El padre Pío de Pietrelcina, sacerdote capuchino, es el fraile de las llagas, que se santificó viviendo a fondo en carne propia el misterio de la cruz de Cristo y cumpliendo en plenitud su vocación de colaborador en la Redención. En su ministerio sacerdotal ayudó a miles de fieles de todo el mundo, principalmente mediante la dirección espiritual, la reconciliación sacramental y la celebración de la eucaristía. Juan Pablo II lo beatificó el día 2 de mayo de 1999, y lo canonizó el 16 de junio de 2002, estableciendo que se celebre su fiesta el 23 de septiembre, aniversario de su muerte.
La vida del P. Pío estuvo siempre marcada por el misterio de la cruz
por el Card. José Saraiva M., c.m.f., Prefecto de la Congregación para las causas de los santos
1. Una multitud de devotos
Un conocido escritor afirma: «Si hubiera un óscar a la simpatía para los santos, hoy lo ganaría sin duda el padre Pío. Raras veces se ha visto un religioso tan amado y celebrado. Es muy popular y querido, no sólo entre los creyentes»1.
Esa afirmación, atractiva desde el punto de vista periodístico, no es acertada desde el punto de vista teológico, pues, cuando se habla de santos, lo que cuenta no es tanto el consenso entre los hombres, sino la complacencia de Dios, y en este sentido no se pueden establecer clasificaciones ni jerarquías. Todos los intentos de hacer listas de honor -«hit parade»- han desembocado en el ridículo. Hoy, cuando la Iglesia vive el culmen de su fe eucarística, en el canon de la misa, refiriéndose a los santos, se pronuncian las palabras: «con (...) cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos» (Plegaria eucarística II).
Así pues, los santos, en cuanto tales, han agradado a Dios antes que a los hombres. Sin embargo, no podemos ignorar que la devoción al padre Pío se ha incrementado enormemente; millones y millones de personas, con características heterogéneas, lo siguen: gente sencilla, pero también gente de cultura y de poder, profesionales, intelectuales, periodistas, diplomáticos, médicos, hombres de Iglesia, personas que aún buscan a Dios. Una auténtica «clientela mundial», como dijo Pablo VI (audiencia del 20 de febrero de 1971).
Con razón se ha dicho que el padre Pío es el «santo de la gente», poniendo así de relieve, tal vez inconscientemente, el carisma específico de la Orden capuchina, que ya Gioberti llamaba: «los frailes del pueblo»2.
Una vez más, al acercarse la fecha de la canonización, muchos se plantearán preguntas sobre este «fenómeno» vinculado al padre Pío, y se darán explicaciones de todo tipo. Por otra parte, es comprensible, pues ya fray Maseo, joven seguidor del «Poverello» de Asís, preguntaba: «Francisco, ¿por qué a ti todo el mundo te sigue? No eres un hombre de presencia muy atractiva, ni tienes una gran ciencia, ni eres noble...».
Estas reflexiones no tienen como finalidad responder a esas preguntas, sino buscar el núcleo del mensaje de nuestro «humilde fraile capuchino», como dijo el Papa en la homilía de beatificación, en la plaza de San Pedro, «que asombró al mundo con su vida»3, y subrayar su urgencia y actualidad. Ciertamente, no se equivoca quien explica el «atractivo» que sienten miles de personas hacia el padre Pío como una respuesta al «hambre de trascendencia», a la necesidad de lo sobrenatural que acompaña y apremia al hombre, también al inicio del tercer milenio, a través de la singularidad de una vistosa fenomenología mística.
2. Un altar en el mundo
«¡Cuántas veces -me dijo Jesús hace poco- me habrías abandonado, hijo mío, si no te hubiera crucificado...!» (P. Pío, La croce sempre pronta, Città Nuova 2002, p. 3).
Por lo demás, tratar de comprender al padre Pío no es muy fácil, a pesar de la sencillez de su persona, porque hace falta superar las apariencias. El mismo santo, hablando de sí mismo, decía: «¿Qué os puedo decir de mí? Soy un misterio para mí mismo»4.
Dado que todo hombre nace con una misión que la Providencia le encomienda realizar durante su existencia terrena, ¿cuál fue la misión característica del santo estigmatizado del Gargano?
Durante la visita «ad limina», en abril de 1947, el Papa Pío XII preguntó a monseñor Andrea Cesarano, obispo de Manfredonia: «¿Qué hace el padre Pío?», y él respondió: «Santidad, quita el pecado del mundo»5.
