martes, 31 de agosto de 2010

Fiesta de la vida en la parroquia San Ramón Nonato en Buenos Aires


El santuario de San Ramón Nonato, Cervantes 1150, en el barrio porteño de Villa Luro, prepara la fiesta grande de la vida, prevista para hoy, martes 31 de agosto, en honor del santo protector de los no nacidos y patrono de las mujeres embarazadas, que este año llevará por lema “Señor, ayúdanos a encender una luz de esperanza para nuestra Patria”.

Como preparación para esa fiesta, desde el 22 al 30 de agosto se realizó una novena, en la que cada día se rezó por una intención particular.

Fiesta grande

Hoy, el templo permanecerá abierto de 7 a 22. Habrá bendiciones a embarazadas, a niños y a quienes anhelan tener un hijo, cada media hora, en el gimnasio del colegio lindante con el templo parroquial.

La misa por la vida será presidida a las 8 por el presbítero Alberto Sorace, párroco de la basílica de Santa Rosa de Lima, mientras la Eucaristía de los Mensajeros de la Vida, a las 10, será celebrada por el presbítero Juan Carlos Ares, párroco de Nuestra Señora de Balvanera.

En la misa de las 13.30 se bautizará a 14 niños que cumplen la promesa hecha a San Ramón Nonato; mientras que a las 15 el capellán del Hospital Enrique Vélez Sarsfield, presbítero Mario A. De Marchi, bendecirá las manos de obstetras y parteras en su día.

A las 17 será la misa por el barrio, presidida por monseñor Raúl Martín, obispo auxiliar de Buenos Aires y vicario episcopal de Devoto, y a las 19.30, monseñor Joaquín Sucunza, obispo auxiliar y vicario general de Buenos Aires, celebrará la Eucaristía por las familias.

Nació tras la muerte de su madre

San Ramón es considerado el patrono de las embarazadas, ya que él nació tras la muerte de su madre. Por eso se lo llama nonato, que es no-nacido en forma natural. Recibió el nombre de Ramón en honor a la persona que abrió el vientre de su madre.

Tuvo una vida de entrega a Dios y, tras ingresar a la Orden de la Merced, se ordenó sacerdote y viajó a África para ofrecerse en rescate de cautivos cristianos. Trabajó hasta el martirio por los oprimidos, defendió la vida de los sometidos y predicó con la palabra y el ejemplo.

El papa Gregorio IX lo creó cardenal de la Iglesia, y cuando viajaba a Roma para recibir el capelo, falleció el 31 de agosto de 1240.

Por ser mensajero de la vida la Iglesia lo proclamó santo y lo convirtió en patrono y defensor de la vida concebida, de las mujeres embarazadas, de los niños y de los que desean ser padres.

Informes: (011) 4567-8336/4648-1160 o por correo electrónico: sanramonnonato@hotmail.com

San Ramón Nonato - 31 de agosto


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Oración a Santo Dominguito del Val


Santo Domiguito del Val, flor que brotaste en las orillas del Ebro,
derramando tu perfume a los pies de la Virgen del Pilar.
Santísimo Monaguillo de la Seo de Saragoza,
Distinguido ya a los doce años por tu piedad
y por tu compasión hacia los pobres.
Concédenos ser persevarantes en la vida cristiana,
intercedé ante Jesucristo Nuestro Señor
para implorar nuestra protección,
aumentar nuestra fe, ser dignos en la lucha de la vida,
y merecedores de habitar junto a tí
y a todos los santos en la Patria Celestial.

Oh Dios, que concediste a San Dominguito, mártir inocente,
el premio de la vida eterna: haz, te suplicamos,
que apoyados por sus méritos y preces,
merezcamos gozar de la eterna felicidad.

Por Cristo nuestro Senor. Amen

Santo Dominguito del Val, mártir - 31 de agosto


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lunes, 30 de agosto de 2010

María, ejemplar acabadísimo de todas las virtudes cristianas - Monseñor Fulton Sheen


Siendo María 'espejo de justicia' -speculum iustitiae- y ejemplar acabadísimo de todas las virtudes cristianas, es imposible examinarlas aquí detalladamente una por una, ya que no disponemos de espacio suficiente para ello. Pero vamos a estudiar las más importantes ‑teologales y cardinales‑ y las más directamente relacionadas con la vida religiosa.
a) Las virtudes teologales

Como es sabido, las virtudes teologales son tres: fe, esperanza y caridad. Las tres tienen por objeto directo e inmediato al mismo Dios ‑por eso son y se llaman teologales‑, pero cada una considerándolo desde un punto de vista diferente: la fe, como primer principio de nuestro conocimiento sobrenatural (o sea, en cuanto Dios revelante); la esperanza en cuanto primer principio de donde nos viene el auxilio eficaz para alcanzar la vida eterna (o sea, como Dios auxiliante), y la caridad, en cuanto último fin, infinitamente amable en sí mismo (o sea, en cuanto Dios bondad infinita). Esta última consideración es la más perfecta de todas, y por eso la caridad es la primera y más excelsa de todas las virtudes: 'Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad' (1 Cor 13,13).

Vamos a recordar algunos rasgos de la manera perfectísima con que practicó las virtudes teologales la Santísima Virgen.
La fe

Escuchemos al P. Garrigou‑Lagrange:

Si se piensa en la perfección natural del alma de María, la más perfecta de todas después de la del Salvador, habrá que admitir que su inteligencia natural estaba ya dotada de una gran penetración, y de no menor rectitud, y que estas cualidades naturales no dejaron de desarrollarse en el transcurso de su vida.

Su fe infusa era, con mayor razón, profundísima por parte del objeto, debido a la revelación que le fue hecha, en el mismo día de la anunciación de los misterios de la encarnación y de la redención, y a la santa familiaridad de todos los días con el Verbo hecho carne. Subjetivamente, además, su fe era muy firme, certísima y prontísima en su adhesión, porque estas cualidades de la fe infusa son tanto mayores cuanto mayor es ésta. María recibió la fe en el mayor grado que haya existido jamás, y lo mismo hay que decir de su esperanza, porque Jesús, que tuvo la visión beatífica desde el primer instante de su concepción, no poseía la fe ni la esperanza, sino la plena luz y la posesión de los bienes eternos que se nos han prometido.

No podríamos formarnos idea de la profundidad de la fe de María. En la anunciación, desde que le fue propuesta suficientemente la verdad divina sobre el misterio de la encarnación redentora, creyó. Por eso lo dijo Santa Isabel poco después: 'Bienaventurada tú que creíste, porque cumplido será todo lo que fue dicho de parte del Señor' (Lc 1,45). En Navidad ve a su Hijo nacer en un establo, y cree que es el Creador del universo; ve toda la debilidad de su cuerpo de niño, y cree en su omnipotencia; cuando empezó a balbucir, cree que es la misma sabiduría; cuando debe huir con El ante la cólera del rey Herodes, cree, no obstante, que es el rey de reyes, el señor de los señores, como dirá San Juan. En el día de la circuncisión y de la presentación en el templo, su fe se aclara más cada vez respecto al misterio de la redención...

Durante la pasión, cuando los apóstoles, excepto San Juan, se alejan, ella aparece al pie de la cruz, de pie, sin desmayarse; cree siempre que su Hijo es verdaderamente el Hijo de Dios, Dios también, y que es, como lo dijo el Precursor, 'el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo'; que, vencido en apariencia, es el vencedor del demonio y del pecado y que dentro de tres días será vencedor de la muerte, por medio de la resurrección, como lo tiene anunciado. Este acto de fe de María al pie del Calvario fue, en aquella hora oscura, el mayor y más profundo acto de fe que haya existido nunca, pues el objeto del mismo era el más difícil: que Jesús alcanzaría la mayor victoria por medio de la más completa inmolación.

Esta fe estaba admirablemente iluminada por los dones del Espíritu Santo, que poseía en un grado proporcionado al de su caridad.

El don de inteligencia le hacía penetrar y comprender los misterios revelados, su significado íntimo, su conveniencia, su armonía, sus consecuencias; le hacía ver con más claridad su credibilidad, en particular en los misterios en que ella participó más que ninguno, como el de la concepción virginal de Cristo y el de la encarnación del Hijo de Dios, y, como consecuencia, en los misterios de la Santísima Trinidad y de la economía de la redención.

El don de sabiduría, bajo la inspiración del Espíritu Santo, le hacía juzgar de las cosas divinas por esa simpatía o connaturalidad que está fundada en la caridad. Conocía así, especialmente, cuán bien corresponden estos misterios con nuestras aspiraciones más elevadas, y suscitan siempre nuevas para lograrlas. Las gustaba en proporción a su caridad, que no cesaba de aumentar, de su humildad y de su pureza. En María se realizaron eminentemente las palabras: 'A los humildes da Dios su gracia' (Iac 4,6); 'Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios' (Mt 5,8): lo entrevén ya desde aquí en la tierra.

