputas en que se distinguen la luz de las tinieblas, lo verdadero de lo falso, las mentiras de los herejes envueltas en muchas apariencias y falacias, que como si se les quitase el vestido aparecen manifiestas y desnudas» (24); estas excelsas y admirables dotes, decimos, se derivan únicamente del recto uso de aquella filosofía que los maestros escolásticos, de propósito y con sabio consejo, acostumbraron a usar frecuentemente aun en las disputas filosóficas. Además, siendo propio y singular de los teólogos escolásticos el haber unido la ciencia humana y divina entre sí con estrechísimo lazo, la teología, en la que sobresalieron, no habría obtenido tantos honores y alabanzas de parte de los hombres si hubiesen empleado una filosofía manca e imperfecta o ligera.
Ahora bien: entre los Doctores escolásticos brilla grandemente Santo Tomás de Aquino, Príncipe y Maestro de todos, el cual, como advierte Cayetano, «por haber venerado en gran manera los antiguos Doctores sagrados, obtuvo de algún modo la inteligencia de todos» (25). Sus doctrinas, como miembros dispersos de un cuerpo, reunió y congregó en uno Tomás, dispuso con orden admirable, y de tal modo las aumentó con nuevos principios, que con razón y justicia es tenido por singular apoyo de la Iglesia católica; de dócil y penetrante ingenio, de memoria fácil y tenaz, de vida integérrima, amador únicamente de la verdad, riquísimo en la ciencia divina y humana, comparado al sol, animó al mundo con el calor de sus virtudes, y le iluminó con esplendor. No hay parte de la filosofía que no haya tratado aguda y a la vez sólidamente: trató de las leyes del raciocinio, de Dios y de las substancias incorpóreas, del hombre y de otras cosas sensibles, de los actos humanos y de sus principios, de tal modo, que no se echan de menos en él, ni la abundancia de cuestiones, ni la oportuna disposición de las partes, ni la firmeza de los principios o la robustez de los argumentos, ni la claridad y propiedad del lenguaje, ni cierta facilidad de explicar las cosas abstrusas.
Añádese a esto que el Doctor Angélico indagó las conclusiones filosóficas en las razones y principios de las cosas, los que se extienden muy latamente, y encierran como en su seno las semillas de casi infinitas verdades, que habían de abrirse con fruto abundantísimo por los maestros posteriores. Habiendo empleado este método de filosofía, consiguió haber vencido él solo los errores de los tiempos pasados, y haber suministrado armas invencibles, para refutar los errores que perpetuamente se han de renovar en los siglos futuros. Además, distinguiendo muy bien la razón de la fe, como es justo, y asociándolas, sin embargo amigablemente, conservó los derechos de una y otra, proveyó a su dignidad de tal suerte, que la razón elevada a la mayor altura en alas de Tomás, ya casi no puede levantarse a regiones más sublimes, ni la fe puede casi esperar de la razón más y más poderosos auxilios que los que hasta aquí ha conseguido por Tomás.
Por estas razones, hombres doctísimos en las edades pasadas, y dignísimos de alabanza por su saber teológico y filosófico, buscando con indecible afán los volúmenes inmortales de Tomás, se consagraron a su angélica sabiduría, no tanto para perfeccionarle en ella, cuanto para ser totalmente por ella sustentados. Es un hecho constante que casi todos los fundadores y legisladores de las órdenes religiosas mandaron a sus compañeros estudiar las doctrinas de Santo Tomás, y adherirse a ellas religiosamente, disponiendo que a nadie fuese lícito impunemente separarse, ni aun en lo más mínimo, de las huellas de tan gran Maestro. Y dejando a un lado la familia dominicana, que con derecho indisputable se gloria de este su sumo Doctor, están obligados a esta ley los Benedictinos, los Carmelitas, los Agustinos, los Jesuitas y otras muchas órdenes sagradas, como los estatutos de cada una nos lo manifiestan.
Y en este lugar, con indecible placer recuerda el alma aquellas celebérrimas Academias y escuelas que en otro tiempo florecieron en Europa, a saber: la parisiense, la salmanticense, la complutense, la duacense, la tolosana, la lovaniense, la patavina, la boloniana, la napolitana, la coimbricense y otras muchas. Nadie ignora que la fama de éstas creció en cierto modo con el tiempo, y que las sentencias que se les pedían cuando se agitaban gravísimas cuestiones, tenían mucha autoridad entre los sabios. Pues bien, es cosa fuera de duda que en aquellos grandes emporios del saber humano, como en su reino, dominó como príncipe Tomás, y que los ánimos de todos, tanto maestros como discípulos, descansaron con admirable concordia en el magisterio y autoridad del Doctor Angélico.
