“Los días de los años de mi peregrinación son ciento treinta años; pocos y malos han sido los días de los años de mi vida, y no llegaron a los días de los años de la vida de mis padres en los días de su peregrinación”. Gén. XLVII:9
¿Por qué dijo el anciano Patriarca que sus días habían sido pocos, él, tan luego, que había vivido el doble que lo que viven ahora los hombres? ¿Y por qué los llamó malos, si la mayor parte fueron años de riquezas y honores, y lo que es más, bendecidos con el favor de Dios? Y sin embargo considera su tiempo corto, sus días malos y su vida no más que una breve peregrinación. Y aún concediendo que sus aflicciones fueron tan señaladas que razonablemente podía menospreciar su vida —a pesar de las bendiciones que llovieron sobre él— esto de que la llame corta sorprende cuando consideramos que dispuso de tanto más tiempo que nosotros para dedicarse a los más altos emprendimientos que se hubiese propuesto. Es cierto que alude a la vida más larga que le fue concedida a sus padres y tal vez sintió que padecía una decrepitud más notable que la de ellos; mas esta diferencia entre él y ellos no alcanza a justificar sus quejas, a menos que no fuera más que una confirmación de sus penas o una ocasión para ventilarlas. Esta palinodia no nace porque Abraham había vivido ciento setenta y cinco años, ni porque Isaac ciento ochenta, ni que él mismo (cuya vida aún no había concluido) sólo ciento treinta. Es que eso no tiene importancia, una vez que el tiempo ha pasado, no importa cuánto ha durado. Indudablemente esta es la razón de que el Patriarca haya hablado como lo hizo: no porque su vida había sido más corta que la de sus padres, sino porque se acababa. Una vez que la vida pasó da exactamente igual que haya durado doscientos años o cincuenta. Y es esta característica con que la vida del hombre viene sellada desde los días de su nacimiento, esto es, su naturaleza mortal, lo que hace que bajo cualquier circunstancia y desde todo punto de vista, la vida nos parece débil y despreciable. Todo aquello que hace a los hombres distintos, ya sea en materia de salud y fortaleza, fortuna o pobreza, felicidad o miseria, todas esas diferencias desaparecen frente a su común destino: la muerte. Dejad que pasen un par de años, y el más longevo de los hombres habrá desaparecido; ni tampoco lo pasado le aprovechará, excepto en sus consecuencias.
Y esta sensación de la nada que es la vida, que se nos representa con toda su fuerza cuando vamos a morir, se ve muy acentuada cuando la contrastamos con las posibilidades que tuvimos los que la hemos vivido. Aún si Jacob hubiese vivido lo que Matusalén la habría llamado corta. Esto es lo que sentimos todos, si bien a primera vista parece contradictorio, que aun cuando sentimos que los días pasan despacio y llenos de acontecimientos, o cargados de penas y pesares (cosa que los alarga y torna tediosos), aun así el año pasa presto y aunque las horas se alarguen el tiempo pasado es como un sueño, bien que creímos que no pasaría nunca mientras que, justamente, pasaba. Y se me hace que la razón de esto es lo siguiente: que, mientras contemplamos la vida humana en sí misma, aunque sea en un mínimo tramo, vemos imbricada en ella la presencia de un alma, la energía de una existencia espiritual, de un ser responsable; no podemos contemplar una vida humana con diligencia sin que a cada paso se nos represente esto. Pero cuando la miramos retrospectivamente la vemos sólo en su exterioridad, sólo como un lapso de tiempo, sólo como un pedazo de la historia terrena. Y la más extensa duración de este mundo terrenal es como polvo y su densidad despreciable comparada con un instante del mundo interior. Es por esta razón que siempre estamos esperando notables cosas de esta vida, viviendo en todo tiempo con grandes expectativas que nacen de la conciencia que tenemos a cada momento de que tenemos almas. Y por lo mismo, vivimos siempre desilusionados considerando aquello que nos ha aprovechado en el pasado, o que podemos esperar en el futuro. Así, la vida siempre promete y nunca cumple sus promesas; y por lo mismo, por larga que sea, nuestros días nos parecen pocos y malos. Este es el asunto que ahora quiero considerar.
Porque nuestra vida sobre la tierra promete lo que nunca realiza: promete la inmortalidad y sin embargo es mortal; contiene vida en la muerte y eternidad en el tiempo; nos atrae con principios que la fe sola consigue llevar a su plenitud. Me refiero con esto a quienes por ser cristianos, tomamos conciencia de las posibilidades y dones de que disponen nuestras almas. Semejante conciencia nos confirma en la certeza de que han de durar más allá de esta vida: es el caso de aquellos que conocemos bien y que, por ser buenos y santos y considerados, se nos representan en esta vida con una impronta inmortal. La grandeza de sus dones, contrastado con el escaso tiempo que han tenido para hacerlos fructificar, nos obliga a considerar la otra vida como incoada en esta, como necesaria contraparte y consecuencia de esta vida terrenal (siempre que creamos que existe un Gobernador justo del mundo que no crea hombres de balde).
