viernes, 31 de julio de 2009
San Ignacio de Loyola: un alma repleta de lógica y admiración
Cuando analizamos el modo de ser y de actuar de San Ignacio de Loyola, percibimos que el amor y la admiración que él le tributaba a las instituciones y a las enseñanzas de la Iglesia, redundaban en reflejos de aquellas perfecciones en su propia alma.
Se encantaba con el modo de un Papa en cuidar una fabulosa pluralidad de asuntos con entera calma, conduciendo sin sobresaltos el orbe católico. Ya sea escribiendo una bula por el centenario de una universidad o de un establecimiento católico famoso, autorizando la creación de una prelatura apostólica en las misiones, resolviendo un delicado problema de relaciones con determinado país o una crisis religiosa en tal otro, solucionando una cuestión de corporaciones en cierta nación involucrando problemas morales bastante delicados, etc. -las más variadas acciones del Sumo Pontífice hablaban de manera intensa al alma de San Ignacio.
Especialmente le admiraba discernir la acción del Espíritu Santo, firme, sabia, serena, inmensa, sobrevolando sobre la Iglesia y gobernándola. La obra del Espíritu Santo se prolongaba en San Ignacio y algo de esa cualidad de la Iglesia pasaba a vivir en él, haciéndolo capaz de, hasta cierto punto, actuar del mismo modo. Se diría que una fuerza sobrenatural de aquí en adelante lo habitaba, haciéndolo más él mismo, porque su vocación y su carisma específico se enriquecían.
Puede parecer una paradoja que algo extrínseco pase a ser algo inherente a él, orientando su vida. ¿San Ignacio no se transformaba en un autómata?
Se daba lo contrario. El se transformaba cada vez más en San Ignacio de Loyola.
La regla aplicada a sus discípulos
Y es interesante notar que lo sucedido con San Ignacio se confirmaba, guardadas las proporciones, entre él y sus discípulos. O sea, cuando se lee la historia de la Compañía de Jesús, se ve que el Fundador procuró formar la mentalidad de sus seguidores de acuerdo con lo que aprendió de la Iglesia, encaminándolos para la perfección. Y los jesuitas, por su vez, procuraban conformarse a San Ignacio, habiendo no pocos alcanzado de hecho la heroicidad de virtud. Recordemos, por ejemplo, de San Francisco Javier, entre los primeros y posteriormente, San Juan Berchmans, San Luis Gonzaga, etc.
Se tiene la impresión, que en la Compañía de Jesús, más de lo que en las otras órdenes religiosas en relación a sus respectivos fundadores, esa unión y esa conformidad de alma se manifestó sobremanera rigurosa y enfática, por razones comprensibles. En la época en que San Ignacio fue suscitado por Dios para impulsar la Contra-Reforma, algunos aspectos de la vida de la Iglesia parecían de tal manera alterados que, para tener perfecto conocimiento de ella, era indispensable conocer una persona perfectamente católica, y establecerse con ella un vínculo particular. Esta forma de contacto personal era el medio que la Iglesia tenía de mantener su influencia sobre el espíritu de sus fieles.
Y para los jesuitas que tenían a San Ignacio como modelo, la unión con la Iglesia se hacía a través del influjo de la persona de su fundador, conocida en las horas de entusiasmo con el auxilio de la gracia, y asimilada, en el sentido propio de la palabra, por la meditación, etc.
Por lo tanto, para que un jesuita del siglo XVI no se dejase contaminar por las ideas erróneas de ese tiempo, debería considerar los hechos a través de los ojos de San Ignacio.
Doctrina personificada
Por otro lado, se debe admitir que es muy conveniente al católico, conocer la doctrina personificada. Necesidad que también se explica fácilmente.
Imaginemos alguien que estudiase un compendio de Doctrina de la Iglesia, pero que nunca hubiese visto un buen católico. Él no tendría una perfecta noción de la Santa Iglesia. Ahora supongamos lo contrario: él conoció un católico en el sentido pleno del término, pero aún no estudió esa doctrina... Casi se podría decir: quien conoció la persona del buen católico entendió a la Iglesia más que aquel que apenas analizó su doctrina.
En este sentido, imaginemos una conversación entre jesuitas respecto de los escritos de San Ignacio. No deberían ellos estudiar el texto ignaciano como lo haría un crítico cualquiera, o sea, excluyendo el factor admiración. No. Antes, deberían procurar discernir la mentalidad de su fundador al concebir aquellas líneas.
Deberían comprender que San Ignacio era capaz de escribir a una eminente autoridad eclesiástica, con un cuño enérgico y afirmativo, llamándole la atención por actitudes que causaban interrogación en los medios católicos fervorosos, bien como de usar de astucias para resolver un grave problema, sin perder nada de su seriedad, gravedad y firmeza.
Los jesuitas, fieles a su vocación, debían admirar esas cualidades de su fundador, conformarse con ellas, entusiasmarse con la admiración de él por la Iglesia, y procurar ver la acción del Espíritu Santo instruyendo y conduciendo las actitudes del gran San Ignacio de Loyola.
31 de julio de 2009 (DERF)
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