Pero lo que es más, los Romanos Pontífices nuestros predecesores, honraron la sabiduría de Tomás de Aquino con singulares elogios y testimonios amplísimos. Pues Clemente VI (26), Nicolás V (27), Benedicto XIII (28) y otros, atestiguan que la Iglesia universal es ilustrada con su admirable doctrina; San Pío V (29), confiesa que con la misma doctrina las herejías, confundidas y vencidas, se disipan, y el universo mundo es libertado cotidianamente; otros, con Clemente XII (30), afirman que de sus doctrinas dimanaron a la Iglesia católica abundantísimos bienes, y que él mismo debe ser venerado con aquel honor que se da a los Sumos Doctores de la Iglesia Gregorio, Ambrosio, Agustín y Jerónimo; otros, finalmente, no dudaron en proponer en las Academias y grandes liceos a Santo Tomás como ejemplar y maestro, a quien debía seguirse con pie firme. Respecto a lo que parecen muy dignas de recordarse las palabras del B. Urbano V: «Queremos, y por las presentes os mandamos, que adoptéis la doctrina del bienaventurado Tomás, como verídica y católica, y procuréis ampliarla con todas vuestras fuerzas» (31). Renovaron el ejemplo de Urbano en la Universidad de estudios de Lovaina Inocencio XII (32), y Benedicto XIV (33), en el Colegio Dionisiano de los Granatenses. Añádase a estos juicios de los Sumos Pontífices, sobre Tomás de Aquino, el testimonio de Inocencio VI, como complemento: «La doctrina de éste tiene sobre las demás, exceptuada la canónica, propiedad en las palabras, orden en las materias, verdad en las sentencias, de tal suerte, que nunca a aquellos que la siguieren se les verá apartarse del camino e la verdad, y siempre será sospechoso de error el que la impugnare» (34).
También los Concilios Ecuménicos, en los que brilla la flor de la sabiduría escogida en todo el orbe, procuraron perpetuamente tributar honor singular a Tomás de Aquino. En los Concilios de Lyón, de Viene, de Florencia y Vaticano, puede decirse que intervino Tomás en las deliberaciones y decretos de los Padres, y casi fue el presidente, peleando con fuerza ineluctable y faustísimo éxito contra los errores de los griegos, de los herejes y de los racionalistas. Pero la mayor gloria propia de Tomás, alabanza no participada nunca por ninguno de los Doctores católicos, consiste en que los Padres tridentinos, para establecer el orden en el mismo Concilio, quisieron que juntamente con los libros de la Escritura y los decretos de los Sumos Pontífices se viese sobre el altar la Suma de Tomás de Aquino, a la cual se pidiesen consejos, razones y oráculos.
Últimamente, también estaba reservada al varón incomparable obtener la palma de conseguir obsequios, alabanzas, admiración de los mismos adversarios del nombre católico. Pues está averiguado que no faltaron jefes de las facciones heréticas que confesasen públicamente que, una vez quitada de en medio la doctrina de Tomás de Aquino, «podían fácilmente entrar en combate con todos los Doctores católicos, y vencerlos y derrotar la Iglesia» (35). Vana esperanza, ciertamente, pero testimonio no vano.