Esta es una noción que no siempre tenemos presente, sino que se nos representa bajo ciertas circunstancias. Y tal vez muchos de ustedes jamás lo pensaron así, pero quizá al oírlo decir reconocen lo que quiero decir mientras la describo. Me refiero al hecho de que cuando uno ve alguna persona muy buena, cuyas gracias conocemos bien, cuya amabilidad, afecto, delicadeza y generosidad se destacan mucho——y luego allí está muriéndose (y pongamos por caso que no de una muerte prematura sino de alguien que ha vivido plenamente largos años), en tal instancia nos sorprende una noción que se nos impone con fuerza: “Ciertamente no ha de morir aún; aún no ha tenido oportunidad bastante para ejercitar debidamente, para hacer fructificar plenamente, los dones con que Dios lo engalanó”. Aunque haya vivido setenta u ochenta años, lo mismo da, como que tenemos la impresión de que no ha hecho nada todavía, y que su vida recién empezaba. Tal vez ha vivido todos sus días en una esfera privada, quizá se ha visto envuelto en una serie de asuntos triviales y no ha dado fruto aparente. Ha pasado por una serie de pruebas que apenas si alcanzaron para poner en evidencia sus talentos, pero no para emplearlos adecuadamente. Tiene, como quizá percibimos, un talante noble y benevolente, un gran corazón y un temperamento generoso, que, si sólo hubiese tenido oportunidad, habría derramado bendiciones a cada paso; y sin embargo nunca ha sido rico—muere pobre. Nos hemos ido acostumbrado a decirnos “¿Qué no sería de éste si fuera rico?” No porque pensáramos que algún día fuera a poseer riquezas, sino por la sensación que tenemos de que le quedarían bien; y luego, cuando de hecho muere tal como vivió, sin esas riquezas, nos sentimos algo desilusionados——ha habido un fracaso——su alma, creemos, nunca se ha desarrollado enteramente——había tenido un tesoro dentro de sí que nunca había usado. Comparados con su capacidad y potencialidades, sus días han sido pocos y malos y ha envejecido prematuramente. Esta impresión que tenemos nos induce a mirar hacia un estado futuro como un tiempo en el que todos esos talentos florecerán plenamente.
No estoy aquí tratando de probar que existe tal estado futuro, démoslo por descontado. Lo que quiero decir es que por encima y mucho más allá de nuestra fe en esta gran verdad, se nos induce a creer en algo más, adquirimos la convicción de que hay otra vida en el más allá con una certeza que taladra el corazón mientras nos hiere la imperfección de nuestra condición presente. La grandeza misma de nuestras potencialidades hacen que esta vida parezca tan miserable; la miseria misma de esta vida nos obliga a poner nuestros ojos en la otra; y la esperanza de otra vida le da valor y dignidad a esta que la promete. Así es que esta vida es a la vez magnífica y pequeña, y con gran razón la desdeñamos mientras al mismo tiempo exaltamos su importancia.
Y luego, si esta vida es corta, aun la más larga, es por razón de esta falta de proporción entre lo que fue y lo que acaso hubiera podido ser (y por supuesto que esto es más evidente cuando la vida acaba de repente y aparece la muerte prematuramente). Ha habido casos de hombres quienes, en un solo instante de sus vidas, han exhibido una altura sobrehumana y una majestad de alma que les hubiese tomado siglos desarrollar en medio de las minucias de esta vida y, por decirlo así, gastarlas en tales objetos; y quienes, como a la luz de un relámpago dan fe de su inmortalidad, nos dejan una prenda de que no son sino como ángeles disfrazados, los elegidos de Dios sellados para la vida eterna y destinados para juzgar al mundo y reinar con Cristo por los siglos de los siglos. Con todo, de repente nos son arrebatados y casi no hemos tenido tiempo de reconocerlos que ya los perdemos. ¿Acaso podemos creer otra cosa? ¿Que no nos han sido quitados sino para ser trasladados a una región más alta para cosas más elevadas? A veces se dice esto con referencia a quienes disponen de gran capacidad intelectual; pero es todavía más cierto cuando se refiere a nuestra naturaleza moral. Hay algo en la moral, en la defensa de la verdad y la búsqueda del bien, en la fe, en la constancia, en quienes tienen puesta la mente en cosas celestiales, en la compasión, en el coraje y en la mansedumbre que encontramos entre algunos, para quienes las circunstancias de este mundo parecen especialmente inapropiadas, para quienes la vida más prolongada resulta insuficiente, para quienes las más tentadoras oportunidades de este mundo parecen decepcionantes. Son aquellos que parecen obligados a reventar la prisión de este mundo para poder desplegar con libertad sus dones. De modo tal que cuando muere un buen hombre, uno se ve inclinado a decir “No se ha mostrado enteramente, no tuvo la oportunidad de ejercer su magisterio, de exhibir sus talentos bajo prueba; sus días se han ido como una sombra y quedo marchito como pasto seco”.
Empleo la palabra “decepcionante” como la única que expresa nuestros sentimientos frente a la muerte de uno de los santos de Dios. A menos que nuestra fe sea tan activa que, por decirlo así, taladre la tumba y vea el más allá, nos sentimos deprimidos ante lo que parece el fracaso de grandes cosas que no fueron. Y paradójicamente de esta sensación podemos colegir una esperanza; pues si esta vida es tan decepcionante, tan trunca, por cierto que no puede constituir el todo.
Esta sensación de decepción nos acosa a menudo, especialmente cuando oímos hablar o somos testigos de la muerte de hombres santos. La hora de la muerte se nos representa como una estación que, en manos de la Providencia, parece llegado el momento de grandes cosas que podrían cumplirse, si se me permite la palabra; da la impresión de que en aquella hora mucho podría hacerse por la gloria de Dios, el bien del hombre, y la manifestación de aquel que muere. Y antes de eso los amigos tal vez esperan que entonces sucederán grandes cosas, cosas que nunca olvidarán. Y sin embargo, “¿Cómo muere el sabio? Igual que el necio” (Eclesiastés, II:16).
