miércoles, 28 de octubre de 2009
Una puerta abierta para muchos anglicanos
Presentamos un artículo de otro converso del anglicanismo, el Padre Jeffrey Steenson. Previo a su ordenación como sacerdote católico, el Padre Steenson era el obispo de la diócesis anglicana de Rio Grande en Estados Unidos.
Para los anglicanos, entrar en comunión plena con la Iglesia Católica, reunida en torno a San Pedro y sus sucesores, no deja de ser como la experiencia del mercader en Mateo 13,46 quien, “cuando encontró una perla de gran valor, fue y vendió todo lo que tenía y la compró”. Se trata de una aventura exigente que requiere sacrificio, pero esa es la naturaleza del apostolado, y es de tal importancia que, en definitiva, todos los argumentos contingentes deben quedar a un lado. La asombrosa generosidad de Benedicto XVI en ofrecer un hogar canónico a los anglicanos que deseen estar en comunión con él, es una ocasión para regocijarse grandemente, porque significará que no hacemos el viaje solos.
Los anglicanos no van a Roma primariamente porque no están contentos con sus iglesias. Hay opciones dentro del anglicanismo que son mucho más accesibles para aquellos que objetan las últimas decisiones y desarrollos dentro de sus propias iglesias. Las advertencias que se oyen, especialmente en los círculos católicos liberales acerca de los peligros de admitir a anglicanos desafectados han de ser consideradas, por supuesto, pero la mayoría del enojo que he encontrado como católico proviene de católicos desafectados que objetan las enseñanzas de su propia iglesia. El viaje a la comunión plena es, por naturaleza, un proceso purgativo, y las almas que lo cumplen simplemente están muy felices de estar allí.
Para mí, el momento de la verdad llegó a principios del 2007, en un encuentro de la Casa de Obispos de la Iglesia Episcopaliana [así se conoce a los anglicanos de USA], entre colegas a lo que había llegado a amar y cuya compañía verdaderamente disfrutaba. Ellos sentían que había llegado el tiempo de afirmar que la política de la Iglesia Episcopaliana era esencialmente local y democrática, y que su asociación con la Comunión Anglicana y el mundo cristiano era voluntaria y para la colaboración. Ésta fue la gota que colmó el vaso; no podía reconciliar esta posición con la comprensión católica de la Iglesia. Y como miembro de una familia eclesial cuyos orígenes eran romanos, me pareció obvio qué era lo que debía hacer.
No fue una decisión apresurada. La meta de la unidad católica ha sido, a veces más, a veces menos, una parte integral de la identidad católica desde Newman, como lo muestran llanamente los acuerdos de la Comisión Internacional Anglicana Romano-Católica [ARCIC]. En los años que siguieron al Vaticano II, las condiciones para la reunión corporativa parecían favorables en un breve plazo. Pero fuertes movimientos no esperados dentro del anglicanismo habían puesto la meta de la comunión plena tan lejos en el horizonte que ya no era más realista esperar que los instrumentos ecuménicos establecidos pudieran sanar el cisma.
Yo fui parte de uno de esos esfuerzos entre 1993 y 1994. Revisando nuestras propuestas a la Santa Sede de aquel tiempo, me sorprende encontrar tantos ecos en la Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe acerca de los ordinariatos personales. Para los que estén interesados en seguir esta historia, una lectura obligada es “The Roman Option” (Harper/Colllins, 1997) de William Oddie. Agregando una nota al excelente estudio del Dr. Oddie, quiero decir que el pedido de una estructura canónica similar a los ordinariatos militares fue propuesto inicialmente por Mons. William Stetson, por muchos años secretario del delegado eclesiástico para la Pastoral Provision.