Por esto, venerables hermanos, siempre que consideramos la bondad, la fuerza y las excelentes utilidades de su ciencia filosófica, que tanto amaron nuestros mayores, juzgamos, que se obró temerariamente no conservando siempre y en todas partes el honor que le es debido; constando especialmente que el uso continuo, el juicio de grandes hombres, y lo que es más el sufragio de la Iglesia, favorecían a la filosofía escolástica. Y en lugar de la antigua doctrina presentóse en varias partes cierta nueva especie de filosofía, de la cual no se recogieron los frutos deseados y saludables que la Iglesia y la misma sociedad civil habían anhelado. Procurándolo los novadores del siglo XVI, agradó el filosofar sin respeto alguno a la fe, y fue pedida alternativamente la potestad de escogitar según el gusto y el genio de cualesquiera cosas. Por cuyo motivo fue ya fácil que se multiplicasen más de lo justo los géneros de filosofía y naciesen sentencias diversas y contrarias entre sí aun, acerca de las cosas principales en los conocimientos humanos. De la multitud de las sentencias se pasó frecuentísimamente a las vacilaciones y a las dudas, y desde la lucha, cuán fácilmente caen en error los entendimientos de los hombres, no hay ninguno que lo ignore. Dejándose arrastrar los hombres por el ejemplo, el amor a la novedad pareció también invadir en algunas partes los ánimos de los filósofos católicos, los cuales, desechando el patrimonio de la antigua sabiduría, quisieron, mas con prudencia ciertamente poco sabia y no sin detrimento de las ciencias, hacer cosas nuevas, que aumentar y perfeccionar con las nuevas las antiguas. Pues esta múltiple regla de doctrina, fundándose en la autoridad y arbitrio de cada uno de los maestros, tiene fundamento variable, y por esta razón no hace a la filosofía firme, estable ni robusta como la antigua, sino fluctuante y movediza, a la cual, si acaso sucede que se la halla alguna vez insuficiente para sufrir el ímpetu de los enemigos, sépase que la causa y culpa de esto reside en ella misma. Y al decir esto no condenamos en verdad a aquellos hombres doctos e ingeniosos que ponen su industria y erudición y las riquezas de los nuevos descubrimientos al servicio de la filosofía; pues sabemos muy bien que con esto recibe incremento la ciencia. Pero se ha de evitar diligentísimamente no hacer consistir en aquella industria y erudición todo o el principal ejercicio de la filosofía. Del mismo modo se ha de juzgar de la Sagrada Teología, la cual nos agrada que sea ayudada e ilustrada con los múltiples auxilios de la erudición; pero es de todo punto necesario que sea tratada según la grave costumbre de los escolásticos, para que unidas en ella las fuerzas de la revelación y de la razón continúe siendo «defensa invencible de la fe» (36).
Con excelente consejo no pocos cultivadores de las ciencias filosóficas intentaron en estos últimos tiempos restaurar últimamente la filosofía, renovar la preclara doctrina de Tomás de Aquino y devolverla su antiguo esplendor.
Hemos sabido, venerables hermanos, que muchos de vuestro orden, con igual deseo han entrado gallardamente por esta vía con grande regocijo de nuestro ánimo. A los cuales alabamos ardientemente y exhortamos a permanecer en el plan comenzado; y a todos los demás de entre vosotros en particular os hacemos saber, que nada nos es más grato ni más apetecible que el que todos suministréis copiosa y abundantemente a la estudiosa juventud los ríos purísimos de sabiduría que manan en continua y riquísima vena del Angélico Doctor.
Los motivos que nos mueven a querer esto con grande ardor son muchos. Primeramente, siendo costumbre en nuestros días tempetuosos combatir la fe con las maquinaciones y las astucias de una falsa sabiduría, todos los jóvenes, y en especial los que se educan para esperanza de la Iglesia, deben ser alimentados por esto mismo con el poderoso y robusto pacto de doctrina, para que, potentes con sus fuerzas y equipados con suficiente armamento se acostumbren un tiempo a defender fuerte y sabiamente la causa de la religión, dispuesto siempre, según los consejos evangélicos, «a satisfacer a todo el que pregunte la razón de aquella esperanza que tenemos» (1Pet 3,15), y «exhortar con la sana doctrina y argüir a los que contradicen» (Tit 1,9). Además, muchos de los hombres que, apartando su espíritu de la fe, aborrecen las enseñanzas católicas, profesan que para ella es sólo la razón maestra y guía. Y para sanar a éstos y volverlos a la fe católica, además del auxilio sobrenatural de Dios, juzgamos que nada es más oportuno que la sólida doctrina de los Padres y de los escolásticos, los cuales demuestran con tanta evidencia y energía los firmísimos fundamentos de la fe, su divino origen, su infalible verdad, los argumentos con que se prueban, los beneficios que ha prestado al género humano y su perfecta armonía con la razón, cuanto basta y aun sobra para doblegar los entendimientos, aun los más opuestos y contrarios.