Tal es la experiencia de quien aquí predica, y de esa experiencia doy fe. El Rey Josías, aquel celoso servidor del Dios Viviente muere con la misma muerte que el malvado Acab, el adorador de Baal. Los cristianos verdaderos mueren igual que todos los demás. Uno muere en un accidente repentino, otro en batalla, otro sin amigos que vean cómo muere, otro está inconsciente o fuera de sí. De modo que parece que la oportunidad ha sido despreciada y obligadamente recordamos que “la manifestación de los hijos de Dios” (Rom. VIIII:19) ha quedado diferida; que todavía “la creación entera gime” aguardando su realización; que esta vida no está a la altura de aquella carga de un oficio tan elevado como es el de poner de manifiesto a aquellos, cuyo nombre es secreto, pero que en su momento “resplandecerán como el sol en el reino del Padre” (Mt. XIII:43).
Pero más todavía (si se nos permite especular un poco más), algo de esto intuimos, algo de esto ocurre entre los cristianos fieles cuando presencian el momento en que un alma se separa del cuerpo: la sensación jubilosa que tendremos al tomar conciencia de que el tiempo de prueba ha terminado de una vez y para siempre. Por más que su vida fuera larga, enervada con una disciplina dolorosa, aun así, podemos suponer que tal cristiano siente en ese momento supremo la misma clase de sorpresa ante el hecho de que su vida ha terminado, análoga a lo que sucede con cualquier empresa de esta vida, que cuando su objeto es logrado y ya no hay anticipación, su misma finalización nos toma por sorpresa. En cualquier punto de nuestras vidas, cuando nos hemos preparado con toda el alma para algún acontecimiento en particular, una entrevista con extranjeros, o la visión de algún paisaje espectacular, o en ocasión de una prueba particularmente exigente, cuando llega y luego se va, tenemos una extraña sensación de anticlímax.
Así——pero sin mezcla de dolor, sin fatiga, ni melancolía, ni desilusión alguna, puede que sea la contemplación jubilosa del espíritu desencarnado. Es como si se dijese a sí mismo:
¿Y bien? Ahora todo ha terminado; esto es lo que esperé durante tanto tiempo, la hora para la cual me he tensado, para la que me he preparado con ayunos, oraciones y trabajos de santificación. La muerte ha venido y se ha ido——es el fin. ¡Ah, ¿será posible?! ¡Cuán fácil ha sido la prueba, cuán barato el precio de la gloria eterna! Un par de enfermedades severas, algún tiempo con dolores agudos, o unos pocos años crueles, o un par de penas y perplejidades, alguna breve estación de desolación, de combates y de miedos, algunas muertes de seres queridos que nos ha dolido por algún tiempo o el mal trato que me ha dado el mundo——¡cómo me atormentaba con esas cosas! ¡cuánto tiempo estuve pensando en ellas pensando que eran importantes y ahora qué poca cosa parecen! ¡Qué poca cosa es la vida humana, despreciable en sí misma y sin embargo en sus efectos invalorable! Pues para mí ha sido una pequeña semilla que he adquirido fácilmente y que luego ha germinado y florecido convirtiéndose en un júbilo sin fin.
Ya que esta vida, considerada en sí misma, nos aprovecha de tan poco, está claro cómo debiéramos contemplarla mientras pasamos por ella. Deberíamos recordar que no es apenas más que un accidente de nuestro ser——que no es parte nuestra, nosotros los inmortales; deberíamos tener presente en todo tiempo que somos espíritus inmortales, independientes del tiempo y el espacio, y que esta vida no es más que una especie de escenario sobre el cual nos toca actuar durante un rato y que sólo cumple el propósito de ponernos a prueba para ver si hemos de servir a Dios o no. No debiéramos considerarnos parte de este mundo más que los jugadores se consideran parte del juego mientras se desarrolla el partido. Y considerar la vida como una especie de sueño, tan ajeno y diferente de la existencia real y eterna como puede serlo un sueño comparado con el despertar. Un sueño serio, ciertamente, en cuanto permite que seamos juzgados, mas en sí mismo una especie de sombra sin sustancia, una escena que se desarrolla delante nuestro y en donde parece que debemos actuar como si fuera verdad, como si fuera real, porque todo lo que nos viene al encuentro ejerce influencia sobre nosotros y nuestro destino.
El alma en gracia está en comunión con los santos y los ángeles y su vida está “escondida con Cristo en Dios” (Col. II:3). Tiene asignada un lugar en la corte de Dios, no pertenece a este mundo: sólo contempla al mundo como un espectador podría contemplar un espectáculo o un desfile——y al que de vez en cuando se lo llama para que participe. Y mientras obedece al instinto de sus sentidos lo hace por consideración a Dios y se somete a las cosas del tiempo sólo en la medida en que puede ser perfeccionado por ellas de modo tal que, cuando el velo sea retirado y se vea en el lugar donde siempre ha estado, en el Reino de Dios, pueda ser hallado digno de regocijarse en aquella estancia. Semejante concepción de la vida remueve completamente cualquier sorpresa o decepción al encontrarla tan incompleta: de otro modo y para el caso, sería como que esperáramos hallar plenitud en una conversación casual con un desconocido, o en el trabajo o diversión de una hora.
