viernes, 15 de abril de 2011

San Damian de Veuster - 15 de Abril


Se llamaba Jozef Van Veuster, pero todos los conocemos como el Padre Damián de Molokai. Nació el 3 de enero de 1840, en Tremeloo, Bélgica. Lo han llamado "el leproso voluntario", porque con tal de poder atender a los leprosos que estaban en total abandono, aceptó volverse leproso como ellos.

De pequeño en la escuela ya gozaba haciendo como obras manuales, casitas como la de los misioneros en las selvas. Tenía ese deseo interior de ir un día a lejanas tierras a misionar.

De joven fue arrollado por una carroza, y se levantó sin ninguna herida. El médico que lo revisó exclamó: "Este muchacho tiene energías para emprender trabajos muy grandes".

Un día, siendo apenas de ocho años dispuso irse con su hermanita a vivir como ermitaños en un bosque solitario, a dedicarse a la oración. El susto de la familia fue grande cuando notó su desaparición. Afortunadamente unos campesinos los encontraron por allá y los devolvieron a casa. La mamá se preguntaba: ¿qué será lo que a este niño le espera en el futuro?

Casa natal del Padre Damián en Tremeloo, BélgicaA los 17 años José estudia comercio y francés en Braine le Compte para ayudar a su padre en el negocio del grano. Cada atardecer visitaba el sagrario de alguna iglesia. Entró un día en su parroquia cuando predicaba un misionero redentorista: «Los goces de este mundo pasan pronto... Lo que se sufre por Dios permanece para siempre... El alma que se eleva a Dios arrastra en pos de sía otras almas... Morir por Dios es vivir verdaderamente y hacer vivir a los demás». No dejó para mañana su sí.
A su padre la noticia le derrumbó sus planes. Pero vino a decir si Dios cuenta contigo... El primero. Y el día 3 de enero de 1859 él mismo acompañaba a su hijo al convento de los Sagrados Corazones de Lovaina. A los 19 años tenía una vocación decidida y estaba bien dotado: inteligente, dinámico, afable, robusto y hasta guapo, el joven causó buena impresión. Pero, ¿sacerdote? Demasiado mayor para aprender latín y Humanidades. Será un buen hermano coadjutor. José acepta tranquilo y confía en Dios. El 2 de febrero de 1859 viste el hábito con el nombre de Damián. A todos admira su actividad: tan pronto arregla un tejado como cura la vaca del vecino, como... ¡estudia latín! A marchas forzadas. Su hermano ha obtenido permiso para enseñarle en horas extras y pronto se le verá en la fila de los aspirantes al sacerdocio.

Todas las noches iba a postrarse ante un cuadro de San Francisco Javier. Un día, lo sorprendió el padre Maestro: ¿Qué hace aquí a estas horas? Le pido que me obtenga la gracia de ser misionero. Su «impaciente» gemelo navarro actuó rápido. En Teología estaba cuando llegó a Europa el Vicario apostólico de Hawai, con el fin de reclutar sacerdotes. Uno de los elegidos fue el padre Pánfilo, el cual, en vísperas de la partida, enfermó de tifus asistiendo a los apestados de Lovaina. El padre Damián pidió y obtuvo sustituirle. Acto seguido el padre Pánfilo sanó, favor que el padre Damián fue a agradecer al santuario de Monteagudo. Allí, al amanecer, ante la tierna mirada de María, anegados los ojos en lágrimas, dio un último y apretado abrazo a sus padres.

Se cuenta que en los 140 días de navegación arreciaron tormentas. Los pasajeros, hechos unas “sopas”, pero el padre Damián no tuvo tiempo de marearse, ocupado con sus prácticas de enfermero.


Su primera conquista.


En 1863 zarpó hacia su lejana misión en el viaje se hizo sumamente amigo del capitán del barco, el cual le dijo: "yo nunca me confieso. soy mal católico, pero le digo que con usted sí me confesaría". Damián le respondió: "Todavía no soy sacerdote pero espero un día, cuando ya sea sacerdote, tener el gusto de absolverle todos sus pecados". Años más tarde esto se cumplirá de manera formidable.