No es algo sencillo definir precisamente lo que el Papa Pablo VI llamó el “valioso patrimonio” de la tradición anglicana. Pronto descubrimos que no es adecuado hablar de esta identidad anglicana como algo primariamente litúrgico, porque el movimiento litúrgico ha traído una real convergencia entre las formas anglicanas y católicas. Escribimos en su momento: “Ciertamente debe ser algo más que la preservación de características distintivas de la cultura de la iglesia anglicana (por ejemplo, su herencia litúrgica, devocional y musical), incluso si tal preservación es algo valioso. Deseamos que nuestro retorno a la unión con Pedro nos permita contribuir a sanar el cisma occidental, mediante un apostolado dedicado a la unidad cristiana, como un vehículo a través del cual la Iglesia Católica pueda abrazar a sus hijos e hijas separados y aumentar los recursos para su trabajo de evangelización”.
Aprecio mucho que la Nota de la CDF tenga en cuenta que la preservación del patrimonio anglicano sea balanceada por la preocupación de que los peregrinos sean integrados en la Iglesia Católica, y no que meramente vivan como una sub-cultura distinta. Esto es importante por muchas razones, pero una me viene especialmente a la mente: nosotros, los anglicanos, tenemos algunos malos hábitos que desaprender, porque la vida anglicana hoy es manifiestamente desordenada. La necesidad que tenemos de formación no es algo que deba ser subestimado; Roma no fue construida en un día, y tampoco puede uno ponerse el sacerdocio católico como si fuera un abrigo. Esto me parece particularmente exigente, y requiere el esfuerzo de llegarnos a sacerdotes católicos sabios y experimentados. Estaré siempre agradecido con aquellos que pacientemente me apoyaron, animaron, y rezaron conmigo, especialmente las maravillosas personas del Colegio Irlandés y Mons. Francis Kelly de la Casa Santa María en Roma.
Aquellos queridos amigos del Colegio Irlandés, que a veces hacían bromas de mis “cinco ordenaciones y una boda”. Algunos clérigos anglicanos, incluso dando la bienvenida a esta iniciativa del Santo Padre, quieren reabrir la cuestión de la validez de las órdenes anglicanas, porque tienen objeciones a la regla general de la ordenación absoluta. Yo no tuve esta dificultad, porque no pensé de mi ordenación en la Iglesia Católica como de un repudio del ministerio anglicano. Las ordenaciones anglicanas son lo que son. Podría parecer razonable criticar la Encíclica de León XIII sobre las órdenes anglicanas Apostolicae Curae (1896), por hablar en el modo severo de una época diferente, pero ciertamente puede ser leída en una luz positiva. Los amigos no se abstienen de hablar francamente, y es probable que este texto haya sido responsable de mucho del progreso ecuménico realizado, al provocar a los anglicanos a reflexionar más profundamente sobre la teología del sacerdocio ministerial. Guardo como un tesoro los momentos en que pude rezar cerca de la tumba del Papa León XIII en San Juan de Letrán el pasado año. El principal anti-héroe del anglicanismo permanece, irónicamente, como una poderosa fuerza espiritual para la unidad cristiana.
Hay una cosa que ha continuado dificultando mi viaje, y ésta es el recuerdo de las personas que dejé atrás. Fue muy difícil alejarme de las atesoradas relaciones pastorales, aunque la política de la Iglesia y la ética ministerial ciertamente requerían un quiebre claro y decisivo. Muchos de ellos son, por supuesto, anglicanos firmemente comprometidos que no tienen ningún interés en seguir este camino hacia la unidad católica. Les deseo toda bendición. Pero a menudo pienso en otros que tienen hambre y sed de algo más, para los que la Iglesia Católica es una presencia intimidante pero a la vez convincente. Ellos deben superar malas comprensiones acerca de lo que la Iglesia Católica enseña, y deben superar miedos acerca de lo que podría significar vivir en la Iglesia Católica. Un paciente trabajo pastoral puede resolver mucho de esto, y yo me regocijo de que el Santo Padre haya abierto esta puerta para ellos.
Tomado de: De Cura Animarum
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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