martes, 23 de febrero de 2010
La educación católica y los desafíos de los signos de los tiempos. Familia y escuela
Apertura y Primera Exposición Monseñor José Luis Mollaghan, arzobispo de Rosario en el Curso de la Junta de Educación Católica de Rosario 2010 (17, 18 y 19 de febrero de 2010)
La educación católica y los desafíos de los signos de los tiempos nos hacen pensar en el llamado que tenemos como educadores, de discernir los signos de los tiempos, a la luz del Espíritu Santo, para ponernos al servicio del Reino, anunciado por Jesús, que vino para que todos tengan vida y “para que la tengan en plenitud” (Juan 10,10). Así nos dice Aparecida, al hablar de la realidad que hoy nos interpela (cap.2, 1).
El fenómeno de la globalización
Entre estos signos propios de la época en que vivimos no cabe duda la influencia que tiene la tecnología, la red de comunicaciones de alcance mundial, la ciencia, los medios de comunicación masiva; y una de las novedades más sobresaliente de estos cambios, que es el alcance global y casi inmediato por el que cualquier suceso, o cualquier hecho llega en instantes prácticamente al mundo entero.
Esta forma de transmisión inmediata que interesa a todos podemos encuadrarla en el llamado fenómeno de la globalización, que facilita esta comunicación a gran velocidad y en forma vertiginosa. Estos cambios tocan la vida social, impactando la cultura, la economía, la política, las ciencias, la educación, el deporte, las artes, y también la educación (ib. n º35).
Como docentes y comunidad educativa, al querer tener una visión de la realidad, nos encontramos con una situación compleja, y a la vez fragmentada, que solemos aceptar tal cual se presenta; aún cuando al querer comprenderla integralmente percibimos que hace tambalear nuestras propias convicciones.
Desde el punto de vista de la fe, percibimos que en las personas que tratamos y conocemos hay un trasfondo religioso, de convicciones de fe arraigadas, en las que se manifiesta una conciencia de la condición de hijos de Dios, de la vida moral, de su participación en la sociedad, etc., a pesar de muchos aspectos negativos. Pero, también advertimos que si no procuramos ofrecer como cristianos en la escuela una transmisión más profunda de la fe y de los valores que la acompañan, así como una mayor estima publica por los valores culturales y religiosos que heredamos, y una formación mas amplia, este transfondo positivo del que hablamos es insuficiente y llega a erosionarse (cfr. Aparecida, n º 39).
Sobre todo porque percibimos una falta de coherencia que unifique la vida; no solo horizontalmente, sino inclusive en su dimensión trascendente; y una crisis de falta de sentido, en la que nos encontramos en pugna con las tradiciones culturales y religiosas, la vida social, y la propia autoestima.
La familia y la educación .
Es imposible hablar de la educación, de nuestras escuelas, de la formación y su relación con la cultura actual, si no pensamos también en la familia. Los niños y los jóvenes que recibimos en nuestras escuelas son parte de una familia, y están íntimamente vinculados a ellas. Basta visitar un colegio, y hablar con los chicos y chicas, o encontrar a sus padres, para comprender justamente que los cambios más tangibles de nuestra cultura aparecen reflejados en la familia, y por tanto también en los chicos y en los jóvenes. A su vez entre las familias y la escuela hay una interrelación, que tiene profundamente que ver con la educación que brindamos.
Percibimos positivamente que la familia continúa siendo apreciada por nuestra gente. Hay una conciencia más viva de la libertad personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones interpersonales en el matrimonio, a la promoción de la dignidad de la mujer, a la paternidad responsable, a la educación de los hijos, a su responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa (cfr. Aparecida, ib., “Familiaris Consortio”, nº 6). El hogar se valora como el lugar al que pertenecemos, y es por ello es un lugar de encuentro entre las personas donde se percibe que hay identidad propia, sentido de paternidad y maternidad, de filiación y fraternidad.
Sin embargo muchas familias están “inmersas en la crisis de la ruptura entre Evangelio y cultura, y constatamos que las persona y la familia, no encuentran nuevos cauces para sostenerse y crecer” (CEA, La familia: imagen del amor de Dios, 15.V.2004. n º 2).
Más aún, la fragmentación presente en nuestra cultura, marcada por el individualismo y la crisis de valores, llega también a erosionar, como señalamos, a las familias, enfrentadas además por legislaciones que alientan su disolución; por modelos ideológicos que relativizan los conceptos de persona, matrimonio, y familia; por la situación socioeconómica que viven, por la falta de comunicación, superficialidad e intolerancia, e incluso por la agresión y violencia en el trato entre las personas (cfr. ibídem).
Hay signos preocupantes por la pérdida de algunos valores fundamentales: a veces una concepción equivocada de la independencia de los cónyuges entre sí; las ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos; las dificultades que frecuentemente experimenta la familia en la transmisión de los valores; la instauración de una mentalidad anticoncepcional y la amenaza del aborto (cfr. Familiaris consortio, ibídem).