El día 19 de marzo de 1865, pisaban tierra de Hawai. Dos meses después, José Damián era ordenado sacerdote y cantaba su primera Misa en la catedral de Honolulu. A continuación, enviado a una pequeña isla de Hawai. Las Primeras noches las pasó debajo de una palmera, porque no tenía casa para vivir. Casi todos los habitantes de la isla eran protestantes. Con la
ayuda de unos pocos campesinos católicos construyó una capilla con techo de paja; y allí empezó a celebrar y a catequizar. Luego se dedicó con tanto cariño a todas las gentes, que los protestantes se fueron pasando casi todos al catolicismo.

Fue visitando uno a uno todos los ranchos de la isla y acabando con muchas creencias supersticiosas de esas pobres gentes y reemplazándolas por las verdaderas creencias. Llevaba medicinas y lograba la curación de numerosos enfermos. Pero había por allí unos
que eran incurables: eran los leprosos.

Primer destino: Puna, territorio vastísimo de la isla de Molokai. Después Kohala, región casi tan grande como Bélgica entera, montañosa y sin vías de comunicación. A pie, a caballo, en barca canaca ligero tronco ahuecado , a nado, escalando... recorría horas y horas de intrincado camino por montes, breñas, torrenteras y selva, de caserío en caserío, bajo aquel cielo tropical. No faltó algún que otro naufragio serio, en aquel mar «casi siempre alborotado». Nueve años de aventuras que podrían llenar espléndidos tomos.
Algunas tardes eran más tranquilas. Se sentaba a la puerta de una cabaña y los canacas, apiñados a su alrededor, le escuchaban encandilados. Refiere el padre Carmelo Arbiol que «el padre les hablaba con tanta unción, con tanto afecto de nuestro Señor, de la bondad de Dios y de la fealdad y malicia del pecado, queáquella gente delicada se sentía conmovida. De todas partes acudían... Hasta los mismos leprosos salían de sus escondites y, arrastrándose, iban a participar de aquella amena e instructiva distracción». Éste fue el primer contacto que el padre Damián tuvo con ellos.
Las capillas de paja pronto quedaron pequeñas y además volaban cuando se producían vendavales. ¡Manos a la obra! Las de los canacas, entusiasmados, y las del padre Damián, entusiasmado y entusiasmador, actuando de maestro y peón. Dicen y nos lo creemos que se reservaba para sí la peor parte. Después de una capilla, otra y otra... Las inauguraciones fueron sonadas. A continuación vinieron las escuelas. Sin edificios ni maestros católicos, los neófitos tenían que acudir a las de los protestantes. No tardó en conseguir la financiación de ¡cuatro escuelas católicas!
Un testimonio de su propio tintero se refiere a una fiesta con motivo de la visita del prelado: «Se organizó una piadosa procesión con el Santísimo... solemne y conmovedora. Antes tuvimos el consuelo de lograr la conversión general y sincera de nuestros antiguos cristianos. Durante dos meses permanecí casi constantemente en el confesionario, oyendo confesiones... El esplendor de nuestras ceremonias impresionó profundamente tanto a los herejes corno a los idólatras... Muchos a raíz de las fiestas se hicieron inscribir en el catálogo de los catecúmenos».


El monstruo

Los habitantes de Hawai vivían apacibles disfrutando de la fecundidad y belleza de la naturaleza, hasta que apareció alrededor de 1850 el terrible monstruo: la lepra. Alarmado el Gobierno por su rápida difusión, favorecida por el clima, decidió confinar a los leprosos. El lugar elegido fue una lengua de tierra de la isla de Molokai, adentrada en el mar unos cinco kilómetros y separada del resto de la isla por una muralla de escarpados montes. Allí desembarcaban las redadas de leprosos, paganos, protestantes y católicos. Cristo doblemente destrozado. Abandonados, sin asistencia sanitaria ni espiritual, intentaban ahogar su desesperación en bacanales y desórdenes. Cundieron los rumores por la capital de que aquello era un «verdadero infierno». El obispo, monseñor Louis Maigret, de los Sagrados Corazones, realizó allí una visita pastoral. Quedó horrorizado. Buscó una ocasión propicia para reunir a sus misioneros y les expuso la situación. El padre Damián se adelantó: “Pido ser enviado”, dijo. Tenía 33 años y era consciente del riesgo que entrañaba su decisión.
Seis días después, el 10 de mayo de 1873, llegaba el padre Damián, acompañado de su obispo, a Kalawao. En la playa esperaba una multitud de rostros desfigurados. Muchos sin orejas, sin nariz, sin ojos... En cuanto el padre Damián puso pie en tierra se oyeron fuertes gritos: ¡Aloha, Makúa Karninao! Eran los antiguos feligreses de Kohala. Al atardecer el prelado saltaba a la canoa que le llevó hasta el Kilouea. Pronto fue un punto lejano y se perdió en el horizonte. El padre Damián quedaba con Dios y sus leprosos. Llegada la noche, se arrodilló, rezó el rosario y se acomodó bajo las ramas de un corpulento pándano. Estaba hecho a dormir en la intemperie.

