 Fuente: extracto de la obra "¿Dónde dice la Biblia  que...?" del padre Miguel Fuentes, disponible  en este enlace.
Fuente: extracto de la obra "¿Dónde dice la Biblia  que...?" del padre Miguel Fuentes, disponible  en este enlace.Según la doctrina del protestantismo en  general y también de las sectas derivadas de él, no es la Iglesia ni  ninguna otra autoridad externa, sino cada individuo, el que tiene que  interpretar la Biblia. Esto se denomina “libre examen”: cada uno  interpreta privadamente la Escritura con la ayuda del Espíritu Santo.
En  la Declaración de Fe bautista se lee: “Cada ser humano tiene el derecho  de estudiarla (a la Biblia) para sí y está en el deber de seguir sus  sacrosantas enseñanzas”. “El protestantismo —leemos en otro escrito  protestante— es un testimonio histórico en favor del derecho de libre  examen y libre interpretación de las Sagradas Escrituras”. “Solamente el  libre examen debe interpretar la Biblia”, escribía un Pastor  protestante.
Debido a este principio, las Biblias protestantes se  publican sin notas, dejando al lector la interpretación de lo que lee.
Es el Espíritu Santo –dicen— el que tiene que  enseñar al que la lee lo que dice la Biblia. En vez de la autoridad de  la Iglesia, la inspiración privada. Sin embargo, este principio es falso  e insostenible por varios motivos muy fuertes.
En primer lugar,  no es bíblico. ¿Dónde dice la Biblia que cada uno debe interpretar la  Biblia por sí solo sin ayuda de ningún magisterio? En ninguna parte; y  si –basados en el principio de la “sola Escritura”– los protestantes  sólo aceptan lo que dice la Biblia, entonces deberían rechazar este  principio porque no se encuentra formulado en ningún lugar. Por el  contrario, hay que decir que el principio es antibíblico, puesto que si  vamos a lo que dice la Biblia vemos que en ella no se dice que cada uno  lea la Biblia y la interprete por sí solo, sino que les sea predicado y  explicado lo que ella contiene. Es lo que hace Jesús con los discípulos  de Emaús (cf. Lc 24,13 y ss). Más aún, en este episodio Jesús critica a  sus discípulos por no entender lo que dicen las Escrituras: ¡Oh,  insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los  profetas! (Lc 24,25). O sea, que los discípulos, habiendo leído (u oído  en la Sinagoga) la Palabra de Dios, no les había bastado con su sola  interpretación para entender la verdad. A los apóstoles se les manda,  antes de la ascensión de Cristo a los cielos, que vayan y prediquen la  Buena Nueva –el Evangelio– a todas las gentes, diciéndoles que quienes  les crean se salvarán (cf. Mc 16,16); quienes crean la predicación de  los apóstoles; no se les manda escribir Biblias y repartirlas y dejar a  cada fiel a solas con el Espíritu Santo.
Este principio es también antibíblico porque contradice  lo que señala San Pedro en su segunda carta hablando de las cartas de  Pablo: “en las cuales [epístolas] hay algunas cosas difíciles de  entender, las cuales los indoctos y poco asentados tuercen, lo mismo que  las demás escrituras, para su propia perdición” (2Pe 3,16). Pedro  reconoce explícitamente que los poco preparados (“amatheis” en  griego significa estúpidos, rústicos, groseros; y “astêriktoi”  inestables y mal afirmados; la Neo Vulgata traduce “indocti et  instabiles”) la tuercen y mal interpretan; por tanto la libre  interpretación que hacían estos tales de los escritos paulinos no  provenía del Espíritu Santo sino del diablo, puesto que desembocaba en  “su propia perdición” (“tên idían autôn apôleian”). San Pedro  califica estos escritos paulinos como “dusnoêtos”, es decir,  difíciles. “Dus” en griego es un prefijo peyorativo indicando  que no son fáciles de entender.
