Queridos hermanos y hermanas,
queridos jóvenes:
Como cada año, en el Domingo de Ramos, nos conmueve subir junto a Jesús al monte, hacia santuario, acompañarlo a lo largo de su camino hacia lo alto. En este día, por toda la faz de la tierra y a través de todos los siglos, jóvenes y gente de todas las edades lo aclaman gritando: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».
Pero, ¿qué hacemos realmente cuando nos unimos a la procesión, al cortejo de aquellos que junto con Jesús subían a Jerusalén y lo aclamaban como rey de Israel? ¿Es algo más que una ceremonia, que una bella usanza? ¿Tiene quizás algo que ver con la verdadera realidad de nuestra vida, de nuestro mundo? Para encontrar la respuesta, debemos clarificar ante todo qué es lo que en realidad ha querido y ha hecho Jesús mismo. Tras la profesión de fe, que Pedro había realizado en Cesarea de Filipo, en el extremo norte de la Tierra Santa, Jesús se había dirigido como peregrino hacia Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Es un camino hacia el templo en la Ciudad Santa, hacia aquel lugar que aseguraba de modo particular a Israel la cercanía de Dios a su pueblo. Es un camino hacia la fiesta común de la Pascua, memorial de la liberación de Egipto y signo de la esperanza en la liberación definitiva. Él sabe que le espera una nueva Pascua, y que él mismo ocupará el lugar de los corderos inmolados, ofreciéndose así mismo en la cruz. Sabe que, en los dones misteriosos del pan y del vino, se entregará para siempre a los suyos, les abrirá la puerta hacia un nuevo camino de liberación, hacia la comunión con el Dios vivo. Es un camino hacia la altura de la Cruz, hacia el momento del amor que se dona. El último término de su peregrinación es la altura de Dios mismo, a la cual Él quiere elevar al ser humano.
Nuestra procesión de hoy por tanto quiere ser imagen de algo más profundo, imagen del hecho que, junto con Jesús, nos encaminamos en la peregrinación: por el camino alto hacia el Dios vivo. Se trata de esta subida. Es el camino al que Jesús nos invita. Pero, ¿cómo podemos nosotros mantener el paso en esta subida? ¿No sobrepasa quizás nuestras fuerzas? Sí, está por encima de nuestras propias posibilidades. Desde siempre los hombres están llenos – y hoy más que nunca – del deseo de “ser como Dios”, de alcanzar ellos mismos la altura de Dios. En todas las invenciones del espíritu humano se busca en último término obtener alas, para poderse elevar a la altura del Ser, para llegara a ser independiente, totalmente libre, como lo es Dios. Son tantas las cosas que ha podido realizar la humanidad: tenemos la capacidad de volar. Podemos vernos, escucharnos y hablar de un extremo al otro del mundo. Sin embargo, la fuerza de gravedad que nos tira hacía abajo es poderosa. Junto con nuestras capacidades, no ha crecido solamente el bien. También han aumentado las posibilidades del mal que se presentan como tempestades amenazadoras sobre la historia. También permanecen nuestros límites: basta pensar en las catástrofes que en estos meses han afligido y siguen afligiendo a la humanidad.
Los Santos Padres han dicho que el hombre se encuentra en el punto de intersección entre dos campos de gravedad. Ante todo, está la fuerza de gravedad que le atrae hacia abajo – hacía el egoísmo, hacia la mentira y hacia el mal; la gravedad que nos abaja y nos aleja de la altura de Dios. Por otro lado, está la fuerza de gravedad del amor de Dios: el ser amados de Dios y la respuesta de nuestro amor que nos atrae hacia lo alto. El hombre se encuentra en medio de esta doble fuerza de gravedad, y todo depende del poder escapar del campo de gravedad del mal y ser libres de dejarse atraer totalmente por la fuerza de gravedad de Dios, que nos hace auténticos, nos eleva, nos da la verdadera libertad.
Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística durante la cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la invitación: “Sursum corda – levantemos el corazón”. Según la concepción bíblica y la visión de los Santos Padres, el corazón es ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser elevado. Pero repito: nosotros solos somos demasiado débiles para elevar nuestro corazón hasta la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la soberbia de querer hacerlo solos nos tira hacia abajo y nos aleja de Dios. Dios mismo debe elevarnos, y esto es lo que Cristo inició en la cruz. Él ha descendido hasta la extrema bajeza de la existencia humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Se ha hecho humilde, nos dice la segunda lectura. Solamente así nuestra soberbia podía ser superada: la humildad de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor humilde atrae hacia lo alto.