También han surgido propuestas de nuevas formas de matrimonio, que quieren prescindir de la identidad más específica de sus componentes, y de su fin; y por tanto de la misma institución matrimonial; tergiversando la naturaleza y el ideal de familia.
Un empeño pastoral, generoso, inteligente y prudente
Ante esta situación, muchas familias viven permaneciendo fieles a los valores que constituyen el fundamento de la institución familiar. Otras se sienten inciertas y desanimadas de cara a su cometido, e incluso en estado de duda o de ignorancia respecto al significado último y a la verdad de la vida conyugal y familiar. Otras, en fin, a causa de diferentes situaciones de injusticia se ven impedidas para contar son sus derechos fundamentales (cfr. “Familiaris consortio”, nº1). Pero en el debate actual, la familia no puede estar en discusión.
Con sus luces y sus sombras, la Iglesia ha sido siempre defensora de la familia fundada en el matrimonio. Inclusive exhorta a tener un empeño pastoral, generoso, inteligente y prudente hacia aquellas familias que pasan situaciones difíciles, a menudo e independientemente de la propia voluntad, o apremiados por otras exigencias de distinta naturaleza; hacia las cuales se debe manifestar comprensión, respeto, y consideración (cfr.“Familiaris consortio”, nº 77).
Por esto, la familia, que es una comunidad de personas, la célula social más pequeña, y como tal una institución fundamental para la vida de toda la sociedad, nos lleva a la propuesta de tenerla muy en cuenta en la vida de la escuela, su misión y su rol con los hijos, - es decir los alumnos-, pero también en relación a la vida social y eclesial.
En esta sociedad dónde existen fracturas y sombras, como las que mencionamos, la escuela debe ayudar adecuadamente dentro de sus posibilidades a que las familias sean un núcleo de vida, esperanza y amor.
La relación de la escuela con las familias
Hay una clave para hacer posible este desafío: es la relación de la escuela con las familia, en particular brindándole una nueva catequesis matrimonial y familiar, ya sea a través de encuentros con los padres, como a través de los mismos hijos; ya sea por medio de una formación adecuada teniendo en cuenta su papel en la educación y en la misión de la escuela.
Es importante partir de Dios y de su anuncio salvador: es decir transmitir que en Él encontramos el llamado a una vida nueva en Cristo; y que debemos valorarlo como el fundamento de nuestra fe y el que garantiza la dignidad de ser personas y también nuestra vida de comunión fraterna. En este sentido, el amor no lo encontramos como una realidad abstracta, sino en el amor concreto de cada persona y como don de Dios. Por ello podemos decir que por amor es la familia la que alimenta, la que ofrece afecto, la que protege y da ternura, la que escucha, la que brinda su tiempo, la que acompaña, la que quiere el bien y el progreso de sus miembros, la que tienen a Cristo como el centro de su vida y de su felicidad. También la familia, de este modo, aprende de Él a darse con generosidad a los demás.
De este modo, la familia está llamada a expresar y hacer vivo el amor de Dios en los gestos de todos los días; que se expresa en todas sus dimensiones y desafíos; como comunidad de personas, con una identidad propia y con la naturaleza de ser también un sujeto social.
El niño en la escuela
Sabemos que en el desarrollo del niño, aparece otra institución social con posterioridad, que supone la primera: es la escuela. Esta escuela le brinda una visión de fe, que enriquece el mundo personal del niño, y donde va a encontrar una nueva referencia, y confrontará las certezas familiares que recibió.
Podemos decir, por una parte, que el niño y el joven en la escuela deben ser ayudados a perfeccionar el sentido de responsabilidad, a aprender el recto uso de la libertad, y a participar activamente en la vida social. (cfr. Congregación para la educación católica, carta n º 520, 2009, 1), continuando lo recibido en la vida familiar.
Al mismo tiempo, debemos saber que “una enseñanza que desconozca o que ponga al margen la dimensión moral y religiosa de la persona sería un obstáculo para una educación completa, porque los niños y los adolescentes tienen derecho a que se les estimule a apreciar con recta conciencia los valores morales y a aceptarlos con adhesión personal y también a que se les enseñe a conocer y amar más a Dios” (ibídem).
La complejidad actual corre el riesgo de hacer perder lo esencial, es decir la formación de la persona humana en su integridad, en particular por cuanto concierne a la educación religiosa y espiritual. Esta tarea educativa, volvemos a lo primero, incluso cuando es realizada en conjunto, tiene en los padres, los primeros responsables de la educación.
La escuela católica debe evangelizar, y de este modo también también humanizar y formar al niño y al joven, colaborando con la familia y llevando a la familia lo que no tiene. En una cultura despersonalizada, ayudar a descubrir su misión es también ofrecerle razones de confianza y alentarla a amar.
Tenemos que volver a redimensionar el vínculo pedagógico y pastoral entre la escuela y la familia. Por ello, no es que la familia está llamada a participar ocasionalmente en la vida de la escuela, ya que es la escuela la que recibe la delegación de la responsabilidad educativa que le compete - de forma natural y primera - de la familia. Pero sí, cuando no asume este rol, o carece de todos los elementos para hacerlo; la escuela esta llamada a recrear los vínculos de esa relación y de su misión desde Cristo.