También es testimonio de Pedro el  que toda profecía de la Escritura no se hace por propia interpretación  (2Pe 1,20). Pedro desconfía de los autodidactas incompetentes que  entienden y comentan los textos a su manera (¿pero cómo podría tacharse  así a cualquier persona si el Espíritu Santo realmente guiase a cada  cual en la interpretación personal de la Biblia?). El término “epilusis”,  usado por Pedro quiere decir “solución de un enigma, interpretación”  (cf. su uso en Gn 40,8; 41,16), “respuesta a una investigación” (cf. Hch  19,39). Por este motivo Jesús explicaba las parábolas a sus discípulos  (cf. Mc 4,34) y no los dejaba a solas con el Espíritu Santo (como  hubiera hecho si se hubiese guiado por los principios protestantes).  Este versículo de Pedro como señala Spicq en su comentario a las cartas  petrinas (1), opone “Escritura” a “interpretación  personal”, y recuerda que “idios” (= propia; el texto griego  dice “ídias epilúseos”) puede significar “por su propia  cuenta”, “por sí mismo”; es la acusación que Clemente hace a Simón el  Mago, a saber: que quiso “alegorizar las palabras de la Ley a su propia  manera (“idia prolépsei”)(2); esta acepción  está confirmada por el verbo con un genitivo: “ginesthai tinos”  (= convertirse en propiedad de alguien, apropiarse de algo) de tal modo  que la traducción literal del versículo sería: “ninguna profecía puede  ser interpretada como algo propio de cada uno”. San Pedro no va más allá  indicando quién debe interpretar las palabras de Dios con autoridad,  pero el texto es suficiente para manifestar que proclamar un principio  de interpretación privada (o libre examen, que es igual) es contrario a  su pensamiento. Pensar que el Espíritu Santo inspira acertada y  autoritativamente a todo el que lee por su cuenta la Escritura, es  responsabilizar al Espíritu Santo de toda fantasía personal y ¡va contra  lo que dice el mismo texto bíblico! Todo esto dicho de modo positivo  equivale a postular la necesidad de una interpretación oficial (de la  cual no se habla en el texto de Pedro).
Este principio, además,  destruye la unidad de la Iglesia porque produce anarquía doctrinal y  caos teológico, puesto que cada fiel puede interpretar como “el Espíritu  le inspire”, pero de hecho, muchos cristianos –de buena fe, pensamos–  se creen inspirados con interpretaciones diversas y contradictorias,  como se ve por el permanente desmembramiento de las iglesias  protestantes en nuevas sectas y movimientos. “Resulta que, dice el P.  Colom, al leer un mismo pasaje de la Biblia, unos entienden una cosa, y  otros otra, aunque sea contradictoria de la primera. Leyendo la misma  Biblia, unos dicen que hay un solo Dios, y otros, que hay varios dioses;  unos creen que Jesucristo es Dios, y otros lo niegan; unos dicen que  hay infierno, y otros que no lo hay; unos entienden que hay que bautizar  a los niños, y otros que sólo a los adultos; y así en tantas cosas en  que difieren entre ellas los centenares de sectas protestantes. Ahora  bien, ¿puede el Espíritu Santo, que es Dios, inspirar cosas  contradictorias? ¿Puede decirle a uno que hay un solo Dios y a otro que  hay varios dioses? ¿A uno, que Jesucristo es Dios, y a otro, que no lo  es? El Espíritu Santo no puede mentir, ni puede decir la Biblia —palabra  de Dios— cosas contradictorias. Entonces, el principio del libre  examen, defendido por las sectas como norma inmediata de fe, que les  señala lo que han de creer, es falso, y falsa también, por consiguiente,  la religión que lo enseña”.
Incluso vemos que importantes  autores han dado, en el curso de su vida, interpretaciones diversas de  algunos pasajes de la Biblia. Si el Espíritu Santo inspira a quien la  lee, ¿es que el Espíritu Santo se ha desmentido de sus anteriores  inspiraciones?
Igualmente, este  principio es falso porque puede ser mal usado (y de hecho ha sido mal  usado) por nuestras pasiones desordenadas que, en muchos casos, tienden a  buscar interpretaciones que no exijan un cambio de vida sino que sean  proclives a la indulgencia moral. Así, entre algunas de las primeras  sectas protestantes se buscó justificar la poligamia (con el “creced y  multiplicaos” de Gn 1,28); el Parlamento inglés justificó el casamiento  de Enrique VIII con Ana Bolena porque en 1Sam 1,5 se encuentra el texto  “amaba a Ana” (se refiere al padre de Samuel), y así podría justificarse  cualquier cosa.
Este principio es también impracticable porque  muchos tienen imposibilidad física (no saben o no pueden leer), como  niños, analfabetos, ciegos, incultos, etc.; y otros tienen imposibilidad  moral (quienes cuentan con poco tiempo o poca capacidad mental).