Recapitulemos entonces acerca de nuestra condición actual: esta vida es preciosa en cuanto nos revela, entre sombras y figuras, la existencia y los atributos de Dios Todopoderoso y Su pueblo elegido. Es preciosa porque nos permite tener trato con almas inmortales que también están a prueba al igual que nosotros. Es importante como el escenario y el modo en que somos puestos a prueba; pero más allá de esto no tiene cómo reclamarnos nada. “Vanidad de vanidades, dice el Predicador, todo es vanidad”. Podemos ser ricos o pobres, jóvenes o ancianos, honrados o despreciados, lo mismo da, no debería afectarnos mayormente——ni para que nos exaltemos ni para que nos deprimamos——más que si fuésemos actores en una obra de teatro, que saben que no son los dueños de los personajes que representan, y que aunque aparentemente algunos son superiores a otros, unos parecen reyes y otros campesinos, en realidad están todos en el mismo nivel. El único deseo que debiera movernos debería ser, antes que cualquier otro, el de verLo cara a cara, a Aquel que ahora permanece escondido para nosotros; y luego el de disfrutar eternamente de una comunicación directa, en y a través de El, de los amigos que tenemos alrededor, a quienes ahora sólo podemos conocer mediante los sentidos, a través de canales de comunicación precarios y parciales que poca noticia nos dan de sus corazones.
Estos son los sentimientos apropiados para un mundo atractivo pero engañoso. ¿Qué tenemos que ver con sus regalos y honores, nosotros que, habiendo sido bautizados para el mundo venidero, ya no somos ciudadanos de éste? ¿Por qué habríamos de estar ansiosos por adquirir una vida larga, placer, plata, prestigio o poder cuando sabemos que el mundo venidero será todo lo que el corazón puede añorar, y eso no sólo en apariencia sino real y eternamente? ¿Por qué habríamos de descansar en este mundo, cuando tenemos la prenda y promesa de otro? ¿Por qué contentarnos con su superficie en lugar de apropiarnos de aquello que está guardado debajo?
Para los que viven de su fe, todo habla del mundo futuro; aun las glorias de la naturaleza, el sol, la luna, las estrellas y las riquezas y bellezas de la tierra son sólo tipos y figuras que atestiguan y enseñan las cosas invisibles de Dios. Todo lo que vemos está destinado un día a terminar en un gran florecimiento celestial y transfigurándose en una gloria eterna. En nuestra condición actual no vemos el cielo, pero en el tiempo oportuno, así como aparecen las cosas cuando se derrite la nieve que las cubría, así esta creación visible desaparecerá para dar paso a estos esplendores más grandes que están detrás de ella, y que al presente dependen de ella. En aquel día las sombras se retirarán y la sustancia se mostrará. El sol empalidecerá y se perderá en el cielo, pero será delante de la radiante presencia de Aquel que representa, el Sol de Justicia, con su remedio en Sus alas, quien aparecerá de forma visible, como un novio sale de su recámara, mientras que su tipo perecedero decae. Las estrellas que lo rodean serán reemplazadas por santos y ángeles girando en torno a su trono. Más arriba y más abajo, las nubes del cielo, los árboles del campo, las aguas más profundas se verán impregnadas con las formas de espíritus eternos, los sirvientes de Dios que hacen Su voluntad. Y luego, de manera parecida, nuestros propios cuerpos mortales revelarán que en ellos moraba el hombre interior, que por entonces recibirá proporciones adecuadas, como el armonioso órgano del alma, en lugar de la torpe masa de carne y sangre que vemos y tocamos al presente. Es para esto, en la expectativa de esta gloriosa manifestación, que ahora la creación entera gime con dolores de parto, esperando ansiosamente el tiempo oportuno.
Estos son pensamientos que nos hacen decir empeñosa y devotamente “Ven Señor Jesús, ven a terminar con el tiempo de la espera, de la oscuridad, de la turbulencia, de las peleas, de las penas, de las tribulaciones”. Son pensamientos que deberían llevarnos a alegrarnos con cada día y cada hora que pasa, como que trae cada vez más cerca el tiempo de Su manifestación y el fin del pecado y la miseria. Así deberían afectarnos estas ideas; y así sería, si no fuese por la carga de la culpa que pesa sobre nosotros por razón de los pecados cometidos contra la luz y la gracia. ¡Oh si hubiese sido de otro modo con nosotros! ¡Oh si nos hubiésemos acomodado debidamente a esta lección que nos da el mundo y hubiésemos mejorado los dones de esta vida de modo tal que al llegar el momento de morir, pudiésemos regocijarnos en su preciosura! ¡Oh si no fuera porque tenemos conciencia de las oscuras manchas del alma, la acumulación de los años y de las enfermedades que continuamente nos aquejan! Si no fuera por todo esto——si no fuera porque no estamos debidamente preparados, como en algún sentido se puede decir, ¡con qué gozo celebraríamos cada mes y cada año que pasa como prenda de que nuestro Salvador está más cerca nuestro que lo que estaba antes!
Que El nos otorgue Su gracia abundantemente para que en el encuentro con Su Presencia ¡no nos avergoncemos porque viene! ¡Que El nos conceda la sobreabundancia de Su gracia: que El nos alimente con Sus más preciosos dones: que El expulse el veneno de nuestras almas: que El nos lave dejándonos inmaculados en Su preciosísima sangre y que nos otorgue la plenitud de la fe, de la esperanza y de la caridad como anticipos de la porción celestial que nos ha reservado!
