viernes, 3 de julio de 2009
Santo Tomás, Apóstol - 3 de julio
Santo Tomás es uno de los doce hombres que Jesús eligió y preparó para la predicación de la Buena Nueva. Tomás es conocido por su incredulidad y acto de fe consiguiente, ante la noticia de la Resurrección de Jesús. Hay además, otros dos hechos específicos que lo caracterizan, también narrados en el santo evangelio.
El primero de estos sucesos ocurre cuando Jesús se dirige por última vez a Jerusalén, donde, según lo que Él mismo les había ido anunciando a sus Apóstoles, sufriría la Pasión y muerte en Cruz. Los discípulos sienten temor y le dicen a Jesús: “Los judíos quieren matarte y ¿vuelves allá?” (Jn 11, 8). Ellos no podían comprender que Jesús se arriesgase. Lo amaban y no querían perderlo. Pero no se daban cuenta que Jesús debía “beber este cáliz” para completar la obra de la Redención. Como si fuera poco, Tomás todavía agrega: “Vayamos también nosotros y muramos con Él” (Jn 11, 16).
En medio del temor, Tomás, viendo que no va a convencer al Maestro de que se desvíe del camino, exhorta a los demás a morir con Jesús. Nosotros, los cristianos, también queremos morir con Cristo. No lo queremos abandonar ni romper nuestra fidelidad, aún en las dificultades. Pidámosle a Tomás ayuda para que siga prendido en nuestra alma este deseo.
La segunda intervención de Tomás sucedió durante la Última Cena. Jesús les dijo a los apóstoles: “A donde Yo voy, ya sabéis el camino” (Jn 14, 4). Y Tomás le respondió: “Señor: no sabemos a donde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” (Jn. 14, 5). No comprendían el camino de Jesús. La Cruz es un misterio de amor demasiado grande para nosotros. Ante el regalo de la Redención, cualquier explicación es insuficiente. Tomás se queda exhorto ante este misterio, casi “locura” del amor de Dios. Y no calla, le presenta a Jesús sus dudas y su incapacidad de comprender.
Nosotros tampoco comprendemos, nos cuesta entregarnos por amor en cada momento, como lo hace Jesús. Nos cuesta tomar nuestra Cruz. A veces, las dificultades o el sentirnos solos o desconsolados nos ensordecen a este misterio. Nos cuesta creer que, aun en el dolor, podemos ser felices.
Esta pregunta de Tomás, nos merece tal afirmación que Jesús hace sobre sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6).
Cuando no encontremos el sentido a la vida, dejemos que resuenen en nuestro corazón estas palabras de Jesús. Él es nuestra respuesta, en Él hayamos el sentido que buscamos. Jesús no solamente nos indica el camino, si no que nos dice que Él mismo es el camino, siguiéndolo a Él ya no andaremos en tinieblas.
El protagonismo de Tomás se encierra aún más en su duda acerca de Jesús resucitado y su admirable profesión de fe cuando lo vio.
Nos relata San Juan en el capítulo 20, que la primera vez que se aparece Jesús resucitado a los Apóstoles, Tomás no estaba con ellos. Probablemente, se hubiera apartado de los demás
Apóstoles, lleno de temor y desesperanza, después de la aparente derrota de Jesús en la Cruz. Quizá, bajo tanta tristeza, quería sufrir solo o intentar olvidar las promesas.
Los demás Apóstoles, ante la evidencia de tener ante sí a Jesús, no dudan que resucitó verdaderamente, tal como se los había anunciado. Ellos van en busca de Tomás y con alegría le anuncian: “Hemos visto al Señor” (Jn 20, 24). Pero Tomás no les cree, le parece demasiado maravillosa la noticia como para ser real, y les responde: “si no veo en sus manos los agujeros de los clavos, y si no meto mis dedos en los agujeros sus clavos, y no meto mi mano en la herida de su constado, no creeré”(Jn 20, 25). Necesita ver y palpar que este Jesús que triunfa sobre la muerte es el mismo que aquél de la Cruz.
A pesar de su incredulidad, se vuelve a unir al grupo de los doce. El Señor, respetando nuestra libertad, desea encontrarnos una y otra vez; y así se hace presente nuevamente y le habla a Tomás: “Acerca tu dedo: aquí tienes mis manos. Trae tu mano y métela en la herida de mi costado, y no seas incrédulo sino creyente” (Jn 20, 27). Tomás al verlo, desde lo profundo, exclama: “Señor mío y Dios mío”(Jn 20, 28). Este acto de fe y de amor, de conversión, es el reconocimiento de Cristo, como Dios y como su Señor, de Cristo como la luz que prende en medio de la tinieblas de la incredulidad y desesperanza.
Jesús le dijo: “Has creído porque me has visto. Dichosos los que creen sin ver” (Jn 20, 29). Nos tendrá presente a cada uno de nosotros que no podemos ver físicamente a Jesús; que, como Tomás, también creemos y dudamos. Su incredulidad fue provechosa para nosotros, ya que fue un signo de que Jesús resucitó verdaderamente, confirmando una vez más nuestra fe.
Este encuentro marcó a Tomás, quien se afirmó en su fe hasta el fin. La Tradición nos dice que Tomás en los últimos años de su vida estuvo evangelizando en Persia y en la India, y que allí sufrió el martirio dando testimonio de su fe en Jesús resucitado.
Desde el siglo VI se celebra el día tres de julio el traslado de su cuerpo a Edesa.
Petición: “Señor, auméntanos la fe y enséñanos a convertir nuestro corazón, repitiendo a diario la respuesta de Tomás: “Señor mío y Dios mío”.
iglesia.org
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