Es tan impracticable este principio que los  protestantes mismos lo practican sólo cuando les conviene (muchas veces  sin ninguna mala voluntad). Por ejemplo, muchos de ellos se enojarán al  leer estas cosas y tratarán de refutarlas, pero ¿con qué derecho? Si son  fieles a su principio, ¿por qué no me dejan tranquilo interpretando por  mi cuenta la Biblia? ¿Acaso el Espíritu Santo no puede ser quien me  inspira a mí estas cosas al leer la Biblia? Y si me las inspira a mí,  ¿qué tienen ellos que venir a enseñarle a mi Maestro interior? Todo  protestante que intenta enseñarnos algo o corregirnos en alguna cuestión  bíblica, traiciona el principio de libre examen.
Cuando un  miembro de una secta nos pregunta: “¿dónde dice la Biblia tal o cual  cosa?”, si uno le respondiera: “me lo inspiró el Espíritu Santo al leer  una carta de San Pablo”, él debería callarse, respetando su principio.  Si no respondemos así, es por honestidad y porque no se debe mentir y  nosotros sabemos que ese principio es falso. Tal vez algún miembro de  una secta piense que el Espíritu Santo lo inspira a él o a los miembros  de su iglesia o secta y no a nosotros. En tal caso, ¿con qué derecho?  ¿dice la Biblia en algún lugar que sólo inspirará al Pastor Jiménez o al  Ministro Bermúdez, o a tal o cual persona y no a las demás? El  principio del libre examen es, por eso, el principio del antimagisterio:  no hay maestros en cuestiones de fe. Pero esto, vale para todos,  empezando por los pastores protestantes, quienes deben limitarse a  imprimir Biblias y regalarlas callándose la boca.
Este principio  además es desmentido por todos (¡t-o-d-o-s!) los protestantes y miembros  de sectas, pues todos ellos reparten, regalan y leen traducciones de la  Biblia, y no los textos originales. Y toda traducción es una versión,  es decir, una interpretación. Basta leer las interminables discusiones  filológicas y exegéticas entre escuelas y profesores del mismo ambiente  protestante (tómese el trabajo de ir a una Biblioteca y pida algunos  ejemplares de revistas bíblicas protestantes y verá que se discute sobre  el sentido de innumerables pasajes bíblicos). Por eso, toda traducción  es una interpretación dada por un autor determinado (incluso en  versiones en lenguas originales, pues hay muchas variantes en los  diversos manuscritos y los exegetas deben elegir; véase, por ejemplo, la  versión del Nuevo Testamento griego de Nestlé-Aland –protestante– con  todas sus notas conteniendo diversas variantes del texto. Si cada uno  debe leerla e interpretarla solo, con la ayuda del Espíritu Santo, ¿por  qué la lee en una traducción que es ya una interpretación dada por otro  autor? Y si la interpretación de ese autor es válida y me sirve,  entonces ¿por qué la Iglesia católica no puede enseñar a interpretar la  Biblia si cualquier traductor lo hace? ¿Acaso no aceptan el magisterio  interpretativo de Reina-Valera los protestantes que leen su versión, o  los que usan la King James Version? ¿Acaso Lutero no tradujo –o sea,  interpretó– y enseñó sus interpretaciones al legar a sus fieles su  versión de la Biblia? ¡Cierto que lo hizo, incluso anulando pasajes que a  él no le parecían inspirados! Y si Lutero podía ser maestro de los  demás, entonces no respetó su propio principio. Al menos ¿con qué  derecho se quita esta autoridad a los obispos, papas y sacerdotes  católicos pero se concede a los traductores y pastores? Me parece que  ésta es una variante de la ley de “la regla para tí, y no hay regla para  mí”.
El principio del libre examen encierra una gigantesca  contradicción. Los protestantes niegan que la Iglesia católica sea  infalible, pero luego aceptan que cada uno de ellos es infalible en su  interpretación de la Biblia. Si ellos son infalibles, ¿por qué no puede  ser infalible el Papa? Y si el Papa es infalible (y todo el que lee la  Biblia es infalible en su interpretación de la Biblia, al menos en lo  personal según el principio protestante) ¿por qué no puede enseñar a  otros algo en lo cual él es infalible?
Si ellos (los  protestantes) no son infalibles, ¿por qué se ponen a objetarnos a los  católicos las cosas que creemos? Si no son infalibles, los equivocados  pueden ser ellos. ¿Por qué tenemos que ser nosotros los equivocados? Y  si todos somos infalibles pero todos creemos cosas diversas, entonces,  ¿qué es la infalibilidad?
Lamentablemente,  con estos principios no cae la infalibilidad sino la Iglesia y la misma  Biblia.