Una respuesta clara y acertada, especialmente si se lee en todo el contexto de la vida y la espiritualidad de Francesco Forgione, que siempre se ofreció como víctima de amor en el altar, donde vivía la pasión de Cristo, y en el confesonario, donde vivía la compasión (precisamente en el sentido etimológico de «padecer con») con el pecador. Se identificaba con Cristo en la inmolación eucarística, y se identificaba con Cristo y con el penitente en el confesonario, para reconciliar a las almas con Dios.
El padre Pío fue un gran apóstol del confesonario; ejerció el ministerio durante cincuenta y ocho años, mañana y tarde, horas y horas, dedicado a los que acudían a él: hombres y mujeres, enfermos y sanos, ricos y pobres, eclesiásticos y seglares, procedentes de lugares cercanos o lejanos. En su causa de canonización este es ciertamente su mayor título de gloria, la confirmación de su santidad y el ejemplo más brillante que dejó a los sacerdotes de todo el mundo, de este siglo y de los futuros.
Alguna vez hizo a sus hermanos esta confidencia: «Las almas no se nos dan como regalo: se compran. ¿Ignoráis lo que le costaron a Jesús? Pues bien, siempre es preciso pagar con esa misma moneda».
3. El hombre que conoce el sufrimiento
Aludiendo a su entrada en la Orden capuchina, escribió en noviembre de 1922: «Oh Dios, (...) hasta ahora habías encomendado a tu hijo una misión grandísima. Misión que sólo era conocida por ti y por mí... Oh Dios, (...) escucho en mi interior una voz que asiduamente me dice: santifícate y santifica» (Epist. III, 1010). Santificarse en sentido moral, pero también en sentido sacrificial. Sacrifícate por la santificación y la salvación de las almas. Así pues, tenía conciencia de haber sido elegido por Dios para colaborar en la obra redentora de Cristo, a través del amor y la cruz.
Crucificado con Cristo, ya no era él quien vivía; era Cristo quien vivía en él, como sucedió con el apóstol san Pablo (cf. Gál 2,19). El padre Pío eligió la cruz, pues estaba convencido de que toda su vida, al igual que la del Maestro, sería «un martirio». En el mes de junio de 1913, escribía al padre Benedetto, su director espiritual: «El Señor me hace ver, como en un espejo, que toda mi vida futura no será más que un martirio» (Epist. I, 368).
Con todo, es preciso tener presente que esta visión tan clara de su incierto y tormentoso futuro ni le preocupaba ni le desalentaba. Más aún, en lo más íntimo de su alma, se alegraba vivamente de haber sido llamado a cooperar en la salvación de las almas con el sufrimiento, que cobra su valor y eficacia de la participación real en la cruz de Jesús (cf. ib., 303).
Por eso, el padre Pío aceptaba de buen grado y con alegría todos los dolores del cuerpo y del alma que el Señor le enviaba; y en su corazón escuchaba cada vez con mayor insistencia la voz de Dios que lo llamaba al sacrificio y a la inmolación por los hermanos (cf. ib., 328 ss).
Probablemente, la mayoría de la gente no conoce mucho este aspecto, entre otras razones porque se habla poco de ello. Del padre Pío se subrayan otras cosas, más fáciles de comprender y de aceptar. Pero, si a la vida y a la espiritualidad del padre Pío se le quita la realidad de la cruz, su santidad se desvirtúa. La cruz no como episodio, sino como actitud de vida, porque vivió toda su existencia a la sombra de la cruz para la gloria de Dios, la santificación personal y la salvación de los hermanos. Todo lo hizo siempre siguiendo el ejemplo del Maestro, Cristo, el cual aceptó libremente y con amor la voluntad del Padre: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. (...) Entonces dije: Heme aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10,5-7).
Las dos biografías más significativas6 del padre Pío, la del padre Fernando da Riese Pío X y la de Alessandro da Ripabottoni, tienen como subtítulo, respectivamente, crucificado sin cruz y el cirineo de todos. De esa forma quieren subrayar el aspecto esencial de su espiritualidad. De hecho, el padre Pío, de 1910 a 1968 vivió crucificado y llevó su cruz y la de la humanidad doliente, que a él acudía, siguiendo el ejemplo de Cristo.