Signo de contradicción
En Honolulu, la noticia de que el padre Damián se había ofrecido a «vivir y morir con los leprosos» corría de boca en boca. A unos les rindió la admiración, a otros se les achicaron los ojos. De los primeros fueron los periódicos protestantes Advertíser y Muhou, que aplaudieron al héroe católico. Esto molestó a algunos pastores calvinistas que tacharon la empresa de «temeraria. Imprudente, provocación y reto» y consiguieron indisponer a la Comisión de Higiene contra el padre Damián y la prohibición drástica, bajo pena de arresto, de salir de la isla.
El padre Modesto Favens, provincial de la misión, que quería entrañablemente al padre Damián, quiso visitarle. Llegado a su destino, no le fue permitido acercarse a la isla. Avisado el padre Damián por un piragüero, se lanzó a los remos y en pocos minutos llegaba al Kilouea e intentaba subir al puente. ¡Largo de aquí rugió el capitán . Tengo órdenes termínantes. Entonces tuvo lugar esta escena conmovedora: A la vista de todos, el padre Damián se arrodilló y desde la barquichuela, vapuleada por el borrascoso mar, se confesó en alta voz y recibió la absolución.

«Mi madre no me reconocería por hijo suyo»

Un cambio de gobierno, sin mayoría calvinista el nuevo, libró al padre Damián de la encarnizada persecución que estaba sufriendo. El padre provincial le responsabilizó entonces de toda la isla de Molokai, lo que significaba necesariamente tramontar los acantilados. Mejoró también la situación de los leprosos. Fue nombrado un delegado lazareto, el cual dio todas las facilidades al padre Damián e incluso le brindó el cargo de superintendente con un sueldo de diez mil dólares anuales. Su respuesta fue tajante: «Aunque me ofrecieran todos los tesoros de la tierra no permanecería ni cinco minutos en la isla de Molokai. Lo que a mí me retiene aquí es tan sólo Dios y la salvación de las almas. Si aceptase por mi trabajo el mas insignificante salario, mi madre no me reconocería como hijo suyo».
En los asentamientos de Kalaupapa, vivían unos 600 leprosos. El padre Damián comenzó por levantar una iglesia y constituir una parroquia, dedicada a santa Filomena. Como dijo Juan Pablo II en la homilía de la beatificación, creía realmente «en la divinidad de Jesucristo» y vivía su fe, no de boca sino con obras, como insta san Pablo. «Rendido de amor a Jesús», derrochó amor y actividad apostólica, y consiguió regenerar la maltrecha convivencia social en la «colonia de la muerte».
Nos podriamos preguntar con el padre Raymond: «¿Creemos cuanto declaramos creer?». El mundo cambiaría si todos los católicos nos decidiéramos a vivir realmente la fe que proclamamos.