La misma sociedad civil y la doméstica, que se halla en el grave peligro que todos sabemos, a causa de la peste dominante de las perversas opiniones, viviría ciertamente más tranquila y más segura, si en las Academias y en las escuelas se enseñase doctrina más sana y más conforme con el magisterio de la enseñanza de la Iglesia, tal como la contienen los volúmenes de Tomás de Aquino. Todo lo relativo a la genuina noción de la libertad, que hoy degenera en licencia, al origen divino de toda autoridad, a las leyes y a su fuerza, al paternal y equitativo imperio de los Príncipes supremos, a la obediencia a las potestades superiores, a la mutua caridad entre todos; todo lo que de estas cosas y otras del mismo tenor es enseñado por Tomás, tiene una robustez grandísima e invencible para echar por tierra los principios del nuevo derecho, que, como todos saben, son peligrosos para el tranquilo orden de las cosas y para el público bienestar. Finalmente, todas las ciencias humanas deben esperar aumento y prometerse grande auxilio de esta restauración de las ciencias filosóficas por Nos propuesta. Porque todas las buenas artes acostumbraron tomar de la filosofía, como de la ciencia reguladora, la sana enseñanza y el recto modo, y de aquélla, como de común fuente de vida, sacar energía.
Una constante experiencia nos demuestra que, cuando florecieron mayormente las artes liberales, permaneció incólume el honor y el sabio juicio de la filosofía, y que fueron descuidadas y casi olvidadas, cuando la filosofía se inclinó a los errores o se enredó en inepcias. Por lo cual, aún las ciencias físicas que son hoy tan apreciadas y excitan singular admiración con tantos inventos, no recibirán perjuicio alguno con la restauración de la antigua filosofía, sino que, al contrario, recibirán grande auxilio. Pues para su fructuoso ejercicio e incremento, no solamente se han de considerar los hechos y se ha de contemplar la naturaleza, sino que de los hechos se ha de subir más alto y se ha de trabajar ingeniosamente para conocer la esencia de las cosas corpóreas, para investigar las leyes a que obedecen, y los principios de donde proceden su orden y unidad en la variedad, y la mutua afinidad en la diversidad. A cuyas investigaciones es maravillosa cuanta fuerza, luz y auxilio da la filosofía católica, si se enseña con un sabio método.
Acerca de lo que debe advertirse también que es grave injuria atribuir a la filosofía el ser contraria al incremento y desarrollo de las ciencias naturales. Pues cuando los escolásticos, siguiendo el sentir de los Santos Padres, enseñaron con frecuencia en la antropología, que la humana inteligencia solamente por las cosas sensibles se elevaba a conocer las cosas que carecían de cuerpo y de materia, naturalmente que nada era más útil al filósofo que investigar diligentemente los arcanos de la naturaleza y ocuparse en el estudio de las cosas físicas mucho y por mucho tiempo. Lo cual confirmaron con su conducta, pues Santo Tomás, el bienaventurado Alberto el Grande, y otros príncipes de los escolásticos no se consagraron a la contemplación de la filosofía, de tal suerte, que no pusiesen grande empeño en conocer las cosas naturales, y muchos dichos y sentencias suyos en este género de cosas los aprueban los maestros modernos, y confiesan estar conformes con la verdad. Además, en nuestros mismos días muchos y muy insignes Doctores de las ciencias físicas atestiguan clara y manifiestamente que entre las ciertas y aprobadas conclusiones de la física más reciente y los principios filosóficos de la Escuela, no existe verdadera pugna.
Nos, pues, mientras manifestamos que recibiremos con buena voluntad y agradecimiento todo lo que se haya dicho sabiamente, todo lo útil que se haya inventado y escogitado por cualquiera, a vosotros todos, venerables hermanos, con grave empeño exhortamos a que, para defensa y gloria de la fe católica, bien de la sociedad e incremento de todas las ciencias, renovéis y propaguéis latísimamente la áurea sabiduría de Santo Tomás. Decimos la sabiduría de Santo Tomás, pues si hay alguna cosa tratada por los escolásticos con demasiada sutileza o enseñada inconsideradamente; si hay algo menos concorde con las doctrinas manifiestas de las últimas edades, o finalmente, no laudable de cualquier modo, de ninguna manera está en nuestro ánimo proponerlo para ser imitado en nuestra edad. Por lo demás procuren los maestros elegidos inteligentemente por vosotros, insinuar en los ánimos de sus discípulos la doctrina de Tomás de Aquino, y pongan en evidencia su solidez y excelencia sobre todas las demás. Las Academias fundadas por vosotros, o las que habéis de fundar, ilustren y defiendan la misma doctrina y la usen para la refutación de los errores que circulan, Mas para que no se beba la supuesta doctrina por la verdadera, ni la corrompida por la sincera, cuidad de que la sabiduría de Tomás se tome de las mismas fuentes o al menos de aquellos ríos que, según cierta y conocida opinión de hombres sabios, han salido de la misma fuente y todavía corren íntegros y puros; pero de los que se dicen haber procedido de éstos y en realidad crecieron con aguas ajenas y no saludables, procurad apartar los ánimos de los jóvenes.