En marzo de 1948, escribe a una carmelita descalza: «Un día, cuando podamos ver la luz del pleno mediodía, entonces conoceremos qué valor, qué tesoros han sido los sufrimientos terrenos, que nos habrán hecho ganar méritos para la patria que no tendrá fin. De las almas generosas y enamoradas de Dios él espera los heroísmos y la fidelidad en ellos para llegar, después de la subida al Calvario, al Tabor».
Son palabras que entrañan, en síntesis, la orientación de un programa de espiritualidad centrado en el misterio de la pasión y muerte de Jesús, y aprendido de él y enseñado «en la escuela del dolor»7, «del sacrificio»8 y «de la cruz, en la que nuestras almas sólo pueden santificarse»9, como repite con frecuencia en su Epistolario.
Desde esta cátedra el padre Pío tuvo la posibilidad de manifestar sus dotes inconfundibles de auténtico maestro de espíritu y logró formar «almas generosas y enamoradas de Dios», alimentadas con la sabiduría de la cruz. Con el ejemplo y la palabra comprometía a las almas encomendadas a su cuidado a seguir las enseñanzas de esta «escuela».
Tal vez en ningún otro campo de su enseñanza ascético-mística alcanzó cimas más elevadas que en este. Siguiendo el pensamiento del P. Melchor de Pobladura10, este aspecto tan característico y particular se puede agrupar en tres puntos: la espiritualidad de la cruz, los contenidos de la cruz y la metodología que usaba para formar y seguir a las almas que a él se confiaban.
4. La espiritualidad de la cruz
La doctrina del sufrimiento purificador y la teología del dolor salvífico es el tema de fondo de la enseñanza del padre Pío en la dirección de las almas. Nos encontramos ante una parte esencial de su programa de dirección espiritual, pero constituye también su empeño personal en la subida hacia la santidad. Es un programa vivido y propuesto porque hunde sus raíces en el Evangelio y se refleja en la vida y en la doctrina de Cristo.
Al observador superficial le impresionan los estigmas exteriores del padre Pío. Sin embargo, desde el punto de vista teológico, el fenómeno no es importante por su aspecto clínico, sino más bien por lo que manifiesta, es decir, su transfiguración total en Cristo crucificado y resucitado. Las llagas corporales visualizan las que san Gregorio de Nisa llamaba «llagas espirituales». Son heridas que provocan un amor profundo, que asemeja al amado. De esas llagas espirituales el padre Pío tuvo una experiencia exaltante, aunque dramática11.
La cruz, sea cual sea el nombre con que se la designe y sea cual sea el aspecto bajo el cual se manifieste, en la vida del cristiano ocupa un lugar central; y el estigmatizado del Gargano lo comprendió, vivió y propuso. Nunca presentó un programa científicamente elaborado, pero tenía ideas muy claras sobre el plan salvífico de Dios, que gira en torno a la cruz de Cristo redentor. Había penetrado y sondeado profundamente las riquezas del misterio de la cruz, «necedad para los que se pierden, mas para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios» (1 Cor 1,18).
Le bastaba contemplar la cruz, el estilo de vida de Jesús, Verbo encarnado y crucificado, para luego hacer vivo y operante su mensaje de salvación. La pasión y muerte de Jesús eran para él un hecho histórico y existencial. El cristiano, comprometido seriamente en su propia santificación, debe aceptar ese mensaje, imitar ese estilo de vida, encontrarse vitalmente con Cristo crucificado, con sencillez, sin muchas disquisiciones.
5. Los contenidos de esta espiritualidad
En la actual economía de la gracia y de la salvación, la cruz ha sido el único medio elegido por Dios para reconciliar a la humanidad con el Padre. Este es el plan de Dios.
La cruz no es un simple episodio de la vida terrena del Verbo encarnado, sino una parte integrante del misterio de la Encarnación. La cruz, propuesta e impuesta por Cristo a sus seguidores, no es simplemente una condición para su seguimiento, sino la expresión más real y auténtica de la pertenencia a su reino. Sólo se es cristiano de verdad en la medida en que se acepta la cruz como opción fundamental de vida: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,24).
Cuando alguien toma su cruz, se transforma en testigo de salvación entre sus hermanos y hace que también los demás participen de esa salvación, de la que él es objeto y sujeto. Con esta opción libre y generosa, el cristiano se transforma en mediador y corredentor de su prójimo, naturalmente bajo el influjo y la dependencia de Cristo, el cual será siempre el único mediador y redentor de la humanidad: «Hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1 Tim 2,5).
Desde que Jesús, como prueba suprema y argumento indiscutible de su amor a los hombres, sacrificó libremente por todos la vida, que es el don más valioso y estimable del hombre, las almas profunda y sinceramente cristianas, al contemplar la cruz, comprenden e intuyen, bajo el influjo del Espíritu Santo, lo que significa el amor que Dios les tiene. En consecuencia, orientan toda su vida espiritual según este principio y esta realidad. La cruz se ha convertido y se convierte en un polo de atracción y un centro de irradiación. En la escuela del dolor han aprendido y aprenden el misterio del amor encerrado en la cruz. No se trata de una ciencia humana, sino de un don de Dios.
«En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3,16). Ciertamente, el padre Pío acogió esta invitación aceptándola hasta sus últimas consecuencias y convirtiéndose en apóstol y maestro de este mensaje del amor crucificado.
El padre Pío escribió a su amigo, el padre Agostino: «Cuando Jesús quiere darme a conocer que me ama, me hace gustar las llagas, las espinas y las angustias de su pasión... Cuando quiere hacerme gozar, me colma el corazón de aquel espíritu que es puro fuego, me habla de sus delicias... Jesús, varón de dolores, quisiera que todos los cristianos lo imitaran... Mi pobre sufrir no vale nada, pero a pesar de ello le agrada a Jesús, porque en la tierra lo amó mucho»12.
Es verdad que hoy los hombres no logran comprender cómo un Dios que se dice bueno y padre permite tanto sufrimiento, incluso a personas inocentes. Por doquier se advierte la falta de sensibilidad espiritual para entender cuán necesario es reparar el mal y expiarlo.
El misterio de la cruz en la vida del cristiano, al igual que en la de Cristo, tiene una importancia decisiva, trascendente e insustituible. El discípulo no puede seguir otro camino que el propuesto por el Maestro, ni puede aceptar otra norma de vida que la que proclama Cristo mismo. El Maestro sabía muy bien que su norma no sería fácil ni suscitaría entusiasmo. Sin embargo, la proclamó categóricamente, con vigor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24).
6. Las motivaciones para acoger en la propia vida la cruz y enseñar a acogerla
Ante todo, el camino de la cruz es el único que deben seguir todos los que quieran buscar sinceramente a Dios como discípulos de Cristo. No existe otro para alcanzar la santificación y la salvación. La cruz es el carné de identidad del cristiano, el sello de su autenticidad y «la divisa»13 de los seguidores de Jesucristo, Verbo encarnado, como la define el padre Pío en una carta.
La cruz es el único camino de salvación para los hombres y deben recorrerlo hasta el fondo sobre todo los que han sido llamados a una realización más íntima y perfecta de los misterios de Cristo. Esta es la doctrina evangélica, según el santo de Pietrelcina: «El grano de trigo no da fruto si no sufre, descomponiéndose; así las almas necesitan la prueba del dolor para quedar purificadas»14. «Para llegar a nuestro último fin es preciso seguir al jefe divino, el cual no quiere llevar al alma por ninguna otra senda que no sea la que él recorrió, es decir, la de la abnegación y la cruz»15.
El segundo motivo por el que se debe abrazar la cruz es porque Cristo caminó siempre con ella y sólo seremos dignos de él en la medida en que lo sigamos, participando de sus dolores. Vivir con Cristo en la cruz es el ideal más sublime de todo cristiano. Nunca subimos solos a ella. Cristo siempre camina delante de nosotros llevando su cruz y la nuestra, y guiando nuestros pasos, a menudo inciertos y vacilantes. Jesús no abandonará jamás a quien por su amor avanza cargado con su cruz y el alma atribulada no lo olvidará nunca; más aún, este pensamiento consolador le dará cada vez más fuerza para perseverar.
El padre Pío escribió: «Jesús está siempre con usted, incluso cuando le parece que no lo siente. Y nunca está más cerca de usted que en las luchas espirituales. Siempre está allí, cerca de usted, animándola a librar con valentía la batalla; está allí para parar los golpes del enemigo, a fin de que no le alcancen a usted»16. «No diga que usted es la única que sube al Calvario, y que se encuentra luchando y llorando sola, porque con usted está Jesús, que no la abandona nunca»17.
Conviene notar, por último, que en el lenguaje ascético tradicional ser víctima quiere decir entrega total para inmolarse habitualmente por amor al Señor. Supone una renuncia total y definitiva a todo lo que, de cualquier forma, pueda constituir un obstáculo a la voluntad divina; supone poder repetir en cada momento: «Hago siempre lo que a él agrada»18.