Con el máximo amor

En una tenebrosa noche de 1874, un terrible huracán azotó la isla de Molokai. Entre los aullidos viento se oían los gritos lastimeros de los leprosos. El padre Damián, a tientas, agarrándose donde podía, metiéndose en hoyos y charcos que le cubrían, acudía a socorrerlos y auxiliarlos. El día iluminó el poblado totalmente devastado. Los leprosos buscaban entre los escombros algún resto aprovechable. Ni una barraca en pie. El padre Damián obtuvo materiales y... otra vez maestro y peón, supliendo ahora muchos brazos y piernas mutilados. Blancos, alegres y en perfecta alineación, pronto relucieron al sol los nuevos bungalows. Después vino la instalación de agua corriente. Como una madre se preocupaba de que en invierno no faltara ropa de abrigo. Si los alimentos no llegaban a tiempo: Karniano nos ayudará.
Médico y enfermero, preparaba las medicinas que él mismo se había procurado, limpiaba los miembros carcomidos, los vendaba y amputaba si era necesario. «Como si manipulara rosas», según un testigo. Su sonrisa animosa y franca disfrazaba la respiración contenida y las náuseas. Si la visita coincidía con las comidas, era inevitable la invitación. Se sentaba entonces en el suelo y comía tranquilamente léase: con vencimiento heroico el poi en la calabaza familiar. Todos metían allí los dedos, «hinchados, abiertos y llenos de pus y sangre como los pinta su sucesor. Después, la ineludible chupada en la «pipa de la amistad», en boquilla única. Hoy se sabe que el bacilo de Hansen no se contagia por contacto, sino por la saliva y mucosidades.
Cuando morían, los acompañaba hasta el último momento. Se cuenta que enterró de su propia mano a 1.500, además de fabricar los ataúdes y cavar las fosas. Y aún después de muertos: «Por la noche, me paseo entresus tumbas rezando el rosario y meditando en la eterna felicidad que muchos de ellos están ya disfrutando».


«No hay dolor que merezca ser amado en sí”, dice san Agustín. Y «no es posible que haya alguien verdadera y sinceramente misericordioso que desee haya miserables para tener de quien compadecerse» (Confesiones, L 3, 2,3). Así lo entendía el padre Damián, que luchó con todas sus fuerzas para aniquilar el monstruo. Cinco años estuvo estudiando un tratamiento, con notables resultados.

No es todo. Falta el capítulo de las diversiones: carreras de caballos, en las que participaba, un orfeón de primera que cantaba en la iglesia, una banda de música, una especie de rondalla que hacía el pasacalle los domingos y enganchaba bulliciosamente a todos los leprosos... Se acabaron las antiguas bacanales.
Para el culto, nada escatimaba: flores, luces, ornamentos, que le proporcionaban sus hermanas de los Sagrados Corazones, de Honolulu. Las Misas, solemnísimas. Un visitante se emocionó hasta las lágrimas cuando «en el momento de comulgar vi levantarse a toda aquella muchedumbre la cual, dirigiéndose con toda lentitud al altar, se iba arrodillando en la sagrada mesa». Quien de los monaguillos, vestidos de martirial blanquirrojo, en contraste sus caritas deformes y a la vez risueñas. De campanillas eran también las procesiones eucarísticas. Otro testimonio: «Toda la leprosería se hallaba allí reunida. Los mismos protestantes formaban en las filas, o bien se descubrían con respeto al paso de la custodia... En un momento dado, todos aquellos leprosos entonaron el Lauda Sion».
Instituyó la Adoración Perpetua Reparadora. ¡Qué sonrisas las de Jesús, siempre acompañado de sus amigos los leprosos! Ninguno faltaba a la cita: «Los que no pueden ir a la capilla, hacen la adoración en el lecho del dolor».
Junto con su actividad inagotable, oraba, pedía oraciones, catequizaba sin perder baza. Y aún no sabemos qué disciplinas añadiría, pero sí que dijo: «No es posible lograr conversiones si no es haciendo penitencia. Nosotros debemos merecer por los pecadores la gracia de la conversión y tomar sobre nuestras espaldas una parte de la penitencia que ellos no están en condiciones de hacer».
«Mucho amor se pierde en el mundo fuera de la verdad», decía Maritain. El padre Damián ofreció la verdad con el máximo amor: se dio en sacrificio total.

¿Su secreto?

No es tal, porque el padre Damián lo dijo, lo repitió y lo volvió a repetir: «Si yo no encontrase a Jesús en la Eucaristía, mi vida sería insoportable» (1881). «Al pie del Sagrario es donde encuentro alivio en mis pesares y consuelo en mis penas interriores». «A no ser por la presencia permanente de nuestro divino Maestro en mi humilde capillita, no me hubiera sido posible perseverar».