El don de ciencia, por instinto especial del Espíritu Santo, le hacía juzgar de las cosas creadas, ya como símbolos de las cosas divinas, en el sentido de que los cielos cantan la gloria de Dios; ya para comprender su nulidad y fragilidad y apreciar mejor, por contraste, la vida eterna.

El religioso que quiere ser fiel a su vocación ha de vivir de fe, como el justo de que habla la Escritura (cf. Hebr 10, 3-8). En multitud de ocasiones ‑particularmente en la práctica de la obediencia y en las pruebas o noches del alma a que Dios quiera someterle‑ habrá de cerrar los ojos a la simple razón natural, tan flaca y enfermiza, para abrirlos únicamente a la luz indeficiente de la fe. En estos momentos se impone la mirada a María, cuya fe heroica le señalará el camino que debe seguir a despecho de todas las miras y apariencias humanas. Ello dará a sus actos un valor sobrenatural inmenso, como se lo dio a los de María, al mismo tiempo que llenará su alma de una paz y felicidad imperturbables. San Agustín se atreve a decir que María fue más bienaventurada recibiendo la fe de Cristo que concibiéndole en sus entrañas virginales.

La esperanza
De una fe viva, animada por la caridad, brota espontáneamente una firme esperanza en el cumplimiento de las divinas promesas y en los auxilios necesarios para alcanzarlas. Escuchemos de nuevo al autor citado hablando de la esperanza de María:

'La esperanza por la que aspiraba a poseer a Dios, que no veía todavía, era una perfecta confianza que se apoyaba no en ella misma, sino en la misericordia divina y en la omnipotencia auxiliadora. Esta base le daba una certeza muy segura, 'certeza de tendencia', dice Santo Tomás‑, que nos hace pensar en la que tiene el navegante, después de haber tomado el rumbo derecho, de dirigirse efectivamente hacia el término de su viaje, y que va aumentando a medida que se acerca. En María esta certeza aumentaba también por las inspiraciones del don de piedad, con las cuales, al suscitar en nosotros un amor enteramente filial hacia El, 'el Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios' (Rom 8,16) y que podemos contar con su auxilio.

Esta certeza de la esperanza era tanto mayor en María cuanto que estaba confirmada en gracia, preservada de toda falta y, por consiguiente, de toda desviación, lo mismo del lado de la presunción que del de la depresión y falta de confianza en Dios.

Esta esperanza perfecta la ejercitó en su niñez cuando suspiraba ardientemente por la venida del Mesías, cuando la deseaba para la salvación de las naciones; cuando esperaba que el secreto de la concepción virginal del Salvador fuese revelado a su esposo José; cuando huyó a Egipto; y después, en el Calvario, cuando todo parecía perdido y ella esperaba la completa y cercana victoria de Cristo sobre la muerte, como El mismo lo había predicho. Su confianza, en fin, alienta y sostiene la de los apóstoles en medio de sus luchas incesantes por la difusión del Evangelio y por la conversión del mundo pagano'.

También la esperanza del religioso se ve sometida con frecuencia a dura prueba. Cuando, a pesar del celo, desinterés y buena voluntad puestos en una obra apostólica todo termina, al menos aparentemente, en el más ruidoso de los fracasos; cuando los mismos que le rodean y quizá sus mismos superiores, lejos de alentarle y animarle parece que contribuyen a aumentar su desaliento y amargura; cuando se ceba sobre él la persecución y la calumnia; cuando el mismo cielo parece hacerse sordo a sus clamores y lágrimas, el religioso necesita una esperanza sobrehumana en la misericordia y en el auxilio de Dios para no desfallecer. Como Abraham ha de 'esperar contra toda esperanza', (cf. Rom 4,18), y ello sólo podrá lograrlo poniendo los ojos en aquella que no solamente supo practicar en grado incomparable esta sublime virtud, sino que ella misma constituye uno de los pilares más firmes de nuestra esperanza cristiana. La Iglesia no vacila en proclamarlo así en una de las antífonas más bellas de su liturgia: 'Vida, dulzura y esperanza nuestra'.

La caridad

La caridad de María en su triple aspecto de amor a Dios, al prójimo y a sí mismo por Dios, es un mar sin riberas y un abismo sin fondo. La reina de las virtudes debía brillar y brilló con fulgores divinos en el corazón de la reina de los cielos y tierra.

Su caridad ‑escribe el P. Garrigou‑, su amor a Dios por El mismo y a las almas por Dios, superaba desde un principio a la caridad final de todos los santos juntos, puesto que existía en el mismo grado que la plenitud de gracia. María estaba siempre íntimamente unida al Padre, como hija predilecta; al Hijo, como Madre Virgen estrechamente unida a su misión; y al Espíritu Santo, por un matrimonio espiritual que superaba en mucho al que poseyeron los mayores místicos. Fue, en un grado imposible de sospechar por nosotros, el templo viviente de la Santísima Trinidad. Dios la amaba más que a todas las demás criaturas juntas y María correspondía plenamente a este amor, después de haberse consagrado por completo a

El desde el primer instante de su concepción y viviendo siempre en la más completa conformidad de voluntad con su beneplácito.

Ninguna pasión desordenada, ninguna vana inquietud, ni la más mínima distracción venía a retardar este impulso de su amor hacia Dios; su celo por la regeneración de las almas era proporcionado a este impulso, y ofrecíase y ofrecía continuamente a su Hijo por nuestra salvación.

Esta caridad en grado tan eminente la ejercitó de una manera continua, pero más especialmente cuando se consagró totalmente a Dios, cuando fue presentada en el templo e hizo el voto de virginidad, encomendándose a la Providencia para poder observarlo fielmente; después, cuando en la anunciación dio su consentimiento con una perfecta conformidad a la voluntad de Dios y por amor a todas las almas a las que había que salvar, lo mismo que al concebir a su Hijo y al darle vida; a presentarlo en el templo y encontrarlo mas tarde en medio de los doctores y al ofrecerlo, finalmente, en el Calvario, participando en todos sus padecimientos por la gloria de Dios con espíritu de reparación y por la salvación de todos. En el momento mismo que al concebir a su Hijo y al darle la vida; al presentarlo en el templo y encontrarlo más tarde en medio de los doctores, y al ofrecerlo, finalmente, en el Calvario, participando en todos sus padecimientos por la gloria de Dios con espíritu de reparación y por la salvación de todos. En el momento mismo en que escuchaba los gritos: 'Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos' (Mt 27,25), se unió a la oración del Salvador por sus verdugos: 'Padre, perdónales que no saben lo que hacen' (Lc 23,34)

La Iglesia le aplica también estas palabras del Eclesiástico (24,4): 'Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor de Dios, de la ciencia y de la santa esperanza'.

También el religioso ha de practicar, con preferencia a todas las demás virtudes, la caridad en su triple aspecto. Es ella la reina de todas las virtudes, la que las vivifica a todas, elevándolas de plano y ordenándolas al premio esencial de la vida eterna; es la varita mágica que convierte en oro todo lo que toca. Nada es grande ante Dios sin el amor, y nada es pequeño ante El si lo engrandece y vivifica una ardiente caridad. El amor de Dios constituye el mayor mandamiento de la ley, y el segundo, semejante al primero, es el amor al prójimo. En estos dos mandamientos está resumida y compendiada toda la ley y los profetas (cf. Mt 22,37‑40).

El religioso ha de invocar con frecuencia a María para que, como Mediadora universal de todas las gracias, le conceda, ante todo, una perfectísima caridad. Una fórmula bellísima para ello es la siguiente de San Alfonso María de Ligorio:

' ¡Oh María, Reina del amor!, la más amable, la más amada y la más amante de todas las criaturas, como os llamaba San Francisco de Sales; Madre mía, vos ardisteis siempre y por completo en el amor a Dios; dignaos, pues, comunicarme al menos una chispita. Vos que rogasteis a vuestro Hijo por los esposos a quienes faltaba el vino, ¿no rogaréis por nosotros, faltos del amor divino y tan obligados a amarle? Decid, pues, no tienen amor y alcanzádnoslo vos misma. No os pedimos más gracia que ésta. ¡Oh Madre!, por el amor que tenéis a Jesús, escuchadnos y rogad por nosotros. Amén'.

La Virgen María y el religioso. A. Royo Marín pp. 502-506. BAC

Oración a Santa Rosa de Lima


Oh esclarecida Virgen, Rosa celestial, que con el buen olor de vuestras virtudes habéis llenado de fragancia a toda la Iglesia de Dios y merecido en la gloria una corona inmarcesible; a vuestra protección acudimos para que nos alcances de vuestro celestial Esposo un corazón desprendido de las vanidades del mundo y lleno de amor divino.