¿Por qué dijo el anciano Patriarca que sus días habían sido pocos, él, tan luego, que había vivido el doble que lo que viven ahora los hombres? ¿Y por qué los llamó malos, si la mayor parte fueron años de riquezas y honores, y lo que es más, bendecidos con el favor de Dios? Y sin embargo considera su tiempo corto, sus días malos y su vida no más que una breve peregrinación. Y aún concediendo que sus aflicciones fueron tan señaladas que razonablemente podía menospreciar su vida —a pesar de las bendiciones que llovieron sobre él— esto de que la llame corta sorprende cuando consideramos que dispuso de tanto más tiempo que nosotros para dedicarse a los más altos emprendimientos que se hubiese propuesto. Es cierto que alude a la vida más larga que le fue concedida a sus padres y tal vez sintió que padecía una decrepitud más notable que la de ellos; mas esta diferencia entre él y ellos no alcanza a justificar sus quejas, a menos que no fuera más que una confirmación de sus penas o una ocasión para ventilarlas. Esta palinodia no nace porque Abraham había vivido ciento setenta y cinco años, ni porque Isaac ciento ochenta, ni que él mismo (cuya vida aún no había concluido) sólo ciento treinta. Es que eso no tiene importancia, una vez que el tiempo ha pasado, no importa cuánto ha durado. Indudablemente esta es la razón de que el Patriarca haya hablado como lo hizo: no porque su vida había sido más corta que la de sus padres, sino porque se acababa. Una vez que la vida pasó da exactamente igual que haya durado doscientos años o cincuenta. Y es esta característica con que la vida del hombre viene sellada desde los días de su nacimiento, esto es, su naturaleza mortal, lo que hace que bajo cualquier circunstancia y desde todo punto de vista, la vida nos parece débil y despreciable. Todo aquello que hace a los hombres distintos, ya sea en materia de salud y fortaleza, fortuna o pobreza, felicidad o miseria, todas esas diferencias desaparecen frente a su común destino: la muerte. Dejad que pasen un par de años, y el más longevo de los hombres habrá desaparecido; ni tampoco lo pasado le aprovechará, excepto en sus consecuencias.
Y esta sensación de la nada que es la vida, que se nos representa con toda su fuerza cuando vamos a morir, se ve muy acentuada cuando la contrastamos con las posibilidades que tuvimos los que la hemos vivido. Aún si Jacob hubiese vivido lo que Matusalén la habría llamado corta. Esto es lo que sentimos todos, si bien a primera vista parece contradictorio, que aun cuando sentimos que los días pasan despacio y llenos de acontecimientos, o cargados de penas y pesares (cosa que los alarga y torna tediosos), aun así el año pasa presto y aunque las horas se alarguen el tiempo pasado es como un sueño, bien que creímos que no pasaría nunca mientras que, justamente, pasaba. Y se me hace que la razón de esto es lo siguiente: que, mientras contemplamos la vida humana en sí misma, aunque sea en un mínimo tramo, vemos imbricada en ella la presencia de un alma, la energía de una existencia espiritual, de un ser responsable; no podemos contemplar una vida humana con diligencia sin que a cada paso se nos represente esto. Pero cuando la miramos retrospectivamente la vemos sólo en su exterioridad, sólo como un lapso de tiempo, sólo como un pedazo de la historia terrena. Y la más extensa duración de este mundo terrenal es como polvo y su densidad despreciable comparada con un instante del mundo interior. Es por esta razón que siempre estamos esperando notables cosas de esta vida, viviendo en todo tiempo con grandes expectativas que nacen de la conciencia que tenemos a cada momento de que tenemos almas. Y por lo mismo, vivimos siempre desilusionados considerando aquello que nos ha aprovechado en el pasado, o que podemos esperar en el futuro. Así, la vida siempre promete y nunca cumple sus promesas; y por lo mismo, por larga que sea, nuestros días nos parecen pocos y malos. Este es el asunto que ahora quiero considerar.
Porque nuestra vida sobre la tierra promete lo que nunca realiza: promete la inmortalidad y sin embargo es mortal; contiene vida en la muerte y eternidad en el tiempo; nos atrae con principios que la fe sola consigue llevar a su plenitud. Me refiero con esto a quienes por ser cristianos, tomamos conciencia de las posibilidades y dones de que disponen nuestras almas. Semejante conciencia nos confirma en la certeza de que han de durar más allá de esta vida: es el caso de aquellos que conocemos bien y que, por ser buenos y santos y considerados, se nos representan en esta vida con una impronta inmortal. La grandeza de sus dones, contrastado con el escaso tiempo que han tenido para hacerlos fructificar, nos obliga a considerar la otra vida como incoada en esta, como necesaria contraparte y consecuencia de esta vida terrenal (siempre que creamos que existe un Gobernador justo del mundo que no crea hombres de balde).
