sábado, 31 de octubre de 2009

La Liturgia de las Horas, oración de la Iglesia

1. Antes de comenzar el comentario de los salmos y cánticos de las Laudes, completamos hoy la reflexión introductoria que iniciamos en la anterior catequesis. Y lo hacemos tomando como punto de partida un aspecto muy arraigado en la tradición espiritual: al cantar los salmos, el cristiano experimenta una especie de sintonía entre el Espíritu presente en las Escrituras y el Espíritu que habita en él por la gracia bautismal. Más que orar con sus propias palabras, se hace eco de los «gemidos inenarrables» de los que habla san Pablo (cf. Rm 8,26), con los cuales el Espíritu del Señor impulsa a los creyentes a unirse a la invocación característica de Jesús: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15; Ga 4,6).

Los antiguos monjes estaban tan seguros de esta verdad, que no se preocupaban de cantar los salmos en su lengua materna, pues les bastaba la convicción de que eran, de algún modo, «órganos» del Espíritu Santo. Estaban convencidos de que por su fe los versículos de los salmos les proporcionaban una «energía» particular del Espíritu Santo. Esa misma convicción se manifiesta en la utilización característica de los salmos que se llamó «oración jaculatoria» -de la palabra latina iaculum, es decir, dardo- para indicar expresiones salmódicas brevísimas que podían ser «lanzadas», casi como flechas incendiarias, por ejemplo contra las tentaciones. Juan Casiano, escritor que vivió entre los siglos IV y V, recuerda que algunos monjes habían descubierto la eficacia extraordinaria del brevísimo incipit del salmo 69: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme», que desde entonces se convirtió en el pórtico de ingreso de la Liturgia de las Horas.

2. Además de la presencia del Espíritu Santo, otra dimensión importante es la de la acción sacerdotal que Cristo realiza en esta oración, asociando a sí a la Iglesia su esposa. A este respecto, precisamente refiriéndose a la Liturgia de las Horas, el concilio Vaticano II enseña: «El sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Jesucristo (...) une a sí toda la comunidad humana y la asocia al canto de este divino himno de alabanza. En efecto, esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que no sólo en la celebración de la Eucaristía, sino también de otros modos, sobre todo recitando el Oficio divino, alaba al Señor sin interrupción e intercede por la salvación del mundo entero» (SC 83).

También la Liturgia de las Horas, por consiguiente, tiene el carácter de oración pública, en la que la Iglesia está particularmente implicada. Así, es iluminador redescubrir cómo la Iglesia fue definiendo progresivamente este compromiso específico suyo de oración realizada de acuerdo con las diversas fases del día. Para ello es preciso remontarse a los primeros tiempos de la comunidad apostólica, cuando aún existía un estrecho vínculo entre la oración cristiana y las así llamadas «plegarias legales» -es decir, prescritas por la Ley de Moisés- que se rezaban en determinadas horas del día en el templo de Jerusalén. El libro de los Hechos de los Apóstoles dice que «acudían al templo todos los días» (Hch 2,46) o que «subían al templo para la oración de la hora nona» (Hch 3,1). Y, por otra parte, sabemos también que las «plegarias legales» por excelencia eran precisamente la de la mañana y la de la tarde.

3. Gradualmente los discípulos de Jesús descubrieron algunos salmos particularmente adecuados para determinados momentos del día, de la semana o del año, viendo en ellos un sentido profundo en relación con el misterio cristiano. Un testigo autorizado de este proceso es san Cipriano, que, en la primera mitad del siglo III, escribe: «Es necesario orar al inicio del día para celebrar con la oración de la mañana la resurrección del Señor. Eso corresponde a lo que una vez el Espíritu Santo indicó en los Salmos con estas palabras: "Rey mío y Dios mío. A ti te suplico, Señor, por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa y me quedo aguardando" (Sal 5,3-4). (...) Luego, cuando se pone el sol y declina el día, es preciso hacer nuevamente oración. En efecto, dado que Cristo es el verdadero sol y el verdadero día, en el momento en que declinan el sol y el día del mundo, pidiendo en la oración que vuelva a brillar sobre nosotros la luz, invocamos que Cristo nos traiga de nuevo la gracia de la luz eterna» (PL 39,655).

4. La tradición cristiana no se limitó a perpetuar la judía, sino que innovó algunas cosas, que acabaron por caracterizar de forma diversa toda la experiencia de oración que vivieron los discípulos de Jesús. En efecto, además de rezar, por la mañana y por la tarde, el padrenuestro, los cristianos escogieron con libertad los salmos para celebrar con ellos su oración diaria. A lo largo de la historia, este proceso sugirió la utilización de determinados salmos para algunos momentos de fe particularmente significativos. Entre estos ocupaba el primer lugar la oración de la vigilia, que preparaba para el día del Señor, el domingo, en el cual se celebraba la Pascua de Resurrección.

Una característica típicamente cristiana fue, luego, la doxología trinitaria, que se añadió al final de cada salmo y cántico: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo». Así cada salmo y cántico es iluminado por la plenitud de Dios.

5. La oración cristiana nace, se alimenta y se desarrolla en torno al evento por excelencia de la fe: el misterio pascual de Cristo. De esta forma, por la mañana y por la tarde, al salir y al ponerse el sol, se recordaba la Pascua, el paso del Señor de la muerte a la vida. El símbolo de Cristo «luz del mundo» es la lámpara encendida durante la oración de Vísperas, que por eso se llama también lucernario. Las horas del día remiten a su vez al relato de la pasión del Señor, y la hora Tertia también a la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Por último, la oración de la noche tiene carácter escatológico, pues evoca la vigilancia recomendada por Jesús en la espera de su vuelta (cf. Mc 13,35-37).

Al hacer su oración con esta cadencia, los cristianos respondieron al mandato del Señor de «orar sin cesar» (cf. Lc 18,1; 21,36; 1 Ts 5,17; Ef 6,18), pero sin olvidar que, de algún modo, toda la vida debe convertirse en oración. A este respecto escribe Orígenes: «Ora sin cesar quien une oración a las obras y obras a la oración» (PG 11,452c).

Este horizonte en su conjunto constituye el hábitat natural del rezo de los salmos. Si se sienten y se viven así, la doxología trinitaria que corona todo salmo se transforma, para cada creyente en Cristo, en una continua inmersión, en la ola del Espíritu y en comunión con todo el pueblo de Dios, en el océano de vida y de paz en el que se halla sumergido con el bautismo, o sea, en el misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

[Juan Pablo II, Catequesis del Miércoles 4 de abril de 2001]

Tomado de: http://www.franciscanos.org/oracion/salmosintro.htm

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