El salmo procesional número 24, que la Iglesia nos propone como “canto de subida” para la liturgia de hoy, indica algunos elementos concretos que forman parte de nuestra subida, y sin los cuales no podemos ser levantados en alto: las manos inocentes, el corazón puro, el rechazo de la mentira, la búsqueda del rostro de Dios. Las grandes conquistas de la técnica nos hacen libres y son elementos del progreso de la humanidad sólo si están unidas a estas actitudes; si nuestras manos llegan a ser inocentes y nuestro corazón puro; si estamos en busca de la verdad, en busca de Dios mismo, y nos dejamos tocar e interpelar por su amor. Todos estos elementos de la subida son eficaces sólo si reconocemos humildemente que debemos ser atraídos hacia lo alto; si abandonamos la soberbia de querer hacernos Dios a nosotros mismos. Tenemos necesidad de Él: Él nos atrae hacia lo alto, sosteniéndonos en sus manos – es decir, en la fe – nos da la justa orientación y la fuerza interior que nos eleva. Tenemos necesidad de la humildad de la fe que busca el rostro de Dios y se confía a la verdad de su amor.
La cuestión de cómo el hombre pueda llegar a lo alto, llegar a ser totalmente él mismo y verdaderamente semejante a Dios, ha cuestionado siempre a la humanidad. Ha sido discutida apasionadamente por los filósofos platónicos del tercer y cuarto siglo. Su pregunta central era cómo encontrar medios de purificación, mediante los cuales el hombre pudiese liberarse del grave peso que lo abaja y poder ascender a la altura de su verdadero ser, a la altura de su divinidad. San Agustín, en su búsqueda del camino recto, buscó por algún tiempo apoyo en aquellas filosofías. Pero, al final, tuvo que reconocer que su respuesta no era suficiente, que con sus métodos no habría alcanzado realmente a Dios. Dijo a sus representantes: reconoced por tanto que la fuerza del hombre y de todas sus purificaciones no bastan para llevarlo realmente a la altura de lo divino, a la altura adecuada a Él. Y dijo que habría desesperado por sí mismo y por la existencia humana, si no hubiese encontrado a Aquel que hace aquello que nosotros mismos no podemos hacer; Aquel que nos eleva a la altura de Dios, a pesar de todas nuestras miserias: Jesucristo que, desde Dios, ha bajado hasta nosotros, y en su amor crucificado, nos toma de la mano y nos lleva hacia lo alto.
Nosotros subimos con el Señor en peregrinación hacia lo alto. Estamos en búsqueda del corazón puro y las manos inocentes, estamos en búsqueda de la verdad, buscamos el rostro de Dios. Manifestemos al Señor nuestro deseo de llegar a ser justos y le pedimos: ¡Llévanos Tú hacia lo alto! ¡Haznos puros! Haz que nos sirva la Palabra que cantamos con el Salmo procesional; que podamos pertenecer a la generación que busca a Dios “que busca tu rostro, Dios de Jacob” (Sal 23, 6). Amén.
queridos jóvenes:
Como cada año, en el Domingo de Ramos, nos conmueve subir junto a Jesús al monte, hacia santuario, acompañarlo a lo largo de su camino hacia lo alto. En este día, por toda la faz de la tierra y a través de todos los siglos, jóvenes y gente de todas las edades lo aclaman gritando: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».
Pero, ¿qué hacemos realmente cuando nos unimos a la procesión, al cortejo de aquellos que junto con Jesús subían a Jerusalén y lo aclamaban como rey de Israel? ¿Es algo más que una ceremonia, que una bella usanza? ¿Tiene quizás algo que ver con la verdadera realidad de nuestra vida, de nuestro mundo? Para encontrar la respuesta, debemos clarificar ante todo qué es lo que en realidad ha querido y ha hecho Jesús mismo. Tras la profesión de fe, que Pedro había realizado en Cesarea de Filipo, en el extremo norte de la Tierra Santa, Jesús se había dirigido como peregrino hacia Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Es un camino hacia el templo en la Ciudad Santa, hacia aquel lugar que aseguraba de modo particular a Israel la cercanía de Dios a su pueblo. Es un camino hacia la fiesta común de la Pascua, memorial de la liberación de Egipto y signo de la esperanza en la liberación definitiva. Él sabe que le espera una nueva Pascua, y que él mismo ocupará el lugar de los corderos inmolados, ofreciéndose así mismo en la cruz. Sabe que, en los dones misteriosos del pan y del vino, se entregará para siempre a los suyos, les abrirá la puerta hacia un nuevo camino de liberación, hacia la comunión con el Dios vivo. Es un camino hacia la altura de la Cruz, hacia el momento del amor que se dona. El último término de su peregrinación es la altura de Dios mismo, a la cual Él quiere elevar al ser humano.
Nuestra procesión de hoy por tanto quiere ser imagen de algo más profundo, imagen del hecho que, junto con Jesús, nos encaminamos en la peregrinación: por el camino alto hacia el Dios vivo. Se trata de esta subida. Es el camino al que Jesús nos invita. Pero, ¿cómo podemos nosotros mantener el paso en esta subida? ¿No sobrepasa quizás nuestras fuerzas? Sí, está por encima de nuestras propias posibilidades. Desde siempre los hombres están llenos – y hoy más que nunca – del deseo de “ser como Dios”, de alcanzar ellos mismos la altura de Dios. En todas las invenciones del espíritu humano se busca en último término obtener alas, para poderse elevar a la altura del Ser, para llegara a ser independiente, totalmente libre, como lo es Dios. Son tantas las cosas que ha podido realizar la humanidad: tenemos la capacidad de volar. Podemos vernos, escucharnos y hablar de un extremo al otro del mundo. Sin embargo, la fuerza de gravedad que nos tira hacía abajo es poderosa. Junto con nuestras capacidades, no ha crecido solamente el bien. También han aumentado las posibilidades del mal que se presentan como tempestades amenazadoras sobre la historia. También permanecen nuestros límites: basta pensar en las catástrofes que en estos meses han afligido y siguen afligiendo a la humanidad.