Esta es una noción que no siempre tenemos presente, sino que se nos representa bajo ciertas circunstancias. Y tal vez muchos de ustedes jamás lo pensaron así, pero quizá al oírlo decir reconocen lo que quiero decir mientras la describo. Me refiero al hecho de que cuando uno ve alguna persona muy buena, cuyas gracias conocemos bien, cuya amabilidad, afecto, delicadeza y generosidad se destacan mucho——y luego allí está muriéndose (y pongamos por caso que no de una muerte prematura sino de alguien que ha vivido plenamente largos años), en tal instancia nos sorprende una noción que se nos impone con fuerza: “Ciertamente no ha de morir aún; aún no ha tenido oportunidad bastante para ejercitar debidamente, para hacer fructificar plenamente, los dones con que Dios lo engalanó”. Aunque haya vivido setenta u ochenta años, lo mismo da, como que tenemos la impresión de que no ha hecho nada todavía, y que su vida recién empezaba. Tal vez ha vivido todos sus días en una esfera privada, quizá se ha visto envuelto en una serie de asuntos triviales y no ha dado fruto aparente. Ha pasado por una serie de pruebas que apenas si alcanzaron para poner en evidencia sus talentos, pero no para emplearlos adecuadamente. Tiene, como quizá percibimos, un talante noble y benevolente, un gran corazón y un temperamento generoso, que, si sólo hubiese tenido oportunidad, habría derramado bendiciones a cada paso; y sin embargo nunca ha sido rico—muere pobre. Nos hemos ido acostumbrado a decirnos “¿Qué no sería de éste si fuera rico?” No porque pensáramos que algún día fuera a poseer riquezas, sino por la sensación que tenemos de que le quedarían bien; y luego, cuando de hecho muere tal como vivió, sin esas riquezas, nos sentimos algo desilusionados——ha habido un fracaso——su alma, creemos, nunca se ha desarrollado enteramente——había tenido un tesoro dentro de sí que nunca había usado. Comparados con su capacidad y potencialidades, sus días han sido pocos y malos y ha envejecido prematuramente. Esta impresión que tenemos nos induce a mirar hacia un estado futuro como un tiempo en el que todos esos talentos florecerán plenamente.
No estoy aquí tratando de probar que existe tal estado futuro, démoslo por descontado. Lo que quiero decir es que por encima y mucho más allá de nuestra fe en esta gran verdad, se nos induce a creer en algo más, adquirimos la convicción de que hay otra vida en el más allá con una certeza que taladra el corazón mientras nos hiere la imperfección de nuestra condición presente. La grandeza misma de nuestras potencialidades hacen que esta vida parezca tan miserable; la miseria misma de esta vida nos obliga a poner nuestros ojos en la otra; y la esperanza de otra vida le da valor y dignidad a esta que la promete. Así es que esta vida es a la vez magnífica y pequeña, y con gran razón la desdeñamos mientras al mismo tiempo exaltamos su importancia.
Y luego, si esta vida es corta, aun la más larga, es por razón de esta falta de proporción entre lo que fue y lo que acaso hubiera podido ser (y por supuesto que esto es más evidente cuando la vida acaba de repente y aparece la muerte prematuramente). Ha habido casos de hombres quienes, en un solo instante de sus vidas, han exhibido una altura sobrehumana y una majestad de alma que les hubiese tomado siglos desarrollar en medio de las minucias de esta vida y, por decirlo así, gastarlas en tales objetos; y quienes, como a la luz de un relámpago dan fe de su inmortalidad, nos dejan una prenda de que no son sino como ángeles disfrazados, los elegidos de Dios sellados para la vida eterna y destinados para juzgar al mundo y reinar con Cristo por los siglos de los siglos. Con todo, de repente nos son arrebatados y casi no hemos tenido tiempo de reconocerlos que ya los perdemos. ¿Acaso podemos creer otra cosa? ¿Que no nos han sido quitados sino para ser trasladados a una región más alta para cosas más elevadas? A veces se dice esto con referencia a quienes disponen de gran capacidad intelectual; pero es todavía más cierto cuando se refiere a nuestra naturaleza moral. Hay algo en la moral, en la defensa de la verdad y la búsqueda del bien, en la fe, en la constancia, en quienes tienen puesta la mente en cosas celestiales, en la compasión, en el coraje y en la mansedumbre que encontramos entre algunos, para quienes las circunstancias de este mundo parecen especialmente inapropiadas, para quienes la vida más prolongada resulta insuficiente, para quienes las más tentadoras oportunidades de este mundo parecen decepcionantes. Son aquellos que parecen obligados a reventar la prisión de este mundo para poder desplegar con libertad sus dones. De modo tal que cuando muere un buen hombre, uno se ve inclinado a decir “No se ha mostrado enteramente, no tuvo la oportunidad de ejercer su magisterio, de exhibir sus talentos bajo prueba; sus días se han ido como una sombra y quedo marchito como pasto seco”.
Empleo la palabra “decepcionante” como la única que expresa nuestros sentimientos frente a la muerte de uno de los santos de Dios. A menos que nuestra fe sea tan activa que, por decirlo así, taladre la tumba y vea el más allá, nos sentimos deprimidos ante lo que parece el fracaso de grandes cosas que no fueron. Y paradójicamente de esta sensación podemos colegir una esperanza; pues si esta vida es tan decepcionante, tan trunca, por cierto que no puede constituir el todo.
Esta sensación de decepción nos acosa a menudo, especialmente cuando oímos hablar o somos testigos de la muerte de hombres santos. La hora de la muerte se nos representa como una estación que, en manos de la Providencia, parece llegado el momento de grandes cosas que podrían cumplirse, si se me permite la palabra; da la impresión de que en aquella hora mucho podría hacerse por la gloria de Dios, el bien del hombre, y la manifestación de aquel que muere. Y antes de eso los amigos tal vez esperan que entonces sucederán grandes cosas, cosas que nunca olvidarán. Y sin embargo, “¿Cómo muere el sabio? Igual que el necio” (Eclesiastés, II:16).