Los principios protestantes conducen a la negación de la  autoridad divina de la Biblia, como lamentablemente ha ocurrido a  muchos estudiosos y teólogos protestantes que han terminado en el  racionalismo negando todo valor histórico –primero– y revelado –al fin– a  los textos revelados.
Quiero terminar con el testimonio de un ex  pastor protestante, Bob Sungenis: “Al hojear la pila de libros  católicos que (unos amigos ex protestantes convertidos al catolicismo)  me habían enviado, lo primero que examiné fue la idea protestante de sola  scriptura, la noción que sólo la Biblia tiene autoridad. Fue como  una cachetada en la cara cuando me di cuenta de la verdad de la  reivindicación católica que sola scriptura es una doctrina  falsa, una tradición de los hombres. La Biblia (y por extensión sola  scriptura) fue la doctrina a la que dediqué mi vida. Al estudiar  la enseñanza católica contra sola scriptura me di cuenta,  instintivamente, de que todo el debate entre el catolicismo y el  protestantismo podría resumirse en el concepto de la autoridad. Cada  doctrina que uno cree está basada en la autoridad que uno acepta. Decidí  comprobar esta teoría de los Reformadores pidiéndole a muchos  estudiosos y pastores protestantes que me ayudaran a encontrar sola  scriptura en la Biblia. En esta etapa, no me sorprendió que ninguno  pudiera darme una respuesta convincente.”
“Me citaban versículos  que hablaban de la veracidad e imposibilidad del error en la Biblia,  pero no me podían citar una frase que dijera explícitamente que las  Escrituras son las únicas que tienen formalmente autoridad suficiente.
Curiosamente, algunos de estos protestantes tuvieron  la honestidad de admitir que en ningún sitio de la Biblia se enseña sola  scriptura, pero compensaban esta laguna diciendo que la Biblia no  tiene que enseñar sola scriptura para que la doctrina sea  cierta. Pero yo me di cuenta de que esta posición era insostenible.  Porque si la sola scriptura –la idea que la Biblia es  formalmente suficiente para los cristianos– no es enseñada en la Biblia,  la sola scriptura es una propuesta falsa y contradictoria en  sí.”
“Al estudiar las Escrituras a la luz del material que me  había sido enviado, empecé a ver que la Biblia señala a la Iglesia –y no  a sí misma– como la máxima autoridad en asuntos doctrinales y  espirituales (cf. 1Tim 3,15; Mt 16,18-19; 18,18; Lc 10,16).
(...) Reconocí que la Biblia, aunque contiene la  revelación inspirada por Dios, no puede ser la ‘autoridad’ máxima, pues  depende de personas que razonan para observar lo que dice y, más  importante aún, para interpretar lo que significa. Además, sabía que la  Biblia nos advierte que contiene información difícil y confusa que puede  ser (si no tiende a ser) tergiversada en un sinfín de interpretaciones  falsas e imaginarias (cf. 2Pe 3,16). Durante los años que anduve perdido  en el desierto teológico del protestantismo, siempre supe que había  algo equivocado, pero no sabía exactamente qué. Ahora empezaba a enfocar  el problema y a discernir las partes del rompecabezas. Mientras más  profundizaba, más me daba cuenta del daño que la teoría de sola  scriptura había hecho a la cristiandad. La más evidente en este sentido  era el protestantismo mismo: una enorme masa de denominaciones en  conflicto y desacuerdo, ocasionado por su propia naturaleza de  ‘protesta’ y desafío, una interminable proliferación de caos y  controversia.”
“Mis diecisiete años de estudios bíblicos  protestantes me aclararon una cosa: sola scriptura era un  eufemismo para ‘sola ego’. Lo que quiero decir es que cada  protestante tiene su propia interpretación de las Escrituras, y, claro  está, cree que la suya es superior a la de los demás. Cada uno da su  punto de vista, asumiendo que el Espíritu Santo le ha guiado a esa  interpretación personal”(3).
Notas del autor:
(1)  Cf. C. Spicq, Les Épitres de Saint Pierre, Gabalda Ed., Paris 1966, pp.  224-226.
(2) Ps.  Clemente, Homilia 2,22. No se trata de Clemente Romano sino de otro  Clemente, denominado “Pseudo” Clemente para diferenciarlo del pontífice  del mismo nombre.
(3)  Bob Sungenis, De la controversia a la consolación, en: Patrick Madrid,  Asombrado por la verdad, Basilica Press, Encinitas, Estados Unidos 2003,  p. 135-137.