Muy bien conocemos que nuestros propósitos serán de ningún valor si no favorece las comunes empresas, Venerables hermanos, Aquel que en las divinas letras es llamado «Dios de las ciencias» (I Reg 2, 3) en las que también aprendemos «que toda dádiva buena y todo don perfecto viene de arriba, descendiendo del Padre de las luces» (Iac. 1, 17). Y además; «si alguno necesita de sabiduría, pida a Dios que da a todos abundantemente y no se apresure y se le dará» (Iac 1, 5).
También en esto sigamos el ejemplo del Doctor Angélico, que nunca se puso a leer y escribir sin haberse hecho propicio a Dios con sus ruegos, y el cual confesó cándidamente que todo lo que sabía no lo había adquirido tanto con su estudio y trabajo, sino que lo había recibido divinamente; y por lo mismo roguemos todos juntamente a Dios con humilde y concorde súplica que derrame sobre todos los hijos de la Iglesia el espíritu de ciencia y de entendimiento y les abra el sentido para entender la sabiduría. Y para percibir más abundantes frutos de la divina bondad, interponed también delante de Dios el patrocinio eficacísimo de la Virgen María, que es llamada asiento de la sabiduría, y a la vez tomad por intercesores al bienaventurado José, purísimo esposo de la Virgen María, y a los grandes Apóstoles Pedro y Pablo, que renovaron con la verdad el universo mundo corrompido por el inmundo cieno de los errores y le llenaron con la luz de la celestial sabiduría.
Por último, sostenidos con la esperanza del divino auxilio y confiados en vuestra diligencia pastoral, os damos amantísimamente en el Señor a todos vosotros, Venerables hermanos, a todo el Clero y pueblo, a cada uno de vosotros encomendado, la apostólica bendición, augurio de celestiales dones y testimonio de nuestra singular benevolencia.
Dado en Roma, en San Pedro a 4 de Agosto de 1879. En el año segundo de nuestro Pontificado.
León Papa XIII.
Notas
(1) De Trin. lib. XIV, c. 1.
(2) Clem. Alex. Strom. lib. 1, c. 16; l. VII, c. 3.
(3) Orig. ad Greg. Thaum.
(4) Clem. Alex., Strom. I, c. 5.
(5) Orat. paneg. ad Orenig.
(6) Vit. Moys.
(7) Carm. 1, Iamb. 3.
(8) Epist. ad Magn.
(9) De doctr. christ. I. 11, c. 40.
(10) Const. dogm. de Fid. Cath., cap. 3.
(11) Const. dogm. de Fid. Cath. cap. 4.
(12) ibid.
(13) Strom. lib. 1, c. 20.
(14) Epist. ad Magn.
(15) Bulla Apostolicis Regiminis.
(16) Epist. 143 (al 7) ad Marcellin, n. 7.
(17) Const. dogm. de Fid. Cath., cap. 4.
(18) Epis. ad Magn.
(19) Epist. ad Magn.
(20) Apologet. §46.
(21) Inst. VII, cap. 7.
(22} De opif. Dei, cap. 21.
(23) Bulla Triumphantis, an. 1588.
(24) Bulla Triumphantis, an. 1588.
(25) In 2ª, 2ª, q. 148, a. 4, in fin.
(26) Bulla In Ordine.
(27) Breve ad FF. ad. Praedit. 1451.
(28) Bulla Pretiosus.
(29) Bulla Mirabilis.
(30) Bulla Verbo Dei.
(31) Const. 5ª dat die 3 Aug. 1368 ad Cancell. Univ. Tolos.
(32) Litt. in form. Brer., die 6 Febr. 1694.
(33) Litt. in form. Brer., die 21 Aug. 1752.
(34) Serm. de S. Tom.
(35) Beza Bucerus.
(36) Sixtus V, Bull. cit.
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