Tal es la experiencia de quien aquí predica, y de esa experiencia doy fe. El Rey Josías, aquel celoso servidor del Dios Viviente muere con la misma muerte que el malvado Acab, el adorador de Baal. Los cristianos verdaderos mueren igual que todos los demás. Uno muere en un accidente repentino, otro en batalla, otro sin amigos que vean cómo muere, otro está inconsciente o fuera de sí. De modo que parece que la oportunidad ha sido despreciada y obligadamente recordamos que “la manifestación de los hijos de Dios” (Rom. VIIII:19) ha quedado diferida; que todavía “la creación entera gime” aguardando su realización; que esta vida no está a la altura de aquella carga de un oficio tan elevado como es el de poner de manifiesto a aquellos, cuyo nombre es secreto, pero que en su momento “resplandecerán como el sol en el reino del Padre” (Mt. XIII:43).
Pero más todavía (si se nos permite especular un poco más), algo de esto intuimos, algo de esto ocurre entre los cristianos fieles cuando presencian el momento en que un alma se separa del cuerpo: la sensación jubilosa que tendremos al tomar conciencia de que el tiempo de prueba ha terminado de una vez y para siempre. Por más que su vida fuera larga, enervada con una disciplina dolorosa, aun así, podemos suponer que tal cristiano siente en ese momento supremo la misma clase de sorpresa ante el hecho de que su vida ha terminado, análoga a lo que sucede con cualquier empresa de esta vida, que cuando su objeto es logrado y ya no hay anticipación, su misma finalización nos toma por sorpresa. En cualquier punto de nuestras vidas, cuando nos hemos preparado con toda el alma para algún acontecimiento en particular, una entrevista con extranjeros, o la visión de algún paisaje espectacular, o en ocasión de una prueba particularmente exigente, cuando llega y luego se va, tenemos una extraña sensación de anticlímax.
Así——pero sin mezcla de dolor, sin fatiga, ni melancolía, ni desilusión alguna, puede que sea la contemplación jubilosa del espíritu desencarnado. Es como si se dijese a sí mismo:
¿Y bien? Ahora todo ha terminado; esto es lo que esperé durante tanto tiempo, la hora para la cual me he tensado, para la que me he preparado con ayunos, oraciones y trabajos de santificación. La muerte ha venido y se ha ido——es el fin. ¡Ah, ¿será posible?! ¡Cuán fácil ha sido la prueba, cuán barato el precio de la gloria eterna! Un par de enfermedades severas, algún tiempo con dolores agudos, o unos pocos años crueles, o un par de penas y perplejidades, alguna breve estación de desolación, de combates y de miedos, algunas muertes de seres queridos que nos ha dolido por algún tiempo o el mal trato que me ha dado el mundo——¡cómo me atormentaba con esas cosas! ¡cuánto tiempo estuve pensando en ellas pensando que eran importantes y ahora qué poca cosa parecen! ¡Qué poca cosa es la vida humana, despreciable en sí misma y sin embargo en sus efectos invalorable! Pues para mí ha sido una pequeña semilla que he adquirido fácilmente y que luego ha germinado y florecido convirtiéndose en un júbilo sin fin.
Ya que esta vida, considerada en sí misma, nos aprovecha de tan poco, está claro cómo debiéramos contemplarla mientras pasamos por ella. Deberíamos recordar que no es apenas más que un accidente de nuestro ser——que no es parte nuestra, nosotros los inmortales; deberíamos tener presente en todo tiempo que somos espíritus inmortales, independientes del tiempo y el espacio, y que esta vida no es más que una especie de escenario sobre el cual nos toca actuar durante un rato y que sólo cumple el propósito de ponernos a prueba para ver si hemos de servir a Dios o no. No debiéramos considerarnos parte de este mundo más que los jugadores se consideran parte del juego mientras se desarrolla el partido. Y considerar la vida como una especie de sueño, tan ajeno y diferente de la existencia real y eterna como puede serlo un sueño comparado con el despertar. Un sueño serio, ciertamente, en cuanto permite que seamos juzgados, mas en sí mismo una especie de sombra sin sustancia, una escena que se desarrolla delante nuestro y en donde parece que debemos actuar como si fuera verdad, como si fuera real, porque todo lo que nos viene al encuentro ejerce influencia sobre nosotros y nuestro destino.
El alma en gracia está en comunión con los santos y los ángeles y su vida está “escondida con Cristo en Dios” (Col. II:3). Tiene asignada un lugar en la corte de Dios, no pertenece a este mundo: sólo contempla al mundo como un espectador podría contemplar un espectáculo o un desfile——y al que de vez en cuando se lo llama para que participe. Y mientras obedece al instinto de sus sentidos lo hace por consideración a Dios y se somete a las cosas del tiempo sólo en la medida en que puede ser perfeccionado por ellas de modo tal que, cuando el velo sea retirado y se vea en el lugar donde siempre ha estado, en el Reino de Dios, pueda ser hallado digno de regocijarse en aquella estancia. Semejante concepción de la vida remueve completamente cualquier sorpresa o decepción al encontrarla tan incompleta: de otro modo y para el caso, sería como que esperáramos hallar plenitud en una conversación casual con un desconocido, o en el trabajo o diversión de una hora.