¡Oh flor la más hermosa y delicada que ha producido la tierra americana!, portento de la gracia y modelo de las almas que desean seguir de cerca las huellas del Divino Maestro, obtened para nosotros las bendiciones del Señor. Proteged a la Iglesia, sostened a las almas buenas y apartad del pueblo cristiano las tinieblas de los errores para que brille siempre majestuosa la luz de la Fe y para que Jesús, vida nuestra, reine en las inteligencias de todos los hombres y nos admita algún día en su eterna y dichosa mansión.
Amén.

Santa Rosa de Lima - 30 de Agosto

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domingo, 29 de agosto de 2010

A nadie le está permitido tocarle - Santo Tomás de Aquino sobre la Comunión en la mano


Santo Tomás de Aquino,figura maxima teologica en la Iglesia,en donde es basada toda la doctrina y fundamentada,en la Suma teológica - Parte IIIa - Cuestión 82 ,hablando sobre la distribucion de la Eucaristia dice:

" Corresponde al sacerdote la administración del cuerpo de Cristo por tres razones. Primera, porque, como acabamos de decir , consagra in persona Christi. Ahora bien, de la misma manera que fue el mismo Cristo quien consagró su cuerpo en la cena, así fue él mismo quien se lo dio a comer a los otros. Por lo que corresponde al sacerdote no solamente la consagración del cuerpo de Cristo, sino también su distribución.
Segunda, porque el sacerdote es intermediario entre Dios y el pueblo (Heb 5,1). Por lo que, de la misma manera que le corresponde a él ofrecer a Dios los dones del pueblo, así a él le corresponde también entregar al pueblo los dones santos de Dios.

Tercera, porque por respeto a este sacramento ninguna cosa lo toca que no sea consagrada, por lo tanto los corporales como el cáliz se consagran, lo mismo que las manos del sacerdote, para poder tocar este sacramento. Por eso, a nadie le está permitido tocarle, fuera de un caso de necesidad, como si, por ej., se cayese al suelo o cualquier otro caso semejante. "


Santo Tomas nos deja claro en estos parrafos,que las manos del bautizado no pueden tocar la Eucaristia,porque eso es un privilegio otorgado unicamente a los sacerdotes.

Uno de los frutos de la comunion en la mano,es quitar esta diferencia que hay entre el sacerdocio ministerial y el comun de todo bautizado y es lo que busco Lutero,cuando en sus "liturgias" pidio a sus "ministros" que dieran la comunion en la mano por dos cosas" para quitar la superticion de la Presencia Real y la diferencia que hay entre el sacerdote y el fiel"

Esta doctrina Tomista siempre ha sido confirmada por la Iglesia,resaltando la division que hay entre los fieles y el sacerdote,el Vaticano II deja claro esta diferencia :

"El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordena el uno para el otro, aunque cada cual participa de forma peculiar del sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial no solo gradual. Porque el sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, modela y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo: los fieles, en cambio, en virtud del sacerdocio real, participan en la oblación de la eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante." (LUMEN GENTIUM )


Para aquellos que apoyan la comunion en la mano y en nombre del Concilio VaticanoII, intruducen abusos en la liturgia y doctrinas modernistas. Demostramos que el Santo Concilio Ecumenico aprovado por la Santa Sede,deja claro que entre los laicos y los sacerdotes hay una gran linea divisoria y una dignidad mas alta con un llamado especial del Señor. Volvemos a recordar las palabras del Siervo de Dios y Magno Juan Pablo II:


"Tocar las Sagradas Especies y distribuirlas con sus propias manos es un privilegio de los ordenados"(Dominicae Cenae,11).

Unam Sanctam



La bula papal de Bonifacio VIII, emitida el 18 de Noviembre de 1302, en respuesta al rey Felipe IV de Francia, quién negaba la autoridad del Papa.

La primera parte de este documento trata extensamente de la relación de los poderes temporales y espirituales en la Iglesia. Unicamente la última frase es doctrina irreversible:

“Declaramos, decimos, definimos y pronunciamos que es absolutamente necesario para la salvación de cada criatura humana, el estar sujeto al Romano Pontífice” (Denzinger 875).

Comentario: No están condenados al infierno todos los que no están sujetos al Papa. Pero si se condena quien, teniendo conocimiento de que la sujeción al Papa es voluntad de Dios, no la practica.

Martirio de San Juan Bautista - 29 de agosto


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sábado, 28 de agosto de 2010

Homilía de SS Benedicto XVI ante la tumba de San Agustín


Queridos hermanos y hermanas:

En su momento conclusivo, mi visita a Pavía toma la forma de una peregrinación. Es la forma en que yo la había concebido al inicio, pues deseaba venir a venerar los restos mortales de san Agustín, para rendir el homenaje de toda la Iglesia católica a uno de sus "padres" más destacados, así como para manifestar mi devoción y mi gratitud personal hacia quien ha desempeñado un papel tan importante en mi vida de teólogo y pastor, pero antes aún de hombre y sacerdote.

Con afecto renuevo mi saludo al obispo Giovanni Giudici y lo extiendo en particular al prior general de los agustinos, padre Robert Francis Prevost, al padre provincial y a toda la comunidad agustina. Con alegría os saludo a todos vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos consagrados y seminaristas.

La Providencia ha querido que mi viaje asumiera el carácter de una auténtica visita pastoral; por eso, en esta etapa de oración quisiera recoger aquí, junto al sepulcro del Doctor gratiae, un mensaje significativo para el camino de la Iglesia. Este mensaje nos viene del encuentro entre la palabra de Dios y la experiencia personal del gran obispo de Hipona.

Hemos escuchado la breve lectura bíblica de las segundas Vísperas del tercer domingo de Pascua (Hb 10, 12-14): la carta a los Hebreos nos ha presentado a Cristo, sumo y eterno sacerdote, exaltado a la gloria del Padre después de haberse ofrecido a sí mismo como único y perfecto sacrificio de la nueva alianza, con el que se llevó a cabo la obra de la Redención. San Agustín fijó su mirada en este misterio y en él encontró la Verdad que tanto buscaba: Jesucristo, el Verbo encarnado, el Cordero inmolado y resucitado, es la revelación del rostro de Dios Amor a todo ser humano en camino por las sendas del tiempo hacia la eternidad.

En un pasaje que se puede considerar paralelo al que se acaba de proclamar de la carta a los Hebreos, el apóstol san Juan escribe: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10). Aquí radica el corazón del Evangelio, el núcleo central del cristianismo. La luz de este amor abrió los ojos de san Agustín, le hizo encontrar la "belleza antigua y siempre nueva" (Las Confesiones, X, 27), en la cual únicamente encuentra paz el corazón del hombre.

Queridos hermanos y hermanas, aquí, ante la tumba de san Agustín, quisiera volver a entregar idealmente a la Iglesia y al mundo mi primera encíclica, que contiene precisamente este mensaje central del Evangelio: Deus caritas est, "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Esta encíclica, y sobre todo su primera parte, debe mucho al pensamiento de san Agustín, que fue un enamorado del amor de Dios, y lo cantó, meditó, predicó en todos sus escritos, y sobre todo lo testimonió en su ministerio pastoral.

Siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II y de mis venerados predecesores Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, estoy convencido de que la humanidad contemporánea necesita este mensaje esencial, encarnado en Cristo Jesús: Dios es amor. Todo debe partir de esto y todo debe llevar a esto: toda actividad pastoral, todo tratado teológico. Como dice san Pablo: "Si no tengo caridad, nada me aprovecha" (cf. 1 Co 13, 3). Todos los carismas carecen de sentido y de valor sin el amor; en cambio, gracias al amor todos ellos contribuyen a edificar el Cuerpo místico de Cristo.

El mensaje que repite también hoy san Agustín a toda la Iglesia, y en particular a esta comunidad diocesana que con tanta veneración conserva sus reliquias, es el siguiente: el Amor es el alma de la vida de la Iglesia y de su actividad pastoral. Lo hemos escuchado esta mañana en el diálogo entre Jesús y Simón Pedro: "¿Me amas?... Apacienta mis ovejas" (cf. Jn 21, 15-17). Sólo quien vive en la experiencia personal del amor del Señor es capaz de cumplir la tarea de guiar y acompañar a los demás en el camino del seguimiento de Cristo. Al igual que san Agustín, os repito esta verdad a vosotros como Obispo de Roma, mientras con alegría siempre nueva la acojo juntamente con vosotros como cristiano.

Servir a Cristo es ante todo una cuestión de amor. Queridos hermanos y hermanas, vuestra pertenencia a la Iglesia y vuestro apostolado deben brillar siempre por la ausencia de cualquier interés individual y por la adhesión sin reservas al amor de Cristo. Los jóvenes, en especial, necesitan recibir el anuncio de la libertad y la alegría, cuyo secreto radica en Cristo. Él es la respuesta más verdadera a las expectativas de sus corazones inquietos por los numerosos interrogantes que llevan en su interior. Sólo en él, Palabra pronunciada por el Padre para nosotros, se encuentra la unión entre la verdad y el amor, en la que se encuentra el sentido pleno de la vida. San Agustín vivió personalmente y analizó a fondo los interrogantes que el hombre alberga en su corazón y sondeó la capacidad que tiene de abrirse al infinito de Dios.

Siguiendo las huellas de san Agustín, también vosotros debéis ser una Iglesia que anuncie con valentía la "buena nueva" de Cristo, su propuesta de vida, su mensaje de reconciliación y perdón. He visto que vuestro primer objetivo pastoral consiste en llevar a las personas a la madurez cristiana. Aprecio esta prioridad que otorgáis a la formación personal, porque la Iglesia no es una simple organización de manifestaciones colectivas, ni lo opuesto, la suma de individuos que viven una religiosidad privada. La Iglesia es una comunidad de personas que creen en el Dios de Jesucristo y se comprometen a vivir en el mundo el mandamiento de la caridad que él nos dejó. Por tanto, es una comunidad en la que se nos educa en el amor, y esta educación se lleva a cabo no a pesar de los acontecimientos de la vida, sino a través de ellos. Así fue para san Pedro, para san Agustín y para todos los santos. Y así es también para nosotros.

La maduración personal, animada por la caridad eclesial, permite también crecer en el discernimiento comunitario, es decir, en la capacidad de leer e interpretar el tiempo presente a la luz del Evangelio, para responder a la llamada del Señor. Os exhorto a progresar en el testimonio personal y comunitario del amor con obras. El servicio de la caridad, que con razón concebís siempre unido al anuncio de la Palabra y a la celebración de los sacramentos, os llama y a la vez os estimula a estar atentos a las necesidades materiales y espirituales de los hermanos.

Os aliento a tratar de alcanzar el "alto grado" de la vida cristiana, que encuentra en la caridad el vínculo de la perfección y que debe traducirse también en un estilo de vida moral inspirado en el Evangelio, inevitablemente contra corriente con respecto a los criterios del mundo, pero que es preciso testimoniar siempre de modo humilde, respetuoso y cordial.

Queridos hermanos y hermanas, para mí ha sido un don, realmente un don, compartir con vosotros esta visita a la tumba de san Agustín; vuestra presencia ha dado a mi peregrinación un sentido eclesial más concreto. Recomencemos desde aquí llevando en nuestro corazón la alegría de ser discípulos del Amor.

Que nos acompañe siempre la Virgen María, a cuya maternal protección os encomiendo a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos, a la vez que con gran afecto os imparto la bendición apostólica.

Homilía que pronunció Benedicto XVI ante la tumba de su maestro teólgo, Agustín de Hipona, durante su viaje pastoral a Pavía el 22 de abril de 2007. Sus palabras resonaron en la Basílica de San Pedro en el Cielo de Oro con motivo de la celebración de las vísperas con sacerdotes, religiosos (muchos de ellos agustinos) y seminaristas de la diócesis del norte de Italia. Los escritos de San Agustín (354-430), obispo de Hipona, doctor de la iglesia, han marcado la vida de Joseph Ratzinger, quien en 1953 escribió su tesis doctoral sobre ese filósofo y teólogo.

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado - San Agustín de Hipona


De los sermones de San Agustín, obispo
Sermón 19,2-3

Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.

¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Que dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios.

Si te ofreciera un holocausto –dice–, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Éste es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro hay que quebrantar antes el impuro.

Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.

Angosta es la casa - San Agustín de Hipona




Angosta es la casa de mi alma
para que vengas a ella:
sea ensanchada por Ti.
Ruinosa está: repárala.
Hay en ella cosas que ofenden tus ojos:
lo confieso y lo sé;
pero ¿quién la limpiará
o a quién otro clamaré fuera de Ti?
Tú lo sabes, Señor.
No quiero contender en juicio contigo,
que eres la verdad,
y no quiero engañarme a mí mismo,
para que no se engañe
a sí misma mi iniquidad.

San Agustín de Hipona - 28 de agosto


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viernes, 27 de agosto de 2010

Significado del saludo franciscano de PAZ Y BIEN


En contra de lo que muchos piensan, el verdadero saludo franciscano no es "Paz y Bien", que tiene su origen en la anécdota de un peregrino que pasó por Asís saludando a todos de ese modo, antes de que naciera San Francisco. El saludo franciscano, como se explica en este artículo, tiene su origen en el Evangelio, más exactamente en el mandato de Cristo a sus apóstoles y discípulos, de saludar con la paz a todos los que encontrasen en su camino.

Para San Francisco y sus compañeros vivir el Evangelio suponía una imitación lo más fiel posible a la forma de vida de Cristo y de los apóstoles, con una destacada predilección por la predicación ambulante. Así, por ejemplo, las palabras que Cristo dirige a los discípulos cuando los envía a misionar son los textos que los franciscanos meditan más ardorosamente, y de los que sacan aquellos consejos consejos que se adaptan directamente a la vida de ellos.

Estos versículos evangélicos se incluyen en la trama misma de las Reglas, en el capítulo que habla de la manera de ir por el mundo. En la primera Regla forman ellos solos casi la totalidad del capítulo. Los hermanos debían ajustarse a estos consejos. Así, "en cualquier casa donde entren digan primero: Paz a esta casa. Y permaneciendo en aquella casa coman y beban lo que les pongan delante" (cap. 14). En este texto se puede identificar una cita de San Lucas, restringida, pero exacta en sus palabras. En la segunda Regla la intención es idéntica, pero la redacción es aún más esencial.

A esta paz, dirigida a las casas donde entran los franciscanos, se añade un saludo idéntico para todos los que se cruzan en su camino. Francisco escribe en el Testamento: "El Señor me reveló que dijésemos este saludo: El Señor os dé la paz". Esta práctica va más allá de la prevista en las palabras de envío de Jesús a los discípulos, pues proviene de Francisco y de su inspiración. Podemos pensar que deriva del texto evangélico, y que completa sus recomendaciones. Sabemos igualmente que Francisco, desde los comienzos, empezaba sus sermones deseando la paz: "En cada predicación, antes de transmitir la palabra de Dios al pueblo, les deseaba la paz diciendo: El Señor os dé la paz" (1Cel 23). En 1Cel. y en 3Comp, este saludo de paz al comienzo de la predicación parece conectar con la meditación de los textos evangélicos relativos al envío de los discípulos para la misión, que Francisco ya había descubierto antes. En pocas palabras: los saludos de paz parecen tener el mismo origen y significado.

El significado de estos diferentes saludos de paz sólo se explican en un pasaje de Tres Compañeros. Francisco decía a sus compañeros. "Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los fracturados y para corregir a los equivocados." (3Comp 58).

La paz que los franciscanos tienen que tener en su boca es la de su corazón. Es la paz interior, la que ellos han conquistado. El escándalo y la ira que ellos podrían provocar si faltaran estas buenas disposiciones, refleja, evidentemente, el vocabulario de las Admoniciones. Escándalo e ira son la realidad de los que no saben conservar la paz... Esta paz que los franciscanos llevan en su corazón es la del comentario de la Admonición 15 a la bienaventuranza de los pacíficos.

Francisco compromete a sus hermanos a anunciar la paz y a dar testimonio de la dulzura, que se convierte en el medio para atraer a todos los hombres a la paz verdadera, a la bondad y a la concordia. Esta finalidad conlleva la reconciliación entre los hombres, en los mismos términos de la paz medieval. El modo que Francisco impone a los hermanos es el que él mismo les había enseñado, haciéndoles cantar el Cántico con una estrofa sobre la paz, cantada en presencia del podestà o regidor de Asís y del obispo. El saludo de paz es el esbozo del mismo diseño. Puede ser el principio del renacimiento espiritual que lleva finalmente a la concordia. La vocación franciscana presentada por Francisco de manera metafórica hace clara alusión a la oveja perdida, es decir, al pecador que se desvía y que necesita reconciliarse con Dios. Las llagas y los miembros fracturados son más bien una evocación de los conflictos humanos y de sus consecuencias: el odio, la ira y todos los sentimientos desencajados de la turbación. Francisco, conscientemente, va sembrando el camino de fermentos de concordia, sabiendo además que sus hermanos son un testimonio vivo de ello.

El saludo de la paz hecho a imitación del Evangelio, como primera palabra que los franciscanos dirigen a los demás, se esfuerza en hacer que el corazón se abra a la paz, es decir, a esa fuerza espiritual interior que es principio de renovación moral y civil. Esta primera palabra pretende hacer entrar en los planes de renovación entre los hombres, mediante la profundización interior y el Evangelio, del que la Orden franciscana da un testimonio colectivo.
Dos textos evangélicos, con sentido probablemente idéntico, parecen permitirnos dos modos de acercarse a la paz. Hay que notar que en Francisco ambos se funden en una misma experiencia de la paz. La paz interior de la bienaventuranza, y la que se proclama en plenitud y se dirige a cualquiera, forman una sola y única realidad.

La coherencia está en el hecho de que Francisco no es un pacificador en el verdadero sentido de la palabra. A él no le compete la obligación de negociar acuerdos, de equilibrar concesiones ni de recibir juramentos. Este papel es noble, pero no es el suyo. A él le corresponde crear las condiciones espirituales que permitan a cada cual tener el empujón necesario para optar por sí mismo a favor de la paz y la concordia. El Evangelio que alimenta esta meditación espiritual consiente también hacer frente a los acontecimientos.

Francisco sabe bien que la paz puede pasar del corazón de sus hermanos al de cada hombre. Él les da una misión de paz cuando los envía de dos en dos a predicar (1Cel 29). Él tiene un plan de paz para el mundo (1Cel 24), y esta empresa abre las puertas del reino de los cielos. El saludo de paz de los hermanos descansa en la experiencia de la bienaventuranza evangélica de los pacíficos. El punto fundamental es, con toda seguridad, esta paz que predomina por encima de todo.

JACQUES PAUL


Fuente: Jacques Paul, Pace. Il saluto di pace, Dizionario Francescano, Edizioni Messaggero, Padova 1983.

Carta Enciclica "Divinum Illud Munus" sobre el Espíritu Santo - SS León XIII


Carta encíclica del Papa León XIII promulgada el 9 de mayo de 1897

1. Aquella divina misión que, recibida del Padre en beneficio del género humano, tan santísimamente desempeñó Jesucristo, tiene como último fin hacer que los hombres lleguen a participar de una vida bienaventurada en la gloria eterna; y, como fin inmediato, que durante la vida mortal vivan la vida de la gracia divina, que al final se abre florida en la vida celestial.

Por ello, el Redentor mismo no cesa de invitar con suma dulzura a todos los hombres de toda nación y lengua para que vengan al seno de su Iglesia: Venid a mí todos; Yo soy la vida; Yo soy el buen pastor. Mas, según sus altísimos decretos, no quiso El completar por sí solo incesantemente en la tierra dicha misión; sino que como El mismo la había recibido del Padre, así la entregó al Espíritu Santo para que la llevara a perfecto término. Place, en efecto, recordar las consoladoras frases que Cristo, poco antes de abandonar el mundo, pronunció ante los apóstoles: Os conviene que yo vaya: si yo no partiere, el Paráclito no vendrá a vosotros; mas si partiere, os le enviaré[1].

Y al decir así, dio como razón principal de su separación y de su vuelta al Padre, el provecho que sus discípulos habían de recibir de la venida del Espíritu Santo; al mismo tiempo que mostraba cómo Este era igualmente enviado por El y, por lo tanto, que de El procedía como del Padre; y que como abogado, como consolador y como maestro concluiría la obra por El comenzada durante su vida mortal. La perfección de su obra redentora estaba providentísimamente reservada a la múltiple virtud de este Espíritu, que en la creación adornó los cielos[2] y llenó la tierra[3].

2. Y Nos, que constantemente hemos procurado, con auxilio de Cristo Salvador, príncipe de los pastores y obispo de nuestras almas, imitar sus ejemplos, hemos continuado religiosamente su misma misión, encomendada a los Apóstoles, principalmente a Pedro, cuya dignidad también se transmite a un heredero menos digno[4]. Guiados por esa intención, en todos los actos de Nuestro Pontificado a dos cosas principalmente hemos atendido y sin cesar atendemos. Primero, a restaurar la vida cristiana así en la sociedad pública como en la familiar, tanto en los gobernantes como en los pueblos; porque sólo de Cristo puede derivarse la vida para todos. Segundo, a fomentar la reconciliación con la Iglesia de los que, o en la fe o por la obediencia, están separados de ella; pues la verdadera voluntad del mismo Cristo es que haya sólo un rebaño bajo un solo Pastor. Y ahora, cuando Nos sentimos cerca ya del fin de Nuestra mortal carrera, place consagrar toda Nuestra obra, cualquiera que ella haya sido, al Espíritu Santo que es vida y amor, para que la fecunde y la madure. Para cumplir mejor y más eficazmente Nuestro deseo, en vísperas de la solemnidad de Pentecostés, queremos hablaros de la admirable presencia y poder del mismo Espíritu; es decir, sobre la acción que El ejerce en la Iglesia y en las almas merced al don de sus gracias y celestiales carismas. Resulte de ello, como es Nuestro deseo ardiente, que en las almas se reavive y se vigorice la fe en el augusto misterio de la Trinidad, y especialmente crezca la devoción al divino Espíritu, a quien de mucho son deudores todos cuantos siguen el camino de la verdad y de la justicia; pues, como señaló San Basilio, toda la economía divina en torno al hombre, si fue realizada por nuestro Salvador y Dios, Jesucristo, ha sido llevada a cumplimiento por la gracia del Espíritu Santo[5].

3. Antes de entrar en materia, será conveniente y útil tratar algo sobre el misterio de la sacrosanta Trinidad.

Este misterio, el más grande de todos los misterios, pues de todos es principio y fin, se llama por los doctores sagrados substancia del Nuevo Testamento; para conocerlo y contemplarlo, han sido creados en el cielo los ángeles y en la tierra los hombres; para enseñar con más claridad lo prefigurado en el Antiguo Testamento, Dios mismo descendió de los ángeles a los hombres: Nadie vio jamás a Dios; el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, El nos lo ha revelado[6].

Así, pues, quien escriba o hable sobre la Trinidad siempre deberá tener ante la vista lo que prudentemente amonesta el Angélico: Cuando se habla de la Trinidad, conviene hacerlo con prudencia y humildad, pues _como dice Agustín_ en ninguna otra materia intelectual es mayor o el trabajo o el peligro de equivocarse o el fruto una vez logrado[7]. Peligro que procede de confundir entre sí, en la fe o en la piedad, a las divinas personas o de multiplicar su única naturaleza; pues la fe católica nos enseña a venerar un solo Dios en la Trinidad y la Trinidad en un solo Dios.

4. Por ello Nuestro predecesor Inocencio XII no accedió a la petición de quienes solicitaban una fiesta especial en honor del Padre. Si hay ciertos días festivos para celebrar cada uno de los misterios del Verbo Encarnado, no hay una fiesta propia para celebrar al Verbo tan sólo según su divna naturaleza: y aun la misma solemnidad de Pentecostés, ya tan antigua, no se refiere simplemente al Espíritu Santo por sí, sino que recuerda su venida o externa misión. Todo ello fue prudentemente establecido, para evitar que nadie multiplicara la divina esencia, al distinguir las Personas. Más aún; la Iglesia, a fin de mantener en sus hijos la pureza de la fe, quiso instituir la fiesta de la Santísima Trinidad, que luego Juan XXII mandó celebrar en todas partes; permitió que se dedicasen a este misterio templos y altares y, después de celestial visión, aprobó una Orden religiosa para la redención de cautivos, en honor de la Santísima Trinidad, cuyo nombre la distinguía.

Conviene añadir que el culto tributado a los Santos y Angeles, a la Virgen Madre de Dios y a Cristo, redunda todo y se termina en la Trinidad. En las preces consagradas a una de las tres divinas personas, también se hace mención de las otras; en las letanías, luego de invocar a cada una de las Personas separadamente, se termina por su invocación común; todos los salmos e himnos tienen la misma doxología al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; las bendiciones, los ritos, los sacramentos, o se hacen en nombre de la santa Trinidad, o les acompaña su intercesión. Todo lo cual ya lo había anunciado el Apóstol con aquella frase: Porque de Dios, por Dios y en Dios son todas las cosas, a Dios sea la gloria eternamente[8]; significando así la trinidad de las Personas y la unidad de naturaleza, pues por ser ésta una e idéntica en cada una se tribute, como a uno y mismo Dios, igual gloria y coeterna majestad. Comentando aquellas palabras, dice San Agustín: No se interprete confusamente lo que el Apóstol distingue, cuando dice "de Dios, por Dios, en Dios"; pues dice "de Dios", por el Padre; "por Dios", a causa del Hijo; "en Dios", por relación al Espíritu Santo[9].

5. Con gran propiedad la Iglesia acostumbra atribuir al Padre las obras del poder; al Hijo, las de la sabiduría; al Espíritu Santo, las del amor. No porque todas las perfecciones y todas las obras ad extra no sean comunes a las tres divinas Personas, pues indivisibles son las obras de la Trinidad, como indivisa es su esencia[10], porque así como las tres Personas divinas son inseparables, así obran inseparablemente[11]; sino que por una cierta relación y como afinidad que existe entre las obras externas y el carácter "propio" de cada Persona, se atribuyen a una más bien que a las otras, o _como dicen_ "se apropian". Así como de la semejanza del vestigio o imagen hallada en las criaturas nos servimos para manifestar las divinas Personas, así hacemos también con los atributos divinos; y la manifestación deducida de los atributos divinos se dice "apropiación"[12].

De esta manera el Padre, que es principio de toda la Trinidad[13], es la causa eficiente de todas las cosas, de la Encarnación del Verbo y de la santificación de las almas: "de Dios son todas las cosas": "de Dios", por relación al Padre; el Hijo, Verbo e Imagen de Dios, es la causa ejemplar por la que todas las cosas tienen forma y belleza, orden y armonía, él, que es camino, verdad, vida, ha reconciliado al hombre con Dios: "por Dios", por relación al Hijo; finalmente, el Espíritu Santo es la causa última de todas las cosas, puesto que, así como la voluntad y aun toda cosa descansa en su fin, así El, que es la bondad y el amor del Padre y del Hijo, da impulso fuerte y suave y como la última mano al misterioso trabajo de nuestra eterna salvación: "en Dios", por relación al Espíritu Santo.

6. Precisados ya los actos de fe y de culto debidos a la augustísima Trinidad, todo lo cual nunca se inculcará bastante al pueblo cristiano, Nuestro discurso se dirige ya a tratar del eficaz poder del Espíritu Santo. _Ante todo, dirijamos una mirada a Cristo, fundador de la Iglesia y Redentor del género humano. Entre todas las obras de Dios ad extra la más grande es, sin duda, el misterio de la Encarnación del Verbo; en él brilla de tal modo la luz de los divinos atributos que ni es posible pensar nada superior ni puede haber nada más saludable para nosotros. Este gran prodigio, aun cuando se ha realizado por toda la Trinidad, sin embargo se atribuye como "propio" al Espíritu Santo: y así dice el Evangelio que la concepción de Jesús en el seno de la Virgen fue obra del Espíritu Santo[14]; y con razón, porque el Espíritu Santo es la caridad del Padre y del Hijo, y este gran misterio de la bondad divina[15], que es la Encarnación, fue debido al inmenso amor de Dios al hombre, como advierte San Juan: Amó Dios tanto al mundo que le dio su Hijo Unigénito[16]. Añádase que por dicho acto la humana naturaleza fue levantada a la unión personal con el Verbo, no por mérito alguno sino sólo por pura gracia, que es don propio del Espíritu Santo: El admirable modo, dice San Agustín, con que Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo, nos da a entender la bondad de Dios, puesto que la naturaleza humana, sin mérito alguno precedente, ya en el primer instante fue unida al Verbo de Dios en unidad tan perfecta de persona que uno mismo fuese a la vez Hijo de Dios e Hijo del Hombre[17].

Por obra del Espíritu divino tuvo lugar no solamente la concepción de Cristo, sino también la santificación de su alma, llamada unción en los Sagrados Libros[18], y así es como toda acción suya se realizaba bajo el influjo del mismo Espíritu[19], que también cooperó de modo especial a su sacrificio, según la frase de San Pablo: Cristo, por medio del Espíritu Santo, se ofreció como hostia inocente a Dios[20]. Después de todo esto, ya no extrañará que todos los carismas del Espíritu Santo inundasen el alma de Cristo. Puesto que en El hubo una abundancia de gracia singularmente plena, en el modo más grande y con la mayor eficacia que tenerse puede; en él, todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, las gracias gratis datas, las virtudes, y plenamente todos los dones, ya anunciados en las profecías de Isaías[21], ya simbolizados en aquella misteriosa paloma aparecida en el Jordán, cuando Cristo con su Bautismo consagraba sus aguas para el nuevo Sacramento.

Con razón nota San Agustín que Cristo no recibió el Espíritu Santo, siendo ya de treinta años, sino que cuando fue bautizado estaba sin pecado y ya tenía el Espíritu Santo, entonces, es decir, en el bautismo, no hizo sino prefigurar a su cuerpo místico, es decir, a la Iglesia en la cual los bautizados reciben de modo peculiar el Espíritu Santo[22]. Y así la aparición sensible del Espíritu sobre Cristo y su acción invisible en su alma representaban la doble misión del Espíritu Santo, visible en la Iglesia, e invisible en el alma de los justos.

7. La Iglesia, ya concebida y nacida del corazón mismo del segundo Adán en la Cruz, se manifestó a los hombres por vez primera de modo solemne en el celebérrimo día de Pentecostés con aquella admirable efusión, que había sido vaticinada por el profeta Joel[23]: y en aquel mismo día se iniciaba la acción del divino Paráclito en el místico cuerpo de Cristo, posándose sobre los Apóstoles, como nuevas coronas espirituales, formadas con lenguas de fuego, sobre sus cabezas[24].

Y entonces los Apóstoles descendieron del monte, como escribe el Crisóstomo, no ya llevando en sus manos como Moisés tablas de piedra, sino al Espíritu Santo en su alma, derramando el tesoro y fuente de verdades y de carismas[25]. Así ciertamente se cumplía la última promesa de Cristo a sus Apóstoles, la de enviarles el Espíritu Santo, para que con su inspiración completara y en cierto modo sellase el depósito de la revelación: Aun tengo que deciros muchas cosas, mas no las entenderíais ahora; cuando viniere el Espíritu de verdad, os enseñará toda verdad[26]. El Espíritu Santo, que es espíritu de verdad, pues procede del Padre, Verdad eterna, y del Hijo, Verdad substancial, recibe de uno y otro, juntamente con la esencia, toda la verdad que luego comunica a la Iglesia, asistiéndola para que no yerre jamás, y fecundando los gérmenes de la revelación hasta que, en el momento oportuno, lleguen a madurez para la salud de los pueblos. Y como la Iglesia, que es medio de salvación, ha de durar hasta la consumación de los siglos, precisamente el Espíritu Santo la alimenta y acrecienta en su vida y en su virtud: Yo rogaré al Padre y El os mandará el Espíritu de verdad, que se quedará siempre con vosotros[27]. Pues por El son constituidos los Obispos, que engendran no sólo hijos, sino también padres, esto es, Sacerdotes, para guiarla y alimentarla con aquella misma sangre con que fue redimida por Cristo: El Espíritu Santo ha puesto a los Obispos para regir la Iglesia de Dios, que Cristo adquirió con su sangre[28]; unos y otros, Obispos y Sacerdotes, por singular don del Espíritu tienen poder de perdonar los pecados, según Cristo dijo a sus Apóstoles: Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonareis los pecados, les serán perdonados, y a los que se les retuviereis, les serán retenidos[29].

8. Nada confirma tan claramente la divinidad de la Iglesia como el glorioso esplendor de carismas que por todas partes la circundan, corona magnífica que ella recibe del Espíritu Santo. Baste, por último, saber que si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma: Lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia[30]. Si esto es así, no cabe imaginar ni esperar ya otra mayor y más abundante manifestación y aparición del Divino Espíritu, pues la Iglesia tiene ya la máxima que ha de durarle hasta que, desde el estadio de la milicia terrenal, sea elevada triunfante al coro alegre de la sociedad celestial.

No menos admirable, aunque en verdad sea más difícil de entender, es la acción del Espíritu Santo en las almas, que se esconde a toda mirada sensible.

Y esta efusión del Espíritu es de abundancia tanta que el mismo Cristo, su donante, la asemejó a un río abundantísimo, como lo afirma San Juan: Del seno de quien creyere en Mí, como dice la Escritura, brotarán fuentes de agua viva; testimonio que glosó el mismo Evangelista, diciendo: Dijo esto del Espíritu Santo, que los que en El creyesen habían de recibir[31].

9. Cierto es que aun en los mismos justos del Antiguo Testamento ya inhabitó el Espíritu Santo, según lo sabemos de los profetas, de Zacarías, del Bautista, de Simeón y de Ana; pues no fue en Pentecostés cuando el Espíritu Santo comenzó a inhabitar en los Santos por vez primera: en aquel día aumentó sus dones, mostrándose más rico y más abundante en su largueza[32]. También aquéllos eran hijos de Dios, mas aún permanecían en la condición de siervos, porque tampoco el hijo se diferencia del siervo, mientras está bajo tutela[33]; a más de que la justicia en ellos no era sino por los previstos méritos de Cristo, y la comunicación del Espíritu Santo hecha después de Cristo es mucho más copiosa, como la cosa pactada vence en valor a la prenda, y como la realidad excede en mucho a su figura. Y por ello así lo afirmó Juan: Aún no había sido dado el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido glorificado[34]. Inmediatamente que Cristo ascendiendo a lo alto hubo tomado posesión de su reino, conquistado con tanto trabajo, con divina munificencia abrió sus tesoros, repartiendo a los hombres los dones del Espíritu Santo[35]: Y no es que antes no hubies sido mandado el Espíritu Santo, sino que no había sido dado como lo fue después de la glorificación de Cristo[36]. Y ello, porque la naturaleza humana es esencialmente sierva de Dios: La criatura es sierva, nosotros somos siervos de Dios según la naturaleza[37]; más aún, por el primer pecado toda nuestra naturaleza cayó tan baja que se tornó enemiga de Dios: Eramos por la naturaleza hijos de la ira[38]. No había fuerza capaz de levantarnos de caída tan grande y rescatarnos de la eterna ruina. Pero Dios, que nos había creado, se movió a piedad; y por medio de su Unigénito restituyó al hombre a la noble altura de donde había caído, y aun le realzó con más abundante riqueza de dones. Ninguna lengua puede expresar esta labor de la divina gracia en las almas de los hombres, por la que son llamados, ya en las Sagradas Escrituras, ya en los escritos de los Padres de la Iglesia, regenerados, criaturas nuevas, participantes de la divina naturaleza, hijos de Dios, deificados, y así más aún. Ahora bien, beneficios tan grandes propiamente los debemos al Espíritu Santo.

El es el Espíritu de adopción de los hijos, en el cual clamamos: "Abba", "Pater"; inunda los corazones con la dulzura de su paternal amor; da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios[39]. Para declarar lo cual es muy oportuna aquella observación del Angélico, de que hay cierta semejanza entre las dos obras del Espíritu Santo; puesto que por la virtud del Espíritu Santo Cristo fue concebido en santidad para ser hijo natural de Dios, y los hombres son santificados para ser hijos adoptivos de Dios[40]. Y así, con mucha mayor nobleza aún que en el orden natural, la espiritual generación es fruto del Amor increado.

10. Esta regeneración y renovación comienza para cada uno en el Bautismo, Sacramento en el que, arrojado del alma el espíritu inmundo, desciende a ella por primera vez el Espíritu Santo, haciéndola semejante a sí: Lo que nace del Espíritu es espíritu[41]. Con más abundancia se nos da el mismo Espíritu en la Confirmación, por la que se nos infunde fortaleza y constancia para vivir como cristianos: es el mismo Espíritu el que venció en los mártires y triunfó en las vírgenes sobre los halagos y peligros. Hemos dicho que "se nos da el mismo Espíritu": La caridad de Dios se difunde en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado[42]. Y en verdad no sólo nos llena con divinos dones, sino que es autor de los mismos, y aun El mismo es el don supremo porque, al proceder del mutuo amor del Padre y del Hijo, con razón es don del Dios altísimo. Para mejor entender la naturaleza y efectos de este don, conviene recordar cuanto, después de las Sagradas Escrituras, enseñaron los sagrados doctores, esto es, que Dios se halla presente a todas las cosas y que está en ellas: por potencia, en cuanto se hallan sujetas a su potestad; por presencia, en cuanto todas están abiertas y patentes a sus ojos; por esencia, porque en todas se halla como causa de su ser[43]. Mas en la criatura racional se encuentra Dios ya de otra manera; esto es, en cuanto es conocido y amado, ya que según naturaleza es amar el bien, desearlo y buscarlo. Finalmente, Dios por medio de su gracia está en el alma del justo en forma más íntima e inefable, como en su templo; y de ello se sigue aquel mutuo amor por el que el alma está íntimamente presente a Dios, y está en él más de lo que pueda suceder entre los amigos más queridos, y goza de él con la más regalada dulzura.

11. Y esta admirable unión, que propiamente se llama inhabitación, y que sólo en la condición o estado, mas no en la esencia, se diferencia de la que constituye la felicidad en el cielo, aunque realmente se cumple por obra de toda la Trinidad, por la venida y morada de las tres divinas Personas en el alma amante de Dios, vendremos a él y haremos mansión junto a él[44], se atribuye, sin embargo, como peculiar al Espíritu Santo. Y es cierto que hasta entre los impíos aparecen vestigios del poder y sabiduría divinos; mas de la caridad, que es como "nota" propia del Espíritu Santo, tan sólo el justo participa.

Añádase que a este Espíritu se le da el apelativo de Santo, también porque, siendo el primero y eterno Amor, nos mueve y excita a la santidad que en resumen no es sino el amor a Dios. Y así, el Apóstol, cuando llama a los justos templos de Dios, nunca les llama expresamente templos "del Padre" o "del Hijo", sino "del Espíritu Santo": ¿Ignoráis que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, pues le habéis recibido de Dios?[45]. A la inhabitación del Espíritu Santo en las almas justas sigue la abundancia de los dones celestiales. Así enseña Santo Tomás: El Espíritu Santo, al proceder como Amor, procede en razón de don primero; por esto dice Agustín que, por medio de este don que es el Espíritu Santo, muchos otros dones se distribuyen a los miembros de Cristo[46]. Entre estos dones se hallan aquellos ocultos avisos e invitaciones que se hacen sentir en la mente y en el corazón por la moción del Espíritu Santo; de ellos depende el principio del buen camino, el progreso en él, y la salvación eterna. Y puesto que estas voces e inspiraciones nos llegan muy ocultamente, con toda razón en las Sagradas Escrituras alguna vez se dicen semejantes al susurro del viento; y el Angélico Doctor sabiamente las compara con los movimientos del corazón, cuya virtud toda se halla oculta: El corazón tiene una cierta influencia oculta, y por ello al corazón se compara el Espíritu Santo que invisiblemente vivifica a la Iglesia y la une[47].

12. Y el hombre justo que ya vive la vida de la divina gracia y opera por congruentes virtudes, como el alma por sus potencias, tiene necesidad de aquellos siete dones que se llaman propios del Espíritu Santo. Gracias a éstos el alma se dispone y se fortalece para seguir más fácil y prontamente las divinas inspiraciones: es tanta la eficacia de estos dones, que la conducen a la cumbre de la santidad; y tanta su excelencia, que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial. Merced a esos dones, el Espíritu Santo nos mueve y realza a desear y conseguir las evangélicas bienaventuranzas, que son como flores abiertas en la primavera, cual indicio y presagio de la eterna bienaventuranza. Y muy regalados son, finalmente, los frutos enumerados por el Apóstol[48] que el Espíritu Santo produce y comunica a los hombres justos, aun durante la vida mortal, llenos de toda dulzura y gozo, pues son del Espíritu Santo que en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo y que llena de infinita dulzura a las criaturas todas[49].

Y así el Divino Espíritu, que procede del Padre y del Hijo en la eterna luz de santidad como amor y como don, luego de haberse manifestado a través de imágenes en el Antiguo Testamento, derramaba la abundancia de sus dones en Cristo y en su cuerpo místico, la Iglesia; y con su gracia y saludable presencia alza a los hombres de los caminos del mal, cambiándoles de terrenales y pecadores en criaturas espirituales y casi celestiales. Pues tantos y tan señalados son los beneficios recibidos de la bondad del Espíritu Santo, la gratitud nos obliga a volvernos a El, llenos de amor y devoción.

13. Seguramente harán esto muy bien y perfectamente los hombres cristianos, si cada día se empeñaren más en conocerle, amarle y suplicarle: a ese fin tiende esta exhortación dirigida a los mismos, tal como surge espontánea de Nuestro paternal ánimo.

Acaso no falten en nuestros días algunos que, de ser interrogados como en otro tiempo lo fueron algunos por San Pablo, "si habían recibido el Espíritu Santo", contestarían a su vez: Nosotros, ni siquiera hemos oído si existe el Espíritu Santo[50]. Que si a tanto no llega la ignorancia, en una gran parte de ellos es muy escaso su conocimiento sobre El; tal vez hasta con frecuencia tienen su nombre en los labios, mientras su fe está llena de crasas tinieblas. Recuerden, pues, los predicadores y párrocos que les pertenece enseñar con diligencia y claramente al pueblo la doctrina católica sobre el Espíritu Santo, mas evitando las cuestiones arduas y sutiles, y huyendo de la necia curiosidad que presume indagar los secretos todos de Dios. Cuiden recordar y explicar claramente los muchos y grandes beneficios que del Divino Dador nos vienen constantemente, de forma que sobre cosas tan altas desaparezca el error y la ignorancia, impropios de los hijos de la luz. Insistimos en esto no sólo por tratarse de un misterio, que directamente nos prepara para la vida eterna y que, por ello, es necesario creer firme y expresamente, sino también porque, cuanto más clara y plenamente se conoce el bien, más intensamente se le quiere y se le ama. Esto es lo que ahora queremos recomendaros: Debemos amar al Espíritu Santo, porque es Dios: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fortaleza[51]. Y ha de ser amado, porque es el Amor sustancial eterno y primero, y no hay cosa más amable que el amor; y luego tanto más le debemos amar cuanto que nos ha llenado de inmensos beneficios que, si atestiguan la benevolencia del donante, exigen la gratitud del alma que los recibe. Amor éste, que tiene una doble utilidad, ciertamente no pequeña. Primeramente, nos obliga a tener en esta vida un conocimiento cada día más claro del Espíritu Santo: El que ama, dice Santo Tomás, no se contenta con un conocimiento superficial del amado, sino que se esfuerza por conocer cada una de las cosas que le pertenecen intrínsecamente y así entra en su interior, como del Espíritu Santo, que es amor de Dios, se dice que examina hasta lo profundo de Dios[52]. En segundo lugar, que será mayor aún la abundancia de sus celestiales dones, pues como la frialdad hace cerrarse la mano del donante, el agradecimiento la hace ensancharse. Y cuidese bien de que dicho amor no se limite a áridas disquisiciones o a externos actos religiosos; porque debe ser operante, huyendo del pecado, que es especial ofensa contra el Espíritu Santo. Cuanto somos y tenemos, todo es don de la divina bondad que corresponde como propia al Espíritu Santo; luego el pecador le ofende al mismo tiempo que recibe sus beneficios, y abusa de sus dones para ofenderle, al mismo tiempo que, porque es bueno, se alza contra El multiplicando incesantes sus culpas.

14. Añádase, además, que, pues el Espíritu Santo es espíritu de verdad, si alguno falta por debilidad o ignorancia, tal vez tenga alguna excusa ante el tribunal de Dios; mas el que por malicia se opone a la verdad o la rehuye comete gravísimo pecado contra el Espíritu Santo. Pecado tan frecuente en nuestra época, que parecen llegados los tristes tiempos descritos por San Pablo, en los cuales, obcecados los hombres por justo juicio de Dios, reputan como verdaderas las cosas falsas, y al príncipe de este mundo, que es mentiroso y padre de la mentira, le creen como a maestro de la verdad: Dios les enviará espíritu de error para que crean a la mentira[53]: en los últimos tiempos se separarán algunos de la fe, para creer en los espíritus del error y en las doctrinas de los demonios[54]. Y por cuanto el Espíritu Santo, según arriba hemos dicho, habita en nosotros como en su templo, repitamos con el Apóstol: No queráis contristar al Espíritu Santo de Dios, que os ha consagrado[55]. Para ello no basta huir de todo lo que es inmundo, sino que el hombre cristiano debe resplandecer en toda virtud, especialmente en pureza y santidad, para no desagradar a huésped tan grande, puesto que la pureza y la santidad son las propias del templo. Por ello exclama el mismo Apóstol: Pero ¿es que no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno osare profanar el templo de Dios, será maldito de Dios, pues el templo debe ser santo y vosotros sois este templo[56]; amenaza tremenda, pero justísima.

15. Por último, conviene rogar y pedir al Espíritu Santo, cuyo auxilio y protección todos necesitamos en extremo. Somos pobres, débiles, atribulados, inclinados al mal: luego recurramos a El, fuente inexhausta de luz, de consuelo y de gracia. Sobre todo, debemos pedirle perdón de los pecados, que tan necesario nos es, puesto que es el Espíritu Santo don del Padre y del Hijo, y los pecadores son perdonados por medio del Espíritu Santo como por don de Dios[57], lo cual se proclama expresamente en la liturgia cuando al Espíritu Santo le llama remisión de todos los pecados[58].

Cuál sea la manera conveniente para invocarle lo aprendamos de la Iglesia, que suplicante se vuelve al mismo Espíritu Santo y lo llama con los nombres más dulces de padre de los pobres, dador de los dones, luz de los corazones, consolador benéfico, huésped del alma, aura de refrigerio; y le suplica encarecidamente que limpie, sane y riegue nuestras mentes y nuestros corazones, y que conceda a todos los que en El confiamos el premio de la virtud, el feliz final de la vida presente, el perenne gozo en la futura. Ni cabe pensar que estas plegarias no sean escuchadas por aquel de quien leemos que ruega por nosotros con gemidos inenarrables[59]. En resumen, debemos suplicarle con confianza y constancia para que diariamente nos ilustre más y más con su luz y nos inflame con su caridad, disponiéndonos así por la fe y por el amor a que trabajemos con denuedo por adquirir los premios eternos, puesto que El es la prenda de nuestra heredad[60].

16. Ved, Venerables Hermanos, los avisos y exhortaciones Nuestras sobre la devoción al Espíritu Santo, y no dudamos que por virtud principalmente de vuestro trabajo y solicitud, se han de producir saludables frutos en el pueblo cristiano. Cierto que jamás faltará Nuestra obra en cosa de tan gran importancia; más aún, tenemos la intención de fomentar ese tan hermoso sentimiento de piedad por aquellos modos que juzgaremos más convenientes a tal fin. Entre tanto, puesto que Nos, hace ahora dos años, por medio del Breve Provida Matris, recomendamos a los católicos para la solemnidad de Pentecostés algunas especiales oraciones a fin de suplicar por el cumplimiento de la unidad cristiana, Nos place ahora añadir aquí algo más. Decretamos, por lo tanto, y mandamos que en todo el mundo católico en este año, y siempre en lo por venir, a la fiesta de Pentecostés preceda la novena en todas las iglesias parroquiales y también aun en los demás templos y oratorios, a juicio de los Ordinarios.

Concedemos la indulgencia de siete años y otras tantas cuarentenas por cada día a todos los que asistieren a la novena y oraren según Nuestra intención, además de la indulgencia plenaria en un día de la novena, o en la fiesta de Pentecostés y aun dentro de la octava, siempre que confesados y comulgados oraren según Nuestra intención. Queremos igualmente también que gocen de tales beneficios todos aquellos que, legítimamente impedidos, no puedan asistir a dichos cultos públicos, y ello aun en los lugares donde no pudieren celebrarse cómodamente _a juicio del Ordinario_ en el templo, con tal que privadamente hagan la novena y cumplan las demás obras y condiciones prescritas. Y Nos place añadir del tesoro de la Iglesia que puedan lucrar nuevamente una y otra indulgencia todos los que en privado o en público renueven según su propia devoción algunas oraciones al Espíritu Santo cada día de la octava de Pentecostés hasta la fiesta inclusive de la Santísima Trinidad, siempre que cumplan las demás condiciones arriba indicadas. Todas estas indulgencias son aplicables también aun a las benditas almas del Purgatorio.

17. Y ahora Nuestro pensamiento se vuelve a donde comenzó, a fin de lograr del divino Espíritu, con incesantes oraciones, su cumplimiento. Unid, pues, Venerables Hermanos, a Nuestras oraciones también las vuestras, así como las de todos los fieles, interponiendo la poderosa y eficaz mediación de la Santísima Virgen. Bien sabéis cuán íntimas e inefables relaciones existen entre ella y el Espíritu Santo, puesto que es su Esposa inmaculada. La Virgen cooperó con su oración muchísimo así al misterio de la Encarnación como a la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Que Ella continúe, pues, realzando con su patrocinio nuestras comunes oraciones, para que en medio de las afligidas naciones se renueven los divinos prodigios del Espíritu Santo, celebrados ya por el profeta David: Manda tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra[61].

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 9 de mayo del año 1897, vigésimo de Nuestro Pontificado.

[1] Io. 16, 7.
[2] Iob 26, 13.
[3] Sap. 1, 7.
[4] S. Leo M. Sermo 2 in anniv. ass. suae.
[5] De Spiritu Sancto 16, 39.
[6] Io. 1, 18.
[7] 1a., 31, 2. _De Trin. 1, 3.
[8] Rom. 11, 36.
[9] De Trin. 6, 10; 1, 6.
[10] S. Aug. De Trin., 1, 4 et 5.
[11] S. Aug., ibid.
[12] S. Th. 1a. 39, 7.
[13] S. Aug. De Trin. 4, 20.
[14] Mat. 1, 18. 20.
[15] 1 Tim. 3, 16.
[16] 3, 16.
[17] Enchir. 30. _S. Th. 3a. 32, 1.
[18] Act. 10, 38.
[19] S. Basil. De Sp. S. 16.
[20] Hebr. 9, 14.
[21] 4, 1; 11, 2. 3.
[22] De Trin. 15, 26.
[23] 2, 28. 29.
[24] Cyr. Hierosol. Catech. 17.
[25] In Mat. hom. 1; 2 Cor. 3, 3.
[26] Io. 16, 12, 13.
[27] Ibid. 14. 16. 17.
[28] Act. 20, 28.
[29] Io. 20, 22. 23.
[30] S. Aug. Serm. 187 de temp.
[31] 7, 38. 39.
[32] S. