martes, 1 de junio de 2010

La verdadera sabiduría (Diálogo conel Judio Trifón, 1-8) - San Justino



Una mañana que paseaba bajo los porches del gimnasio, se cruzó conmigo cierto sujeto:

—¡Salud, filósofo!, me dijo.

Y a la vez que saludaba, se dio la vuelta y se puso a pasear a mi lado, y con él también sus amigos. Yo le devolví el saludo:

—¿Qué ocurre?, le contesté.

—Me enseñó en Argos Corinto el socrático—respondió—que no se debe descuidar a los que visten hábito como el tuyo, sino, ante todo, mostrarles estima y buscar conversación con el fin de sacar algún provecho, pues, aun en el caso de que saliese beneficiado sólo uno de los dos, ya sería un bien para ambos. Por eso, siempre que veo a alguien con este hábito, me acerco a él con gusto. También los que me acompañan esperan oír de ti algo de provecho...

—¿Y quién eres tú, oh el mejor de los mortales?, le repliqué, bromeando un poco.
Entonces me indicó, sencillamente, su nombre y su raza:

—Mi nombre es Trifón, y soy hebreo de la circuncisión que, huyendo de la guerra recientemente finalizada, vivo en Grecia, la mayor parte del tiempo en Corinto.

—¿Y cómo—le respondí—puedes sacar más provecho de la filosofía que de tu propio legislador y de los profetas?

—¿No tratan de Dios—me replicó—los filósofos en todos sus discursos y no versan sus disputas sobre su unicidad y providencia? ¿Y no es objeto de la filosofía investigar acerca de Dios?

—Ciertamente—le dije—, y ésa es también mi opinión; pero la mayoría de los filósofos ni se plantean siquiera el problema de si hay un solo Dios o muchos, ni si tiene o no providencia de cada uno de nosotros, pues opinan que semejante conocimiento no contribuye para nada a nuestra felicidad (...).

Entonces él, sonriendo, dijo cortésmente:

—Y tú ¿qué opinas de esto, qué piensas de Dios y cuál es tu filosofía?

—Te diré lo que me parece claro, respondí. La filosofía, efectivamente, es en realidad el mayor de los bienes y el más precioso ante Dios, a quien nos conduce y recomienda 1. Y santos, en verdad, son aquellos que a la filosofía consagran su inteligencia. Sin embargo, qué es en realidad y por qué fue enviada a los hombres, es algo que escapa a la mayoría de la gente; pues siendo una ciencia única, no habría platónicos, ni estoicos, ni peripatéticos, ni teóricos, ni pitagóricos (...).
(Al llegar a este punto, Justino explica a sus interlocutores cómo fue pasando por diversas escuelas filosóficas en busca de la sabiduría, pero ninguna le satisfizo).
Con esta disposición de ánimo, determiné un día refugiarme en la soledad y evitar todo contacto con los hombres. Me dirigí a cierto paraje, no lejos del mar. Cerca ya del lugar, me seguía a poca distancia un anciano de aspecto venerable. Me di la vuelta y clavé los ojos en él.

—¿Es que me conoces?, preguntó.

Contesté que no.

—Entonces, ¿por qué me miras de esa manera?

—Estoy maravillado—dije—de que hayas venido a parar a este mismo lugar, donde no esperaba encontrar a hombre alguno.

—Ando preocupado—repuso él—por unos parientes míos que están de viaje. He venido a mirar si aparecen por alguna parte. Y a ti—concluyó—¿qué te trae por acá?

—Me gusta—le dije—pasar así el rato: puedo conversar conmigo mismo sin estorbo. Para quien ama la meditación no hay parajes tan propios como éstos.

—Luego, ¿eres amigo de la idea y no de la acción y de la verdad? ¿Cómo no tratas de ser más bien un hombre práctico y no sofista?

—¿Y qué mayor bien hay—le repliqué—que demostrar cómo la idea lo dirige todo y, concebida en nosotros y dejándonos conducir por ella, contemplar el extravío de los demás y que en nada de sus ocupaciones hay algo sano y grato a Dios? Sin la filosofía y la recta razón no es posible que haya prudencia (...).

(El relato continúa con las más variadas preguntas del anciano acerca de la inmortalidad del alma, sus capacidades, la relación de las criaturas con Dios...
Justino intenta responder, pero llega un momento en el que comprende que los filósofos no son capaces con la sola razón de dar cuenta de todos los interrogantes que se plantean los hombres.)

—Entonces—volví a replicar—, ¿a quién vamos a tomar por maestro o de donde podemos sacar provecho, si ni en éstos, como en Platón o en Pitágoras, se halla la verdad?

—Existieron hace mucho tiempo—me contestó el viejo—unos hombres más antiguos que todos éstos tenidos por filósofos; hombres bienaventurados, justos y amigos de Dios, que hablaron por inspiración divina; y divinamente inspirados predijeron el porvenir, lo que justamente se está cumpliendo ahora: son los llamados profetas.

Estos son los que vieron y anunciaron la verdad a los hombres, sin temer ni adular a nadie, sin dejarse vencer de la vanagloria; sino, que llenos del Espíritu Santo, sólo dijeron lo que vieron y oyeron. Sus escritos se conservan todavía y quien los lea y les preste fe, puede sacar el más grande provecho en las cuestiones de los principios y fin de las cosas y, en general, sobre aquello que un filósofo debe saber.

No compusieron jamás sus discursos con demostración, ya que fueron testigos fidedignos de la verdad por encima de toda demostración. Por lo demás, los sucesos pasados y actuales nos obligan a adherirnos a sus palabras. También por los milagros que hacían es justo creerles, pues por ellos glorificaban a Dios Hacedor y Padre del Universo, y anunciaban a Cristo Hijo suyo, que de Él procede. En cambio, los falsos profetas, llenos del espíritu embustero e impuro, no hicieron ni hacen caso, sino que se atreven a realizar ciertos prodigios para espantar a los hombres y glorificar a los espíritus del error y a los demonios.

Ante todo, por tu parte, ruega para que se te abran las puertas de la luz, pues estas cosas no son fáciles de ver y comprender por todos, sino a quien Dios y su Cristo concede comprenderlas.
Esto dijo y muchas otras cosas que no tengo por qué referir ahora. Se marchó y después de exhortarme a seguir sus consejos, no le volví a ver jamás. Sin embargo, inmediatamente sentí que se encendía un fuego en mi alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a aquellos hombres que son amigos de Cristo y, reflexionando sobre los razonamientos del anciano, hallé que ésta sola es la filosofía segura y provechosa.

De este modo, y por estos motivos, yo soy filósofo, y quisiera que todos los hombres, poniendo el mismo fervor que yo, siguieran las doctrinas del Salvador. Pues hay en ellas un no sé qué de temible y son capaces de conmover a los que se apartan del recto camino, a la vez que, para quienes las meditan, se convierten en dulcísimo descanso.

Ahora bien, si tú también te preocupas algo de ti mismo y aspiras a tu salvación y tienes confianza en Dios, como a hombre que no es ajeno a estas cosas, te es posible alcanzar la felicidad, reconociendo a Cristo e iniciándote en sus misterios.

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