Recapitulemos entonces acerca de nuestra condición actual: esta vida es preciosa en cuanto nos revela, entre sombras y figuras, la existencia y los atributos de Dios Todopoderoso y Su pueblo elegido. Es preciosa porque nos permite tener trato con almas inmortales que también están a prueba al igual que nosotros. Es importante como el escenario y el modo en que somos puestos a prueba; pero más allá de esto no tiene cómo reclamarnos nada. “Vanidad de vanidades, dice el Predicador, todo es vanidad”. Podemos ser ricos o pobres, jóvenes o ancianos, honrados o despreciados, lo mismo da, no debería afectarnos mayormente——ni para que nos exaltemos ni para que nos deprimamos——más que si fuésemos actores en una obra de teatro, que saben que no son los dueños de los personajes que representan, y que aunque aparentemente algunos son superiores a otros, unos parecen reyes y otros campesinos, en realidad están todos en el mismo nivel. El único deseo que debiera movernos debería ser, antes que cualquier otro, el de verLo cara a cara, a Aquel que ahora permanece escondido para nosotros; y luego el de disfrutar eternamente de una comunicación directa, en y a través de El, de los amigos que tenemos alrededor, a quienes ahora sólo podemos conocer mediante los sentidos, a través de canales de comunicación precarios y parciales que poca noticia nos dan de sus corazones.
Estos son los sentimientos apropiados para un mundo atractivo pero engañoso. ¿Qué tenemos que ver con sus regalos y honores, nosotros que, habiendo sido bautizados para el mundo venidero, ya no somos ciudadanos de éste? ¿Por qué habríamos de estar ansiosos por adquirir una vida larga, placer, plata, prestigio o poder cuando sabemos que el mundo venidero será todo lo que el corazón puede añorar, y eso no sólo en apariencia sino real y eternamente? ¿Por qué habríamos de descansar en este mundo, cuando tenemos la prenda y promesa de otro? ¿Por qué contentarnos con su superficie en lugar de apropiarnos de aquello que está guardado debajo?
Para los que viven de su fe, todo habla del mundo futuro; aun las glorias de la naturaleza, el sol, la luna, las estrellas y las riquezas y bellezas de la tierra son sólo tipos y figuras que atestiguan y enseñan las cosas invisibles de Dios. Todo lo que vemos está destinado un día a terminar en un gran florecimiento celestial y transfigurándose en una gloria eterna. En nuestra condición actual no vemos el cielo, pero en el tiempo oportuno, así como aparecen las cosas cuando se derrite la nieve que las cubría, así esta creación visible desaparecerá para dar paso a estos esplendores más grandes que están detrás de ella, y que al presente dependen de ella. En aquel día las sombras se retirarán y la sustancia se mostrará. El sol empalidecerá y se perderá en el cielo, pero será delante de la radiante presencia de Aquel que representa, el Sol de Justicia, con su remedio en Sus alas, quien aparecerá de forma visible, como un novio sale de su recámara, mientras que su tipo perecedero decae. Las estrellas que lo rodean serán reemplazadas por santos y ángeles girando en torno a su trono. Más arriba y más abajo, las nubes del cielo, los árboles del campo, las aguas más profundas se verán impregnadas con las formas de espíritus eternos, los sirvientes de Dios que hacen Su voluntad. Y luego, de manera parecida, nuestros propios cuerpos mortales revelarán que en ellos moraba el hombre interior, que por entonces recibirá proporciones adecuadas, como el armonioso órgano del alma, en lugar de la torpe masa de carne y sangre que vemos y tocamos al presente. Es para esto, en la expectativa de esta gloriosa manifestación, que ahora la creación entera gime con dolores de parto, esperando ansiosamente el tiempo oportuno.
Estos son pensamientos que nos hacen decir empeñosa y devotamente “Ven Señor Jesús, ven a terminar con el tiempo de la espera, de la oscuridad, de la turbulencia, de las peleas, de las penas, de las tribulaciones”. Son pensamientos que deberían llevarnos a alegrarnos con cada día y cada hora que pasa, como que trae cada vez más cerca el tiempo de Su manifestación y el fin del pecado y la miseria. Así deberían afectarnos estas ideas; y así sería, si no fuese por la carga de la culpa que pesa sobre nosotros por razón de los pecados cometidos contra la luz y la gracia. ¡Oh si hubiese sido de otro modo con nosotros! ¡Oh si nos hubiésemos acomodado debidamente a esta lección que nos da el mundo y hubiésemos mejorado los dones de esta vida de modo tal que al llegar el momento de morir, pudiésemos regocijarnos en su preciosura! ¡Oh si no fuera porque tenemos conciencia de las oscuras manchas del alma, la acumulación de los años y de las enfermedades que continuamente nos aquejan! Si no fuera por todo esto——si no fuera porque no estamos debidamente preparados, como en algún sentido se puede decir, ¡con qué gozo celebraríamos cada mes y cada año que pasa como prenda de que nuestro Salvador está más cerca nuestro que lo que estaba antes!
Que El nos otorgue Su gracia abundantemente para que en el encuentro con Su Presencia ¡no nos avergoncemos porque viene! ¡Que El nos conceda la sobreabundancia de Su gracia: que El nos alimente con Sus más preciosos dones: que El expulse el veneno de nuestras almas: que El nos lave dejándonos inmaculados en Su preciosísima sangre y que nos otorgue la plenitud de la fe, de la esperanza y de la caridad como anticipos de la porción celestial que nos ha reservado!
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