Es la experiencia del padre Pío: «Has de saber, hija mía, que yo estoy tendido en el lecho de mis dolores; he subido al altar de los holocaustos y espero que baje el fuego de lo alto para que se consuma pronto la víctima. Pide en tus oraciones que baje pronto ese fuego devorador»19.
Cristo mismo quiere que se ofrezca como víctima por la salvación de las almas, no porque necesite de la criatura, sino porque en sus designios eternos ha preferido servirse de los miembros de su Cuerpo místico para realizar el plan de la redención. Como afirmó el Papa Pío XII, «eso realmente no sucede por necesidad o debilidad, sino más bien porque Cristo lo dispuso así para mayor honor de su inmaculada Esposa»20.
El padre Pío animaba a las almas a vivir este misterio y suplir así lo que falta a los sufrimientos de Cristo en favor de la Iglesia21. Y también: «Bajo la cruz se aprende a amar y yo no la doy a todos, sino sólo a las almas que quiero más» (P. Pío, La croce sempre pronta, Città Nuova 2002, p. 3).
7. El camino de la cruz senda de las almas privilegiadas
Esta gracia se concede a los que están llamados a una realización más íntima del ideal de la perfección. Las almas que están llamadas a seguir este camino deben convencerse de que es Dios quien las ha elegido con amor para seguir una senda humanamente tan incómoda y sin atractivos, como el padre Pío nunca deja de notar.
En sus enseñanzas, el santo capuchino estigmatizado no ocultaba ni subestimaba las dificultades del camino emprendido. Conocía bien las angustias, las interminables horas de una lucha que resultaba más peligrosa por la posible derrota. Por eso, se preocupaba siempre de hacer a los demás conscientes de los frutos del sufrimiento aceptado y compartido con Cristo, siguiendo la exhortación paulina: «Soporta las fatigas conmigo, como un buen soldado de Cristo Jesús» (2 Tim 2,3).
El padre Pío encontraba fórmulas claras y sinceras, expresiones accesibles a todos, argumentos convincentes para recorrer el difícil camino del Calvario hasta unirse para siempre con Cristo en la gloria del Tabor. Sabía y repetía que el dolor no es apetecible de por sí, y que la naturaleza humana lo rechaza instintivamente como contrario a la felicidad. El cristiano lo acepta por motivos teológicos y sobrenaturales. Se esforzaba por hacer que las almas atribuladas lo comprendieran.
A una penitente anónima le aconsejaba: «No me parece mal que te quejes en los sufrimientos, pero desearía que lo hicieras ante el Señor con un espíritu filial, como lo haría un niño pequeño con su madre. No está mal quejarse, con tal de que se haga amorosamente; da alivio. Hazlo con amor y resignación en los brazos de la voluntad de Dios»22.
A menudo, el padre Pío utilizaba la imagen del Cirineo, que lleva la cruz de Jesús. Estimulaba y animaba a las almas a perseverar en el camino doloroso de la purificación y las pruebas, ofreciéndose él mismo a ser su cirineo, a llevar con ellas la cruz, más aún, a sustituirlas, tomando sobre sí el dolor y dejándoles a ellas todo el mérito. En realidad, su vida de crucificado le enseñó a ser cirineo de todos los crucificados.
En sus cartas a Cerase encontramos estas palabras: «Por mi parte, no puedo por menos de compartir de buen grado con usted el dolor que la oprime, pedir más asiduamente a Dios por usted y desearle que el dulcísimo Jesús le conceda la fuerza espiritual y material para atravesar la última prueba de su paterno amor a usted (...). ¡Cuánto quisiera estar cerca de usted en estos momentos para aliviar de alguna manera el dolor que la oprime! Pero estaré espiritualmente cerca de usted. Haré míos todos sus dolores y los ofreceré todos en holocausto al Señor por usted»23.
En la espiritualidad del padre Pío, el sufrimiento no es castigo, sino amor finísimo de Dios. Lo que ordinariamente aumenta la intensidad del dolor moral es la tentación, sutil, que lleva a las almas a creer que sus sufrimientos son un castigo infligido por Dios a causa de la infidelidad, una prueba más del mal estado de su conciencia y una demostración de que se han salido del camino recto de la salvación y la santificación. En estos casos, corresponde al director espiritual hacerles comprender que el estado que atraviesan no es ni castigo por las faltas o infidelidades, ni expiación por los propios pecados desconocidos, ni una venganza de la justicia divina. Al contrario, es una prueba del amor de predilección a las almas privilegiadas, elegidas para compartir los misterios dolorosos del Redentor.
