miércoles, 18 de abril de 2012

Evangelio del día 18 de abril de 2012


Evangelio según San Juan 3,16-21. Miércoles de la segunda semana de Pascua


Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.
Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios".


Comentario:


“El que cree en mí, aunque muera, vivirá” - Monseñor Carmelo Juan Giaquinta

I. “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”
1. En primavera, por todas partes florece la vida. El lapacho blanco del Seminario todavía luce sus galas. Los eucaliptos podados hace poco estallan en brotes nuevos. Allá, una mamá con su bebe en brazos, con quien ningún lapacho florido se puede comparar. Ustedes hagan el esfuerzo de verificar cómo en derredor florece la vida.
Pero no podemos ser ciegos. Alrededor nuestro, y en nosotros mismos, existe también el fenómeno contrario: la muerte. A veces, insinuándose en la enfermedad, como para acostumbrarnos de a poco a ella. Otras, imponiéndose brutalmente. Un accidente automovilístico. Un atentado criminal. No tolerar una cirugía.

2. Queramos o no, cada uno convive con su propia muerte. También la de los seres queridos es nuestra muerte. Entiendo cada día más aquello de “la hermana muerte”, que decía San Francisco de Asís, pues hasta la deseo, pero también cada día me duele más la muerte de mis seres queridos. Desde hace setenta años me duele la muerte de mi madre. Y desde hace veintiséis, la de mi padre. Nunca hubiese imaginado que la muerte de mi amigo José Luis me habría de conmover tanto. ¿Quién no tiene un ser querido difunto? Por ello, nos brota del corazón la misma queja de Marta a Jesús: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Jn 11,21).

II. “Yo soy la Resurrección y la Vida”
3. La muerte no es sólo un hecho ineludible. Según la fe cristiana, es un aspecto necesario del misterio de la vida, para que ésta alcance su plenitud. Esta vida, a pesar de ser tan bella, es una muerte. Pero esta muerte temible, y muchas veces horrible, sucede en orden a la Vida verdadera. Jesús lo explicó con la parábola de la semilla: “Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). Así también sucede con el que cree de veras en él. En la lectura del Evangelio (Jn 11,17-27), Jesús nos revela esta paradoja de la vida-muerte y de la muerte-vida: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mi, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mi, no morirá jamás” (vv.25-26). Por la fe en Cristo, alcanzamos la verdadera Vida. Y aunque muramos a esta vida, lo que en verdad sucede es que comenzamos a resucitar. Así lo expresamos en el prefacio de la Misa por los Difuntos que rezamos hoy: “Para los que creen en ti, Señor, la vida no termina, sino que se transforma, y, al deshacerse esta morada terrenal, se prepara una mansión eterna en el cielo”.
III. La oración por nuestros difuntos
4. En virtud de esta fe, nos sentimos muy unidos a nuestros difuntos. Creemos que viven. Si bien están fuera del espacio y del tiempo presente, nos relacionamos con ellos por la oración. Ésta les hace bien. Recién rezamos: “Señor, gloria de los fieles y vida de los justos, ten piedad de tus servidores difuntos para que merezcan llegar a la alegría de la felicidad eterna quienes creyeron en el misterio de nuestra resurrección”. En la Santa Misa, siempre hacemos un recuerdo explícito de ellos ante Dios nuestro Señor: “A nuestros hermanos difuntos y a cuantos murieron en tu amistad, recíbelos en tu Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria”. Hoy, 2 de noviembre, la Iglesia lo hace de manera especial, pues conmemora a todos los fieles difuntos.

IV. Las benditas ánimas del Purgatorio
5. A veces nos hemos dejado llevar por nuestra imaginación, e inventamos para los difuntos una especie de “infierno temporario”. Por ello el Catecismo de la Iglesia nos enseña: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo”. Y agrega: “La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados” (1030-1031). Por ello nuestro pueblo dice con fe: “oremos por las benditas ánimas del Purgatorio”.

6. Hoy, llevados también por nuestra imaginación, y asumiendo el paganismo ambiental, caemos en la desesperanza con respecto a nuestros difuntos. Y concluimos que, una vez muertos, “no hay nada más que hacerle”. Y descuidamos nuestra oración por ellos. Uno de los pilares de la familia cristiana ha sido la oración por los difuntos, por ejemplo, antes de irse a dormir: “por el abuelito”, “por mamá, para que Dios la tenga en su gloria”, que conviene cultivar. Algunas familias, a la hora de comer, dejaban vacía la silla que ocupaba el ser querido. Las costumbres cambian, porque cambia el ritmo de la vida, pero ha de permanecer la fe manifestada en esas prácticas. Hoy está divulgada la costumbre de anotar el nombre del difunto antes de la Misa y dar una limosna en su honor. Esta práctica, comenzada con noble intención pastoral, ha de realizarse bien y no de manera cansadora y mágica. A veces es más importante la larga lista mal leída de los difuntos que la oración de la comunidad por ellos. Bello es el gesto, al momento del Ofertorio, de llevar, junto con las ofrendas, el cuaderno con los nombres anotados, y ponerlo junto al altar.
Oremos por los vivos. Y no olvidemos a los difuntos.


Monseñor Carmelo Juan Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia, Chaco, Argentina. para la homilía de la Conmemoración de todos los fieles difuntos” (02-11-2008).

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