Sólo sacerdote católico

La noticia de la heroicidad del padre Damián la difundieron los grandes diarios de Europa y de América, y le llovieron apoyos y ayudas de todo el mundo. De católicos y, lo que es más admirable, de protestantes de Inglaterra, Suecia, Alemania. La regente del archipiélago quiso ver con sus propios ojos lo que era comidilla de la corte. Se conmovió. Pocos días después, enviaba al padre Damián el diploma y condecoración de Comendador de la Orden Real de Kalalaúa. La aceptó y agradeció «como prueba de la unión y buenas relaciones que existen entre la familia real y la Iglesia católica». Y así firmaba: «P Damián de Veuster, sacerdote católico romano».
Médico, constructor, carpintero, herrero, agricultor, jardinero, músico.... pero siempre y sobre todo sacerdote de Cristo.

Leproso por cinco años

Sucedió lo que era de esperar. 1879: unos dolorcillos y manchas sospechosas, atajados con el sublimado corrosivo. 1881 84: reaparecen y progresan. Una tarde, de vuelta de una larga correría apostólica por mar y montaña, se siente extenuado. Pide ayuda: un baño caliente para sus pies. Cuidado, que el agua está muy caliente, le advierte la leprosa que se la proporciona. Él, con precaución, toca el agua con la punta del pie y la encuentra normal. Sumerge los pies y no nota nada, pero al punto se le llenan de ampollas, completamente escaldados. La insensibilidad es un indicio claro de lepra. El padre Damián escribe a su obispo: «Pronto estaré completamente desfigurado. No tengo ninguna duda sobre la naturaleza de mi enfermedad. Estoy sereno y feliz en medio de mi gente». Y en medio de su gente continuará trabajando hasta que le quede un hilo de energía. Un año antes de su muerte reconstruía la iglesia de Santa Filomena, derribado el campanario (1888) por un huracán. El padre Corneille se admiró de verle encaramado en la techumbre, en plena actividad.

Grandes fueron los dolores en su cuerpo, atroces los que angustiaron su alma en los últimos días de su vida. Soportó incomprensiones, críticas, las más crueles calumnias de propios y extraños. El 2 de febrero de 1889 escribe al señor Clifford: «Lentamente, pero sin tregua ni descanso, voy subiendo la cuesta con mi cruz. Muy en breve espero verme ya en la cima del Calvario». Y, entre sus notas, se halló esta frase de san Juan de la Cruz: «¡Señor, sufrir aún más por vuestro amor y ser aún más despreciado!».
No le faltó, eso sí, en los últimos tiempos, el consuelo deseado: un compañero con quien poder confesarse. Sucesivamente lo fueron el sacerdote belga Conrardy, el padre Alberto Montiton, el padre Wendelin Moellers, sucesor suyo, a quien se debe el testimonio de sus últimos momentos.
También le ayudó el hermano José Dutton, oficial del ejército norteamericano, protestante convertido al catolicismo, quien, agradecido, quiso quemar su vida en Molokai, junto al padre Damián, cuyas proezas había leído en la prensa de su país.
Y, por fin, en noviembre de 1888, llegaron tres religiosas franciscanas de Siracusa, Estados Unidos, para encargarse del hospital para niñas leprosas, una construcción más del padre Damián. Al frente de ellas, la madre Mariana Cope, beatificada por Benedicto XVI el 14 de mayo de 2005. Al enterarse el padre Damián de su llegada exclamó: «Ahora ya puedo morir tranquilo. Mi tiempo ha pasado, pero mi obra vivirá una vida más próspera que nunca».

Sorpresa final.

Poco antes de que el gran sacerdote muriera, llegó a Molokai un barco. Era el del capitán que lo había traído cuando llegó de misionero. En aquél viaje le había dicho que con el único sacerdote con el cual se confesaría sería con él. Y ahora, el capitán venía expresamente a confesarse con el Padre Damián. Desde entonces la vida de este hombre de mar cambió y mejoró notablemente. También un hombre que había escrito calumniando al santo sacerdote llegó a pedirle perdón y se convirtió al catolicismo.