A Erminia Gargani, en 1918, le escribe: «Cálmate y ten por cierto que estas sombras y estos sufrimientos tuyos no son un castigo condigno a tus iniquidades; ni eres impía, ni estás cegada por la malicia; eres una de las muchas almas elegidas a las que Dios prueba como al oro en el fuego. Esta es la verdad; y, si dijera lo contrario, no sería sincero e iría contra la verdad»24.
Y a Assunta Di Tommaso la exhorta así: «Este estado no es un castigo, sino amor, y amor finísimo. Por eso, bendice al Señor y resígnate a beber el cáliz de Getsemaní»25. Asimismo, son conmovedoras las palabras de aliento que dirige a María Gargani: «No temas porque te tiene clavada en la cruz: te ama y te está dando fuerza para sostener el martirio insostenible y amor para amar amargamente al Amor»26. «Ten gran confianza en su misericordia y bondad, pues él no te abandonará nunca; pero no por esto dejes de abrazar bien su santa cruz»27.
Todo lo que hemos dicho puede ayudarnos a conocer al padre Pío en cuanto hombre de la cruz. El gran mensaje de san Pío, más urgente que nunca, introduce precisamente en este aspecto: una teología de la cruz iluminada por el esplendor de la Resurrección, sin la cual falla el fulcro mismo del cristianismo. Ciertamente, la canonización del padre Pío nos lleva a afianzar nuestras raíces de discípulos del Señor crucificado y resucitado. Para concluir, me complace hacer mío el epígrafe que eligió Vittorio Messori para la biografía de otro beato, y que puede aplicarse muy bien al padre Pío. Es de Evagrio el Póntico, y dice: «A una teoría se puede responder con otra teoría. Pero, ¿quién podrá confutar una vida?»
Han transcurrido ciento quince años desde el 25 de mayo de 1887, día en que nació Francesco Forgione en Pietrelcina, donde, como en todo el resto del reino de Italia, por decreto ley de Crispi, debían quitarse los crucifijos, incluso de las escuelas. El pequeño padre Pío, que nació precisamente ese año, un día llegaría a ser un crucifijo de carne y hueso28. Ya de santo nunca dejará que se quite la cruz, no sólo de las paredes y los muros, sino sobre todo de los corazones en los que ha sido colocada, para traer la salvación hasta convertirse incluso en un motivo de orgullo: «En cuanto a mí, ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Gál 6,14).
NOTAS:
1) R. Allegri, en P. Pio, Immagini di santità, Mondadori 1999, p. 9.
2) Il gesuita moderno, I, 104.
3) Cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de mayo de 1999, p. 6.
4) P. Gerardo di Flumeri, Epistolario I, p. 800. El Epistolario es la colección, en cuatro volúmenes, de la correspondencia del padre Pío, a cargo del p. Gerardo di Flumeri.
5) Cf. R. Allegri, P. Pio, Immagini di santità, Mondadori 1999, p. 74.
6) P. Fernando Da Riese Pio X, Padre Pio da Pietrelcina, crocifisso senza croce, San Giovanni Rotondo 1974; Alessandro da Ripabottoni, Padre Pio da Pietrelcina, il cireneo di tutti, San Giovanni Rotondo 1994.
7) P. Gerardo di Flumeri, Epist. II, p. 453.
8) Epistolario III, p. 106.
9) Ib., p. 306.
10) Melchor de Pobladura, Alla scuola spirituale di padre Pio da Pietrelcina, San Giovanni Rotondo 1978.
11) Epist. I, pp. 300, 522.
12) Ib., pp. 335-336.
13) Epist. II, p. 175.
14) Ib., p. 442.
15) Ib., p. 155.
16) Ib., p. 156.
17) Ib., p. 463.
18) Jn 8,29.
19) Epist. III, p. 738.
20) Pío XII, AAS 35 (1943) 213.
21) Col 1,24.
22) Epist. III, p. 920.
23) Ib., p. 510.
24) Ib., p. 716.
25) Ib., p. 441.
26) Ib., p. 333.
27) Ib., p. 935.
28) Cf. R. Camilleri, P. Pio, Piemme, p. 6.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 14-VI-02]
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