La escuela católica defiende la vida
Junto a este desafío de trabajar desde Cristo con la familia; aparece otro desafío que el niño percibe, es la valoración de la propia vida. Imaginemos la conciencia que el niño tiene de la vida, cuando descubre lo cerca suyo que está la muerte; y la muerte caprichosa ya sea por el menosprecio de la vida en el seno materno y en la niñez, por accidentes y por la inseguridad.
La escuela católica defiende la vida, pero en este sentido necesita ayuda, para que podamos hablar a un niño confiado, a un niño que crece en la seguridad consigo mismo; y que tanto la escuela como la familia necesitan.
Por eso es necesario que la vida humana se considere como un bien primordial que nos da Dios, y que a su vez es el fundamento de otros bienes, de su adquisición y desarrollo; por lo cual ha de ser respetada en todos los momentos de su desarrollo, desde su concepción hasta la muerte natural.
Se la debe resguardar de toda forma de violencia en el seno materno, como es el caso del aborto; debe ser protegida de todo mal y enfermedad en la niñez, debe ser preservada de todos los peligros que la amenazan posteriormente: sobre todo de la pobreza y de la miseria, del alcoholismo, y de la drogadicción, así como del fomento del juego compulsivo.
Asimismo debe ser respetada de tal manera, que sea preservada y cuidada, de modo que todos puedan tener alimento, vestido, vivienda, educación, trabajo, tiempo libre, y asistencia sanitaria, y como decía la seguridad adecuada.
No solo pienso en la pobreza en el hogar, sino también la pobreza que a veces se sobrelleva en algunas escuelas, donde faltan elementos primordiales para los niños y para los docentes. Pienso en primer lugar, por ejemplo, en las aulas, en los lugares comunes de recreación, en los baños; en la necesidad de recursos básicos, que de lo contrario hacen que el panorama sea tan difícil para la educación.
Quiero especialmente felicitar a los maestros, a las religiosas y religiosos, a los sacerdotes que trabajan en la Arquidiócesis en las comunidades educativas, sobre todo sobrellevando necesidades en los barrios más pobres y carenciados, y también reconocer a tantas familias carenciadas; a quienes se les agravan las dificultades y cada día experimentan tantas pruebas para llevar adelante la educación de sus hijos, pero que sin embargo perseveran en su ideal y confían en la providencia de Dios.
La Iglesia es misterio de comunión, la familia y la escuela tienen que encontrar vínculos de comunión para la formación integral del niño y del joven, con familias unidas, estables, que se amen, sean fecundas y evangelizadoras. Es necesario que las familias de nuestro tiempo vuelvan a su riqueza más honda, y sigan a Cristo.
Por ello, también podemos referir a la escuela, la enseñanza del Papa Benedicto XVI en Aparecida: “Es necesaria, pues, una pastoral familiar intensa y vigorosa” (13.V.2007).
La educación y La Palabra de Dios
Para terminar, quisiera que lo que hemos reflexionado, lo comprendamos mejor a la luz de la Palabra de Dios. Nos va a ayudar su conocimiento y su lectura orante: “acojamos también nosotros esta invitación; acerquémonos a la mesa de la Palabra de Dios, para alimentarnos y vivir «no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 3; Mt 4, 4). La Sagrada Escritura - como afirmaba una gran figura de la cultura cristiana - «tiene pasajes adecuados para consolar todas las condiciones humanas y pasajes adecuados para atemorizar en todas las condiciones» (B. Pascal, Pensieri, n. 532 ed. Brunschvicg). ( Sínodo sobre la Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia, Concl.).
Hagámosla resonar al principio de nuestro día, para que sea Dios quien nos ilumine y permanezca en nosotros a lo largo de la jornada, hasta que la última palabra del día sea de Dios.
El Salmo 78 nos ofrece una orientación para nuestra misión en la escuela. ¿Cuál es esta misión? Es un continuo comunicar, de padre a hijo, de generación en generación, las grandes obras de Dios, la gran línea dinámica de salvación en la que estamos inmersos (cfr. Gianfranco Ravassi, El maestro en la Biblia, nº 2).
Confiemos que en nuestra misión, con los niños, los jóvenes y las familias, Jesús, es el maestro, el que nos enseña con palabras y hechos, que no vino a ser servido sino a servir; y que en la culminación de su amor da la vida por nosotros.
Esta Palabra va a preparar nuestro corazón y nuestra vida, para que Jesús en la Eucaristía sea el pan de vida, el alimento primordial en quien centremos nuestra mirada y nuestro anhelo de recibirlo.
Pidamos a Nuestra Señora del Rosario que nos acompañe en estos desafíos, y que bendiga nuestras escuelas, a los docentes, a los niños y jóvenes, y a sus familias.
Mons. José Luis Mollaghan, arzobispo de Rosario
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