Hacia el Cielo

Damián de MolokaiEl 15 de abril de 1889, entraba en la eternidad. Al recibir la unción sagrada había exclamado: «¡Cuán dulce se me hace morir cuando pienso que muero hijo de los Sagrados Corazones!». Tenía 49 años, y 16 habían pasado desde que se presentara a los leprosos de Molokai: «Permanecerá con vosotros hasta la muerte. Mi vida será vuestra vida, mi pan será vuestro pan. Y si el buen Dios lo quiere, quizá vuestra enfermedad será un día la mía». Dejaba aquel «reino fétido de cadáveres vivientes» convertido en granja de recreo y jardín perfumado con su santidad, que Dios quiso patentizar con un milagro inmediato: al punto de morir desaparecieron las señales de la lepra y se secaron las llagas de sus manos.
El padre Damián es el patrón espiritual de los leprosos, de los enfermos de SIDA, de los marginados y del Estado de Hawai. El 1 de diciembre de 2005, el Padre Damián fue elegido "el belga más grande de todos los tiempos" por la televisión flamenca (VRT). Juan Pablo II le beatificó el 4 de junio de 1995. Benedicto XVI lo canonizó el 11 de octubre de 2009 en Roma. Su fiesta se celebra el 15 de abril.

Que San Damián de Molokai nos ayude a comprender, como él, que «el alma que se eleva a Dios arrastra en pos de sí a las otras almas que la rodean». Y que la muerte es un dulce despertar cuando se ha vivido en los Corazones de Jesús y de María.

La Madre Teresa de Calcuta, premio Nóbel de la Paz, presentó al Papa Juan Pablo II más de un millón de firma de leprosos pidiéndole la beatificación del Padre Damián. En 1995, el Papa Juan Pablo II, después de haber comprobado milagros obtenidos por la intercesión de este gran misionero, lo declaró beato, y patrono de los que trabajan entre los enfermos de lepra.

Su restos mortales fueron trasladados en 1936 a Bélgica y reposan en la iglesia de la Congregación en Lovaina. Cuando en 1959 Hawai llegó a ser el estado número 50 de la Unión Americana, los representantes del pueblo hawaiano escogieron a Damián para que su estatua les representara en el Capitolio de Washington.


El belga más grande de todos los tiempos

El 3 de mayo de 1936 entraba majestuoso el "Mercator" en el puerto de Amberes. Una multitud expectante esperaba en silencio que el buque atracara en su muelle. Junto a esta masa de gente sencilla se encontraba el rey Leopoldo III y su gobierno; el cardenal primado Van Roey y los obispos de Bélgica. Eran las 3 de la tarde cuando las ululantes sirenas comenzaron a sonar mezcladas con los gritos y los vítores del gentío. Bélgica sabía que estaba recibiendo a su héroe.

"El héroe más sublime de la caridad cristiana", como había dicho el Primado. Antes, el presidente Roosevelt en carta al rey belga había dicho: “...con razón le consideramos un héroe nacional “. En procesión, escoltado por el pueblo y sus hermanos religiosos, llegó a su reposo definitivo en Lovaina.

Sesenta y nueve años después, una encuesta nacional en la que han participado miles de belgas eligió, en diciembre de 2005, al padre Damián como el belga más grande de su historia.

Desde su independencia (proclamada el 20 de diciembre de 1830), Bélgica ha tenido personas destacadas en todos los ámbitos de la actividad humana, sin embargo a la hora de elegir a su hijo más grande, el pueblo se ha inclinado por un sencillo religioso que protagonizó en el siglo XIX una gesta humana y religiosa impresionante. Para medir la grandeza, el pueblo tiene un olfato especial.

Y lo que hizo Damián, encerrándose vivo para compartir los sufrimientos y dolores de miles de leprosos encerrados forzosamente en la isla de Molokai, no deja indiferente a los hombres y mujeres de buena voluntad.

Gandhi había dicho que el mundo cuenta con pocos héroes comparables al padre Damián de Molokai. Bélgica, su país, lo ha proclamado como el más grande de su historia.

Fuente: Parte del texto ha sido extraído de la revista AVE MARÍA - Núm. 744 - Agosto-Septiembre 2008

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...