Los Santos Padres han dicho que el hombre se encuentra en el punto de intersección entre dos campos de gravedad. Ante todo, está la fuerza de gravedad que le atrae hacia abajo – hacía el egoísmo, hacia la mentira y hacia el mal; la gravedad que nos abaja y nos aleja de la altura de Dios. Por otro lado, está la fuerza de gravedad del amor de Dios: el ser amados de Dios y la respuesta de nuestro amor que nos atrae hacia lo alto. El hombre se encuentra en medio de esta doble fuerza de gravedad, y todo depende del poder escapar del campo de gravedad del mal y ser libres de dejarse atraer totalmente por la fuerza de gravedad de Dios, que nos hace auténticos, nos eleva, nos da la verdadera libertad.
Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística durante la cual el Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la invitación: “Sursum corda – levantemos el corazón”. Según la concepción bíblica y la visión de los Santos Padres, el corazón es ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser elevado. Pero repito: nosotros solos somos demasiado débiles para elevar nuestro corazón hasta la altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la soberbia de querer hacerlo solos nos tira hacia abajo y nos aleja de Dios. Dios mismo debe elevarnos, y esto es lo que Cristo inició en la cruz. Él ha descendido hasta la extrema bajeza de la existencia humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Se ha hecho humilde, nos dice la segunda lectura. Solamente así nuestra soberbia podía ser superada: la humildad de Dios es la forma extrema de su amor, y este amor humilde atrae hacia lo alto.
El salmo procesional número 24, que la Iglesia nos propone como “canto de subida” para la liturgia de hoy, indica algunos elementos concretos que forman parte de nuestra subida, y sin los cuales no podemos ser levantados en alto: las manos inocentes, el corazón puro, el rechazo de la mentira, la búsqueda del rostro de Dios. Las grandes conquistas de la técnica nos hacen libres y son elementos del progreso de la humanidad sólo si están unidas a estas actitudes; si nuestras manos llegan a ser inocentes y nuestro corazón puro; si estamos en busca de la verdad, en busca de Dios mismo, y nos dejamos tocar e interpelar por su amor. Todos estos elementos de la subida son eficaces sólo si reconocemos humildemente que debemos ser atraídos hacia lo alto; si abandonamos la soberbia de querer hacernos Dios a nosotros mismos. Tenemos necesidad de Él: Él nos atrae hacia lo alto, sosteniéndonos en sus manos – es decir, en la fe – nos da la justa orientación y la fuerza interior que nos eleva. Tenemos necesidad de la humildad de la fe que busca el rostro de Dios y se confía a la verdad de su amor.
La cuestión de cómo el hombre pueda llegar a lo alto, llegar a ser totalmente él mismo y verdaderamente semejante a Dios, ha cuestionado siempre a la humanidad. Ha sido discutida apasionadamente por los filósofos platónicos del tercer y cuarto siglo. Su pregunta central era cómo encontrar medios de purificación, mediante los cuales el hombre pudiese liberarse del grave peso que lo abaja y poder ascender a la altura de su verdadero ser, a la altura de su divinidad. San Agustín, en su búsqueda del camino recto, buscó por algún tiempo apoyo en aquellas filosofías. Pero, al final, tuvo que reconocer que su respuesta no era suficiente, que con sus métodos no habría alcanzado realmente a Dios. Dijo a sus representantes: reconoced por tanto que la fuerza del hombre y de todas sus purificaciones no bastan para llevarlo realmente a la altura de lo divino, a la altura adecuada a Él. Y dijo que habría desesperado por sí mismo y por la existencia humana, si no hubiese encontrado a Aquel que hace aquello que nosotros mismos no podemos hacer; Aquel que nos eleva a la altura de Dios, a pesar de todas nuestras miserias: Jesucristo que, desde Dios, ha bajado hasta nosotros, y en su amor crucificado, nos toma de la mano y nos lleva hacia lo alto.
Nosotros subimos con el Señor en peregrinación hacia lo alto. Estamos en búsqueda del corazón puro y las manos inocentes, estamos en búsqueda de la verdad, buscamos el rostro de Dios. Manifestemos al Señor nuestro deseo de llegar a ser justos y le pedimos: ¡Llévanos Tú hacia lo alto! ¡Haznos puros! Haz que nos sirva la Palabra que cantamos con el Salmo procesional; que podamos pertenecer a la generación que busca a Dios “que busca tu rostro, Dios de Jacob” (Sal 23, 6). Amén.
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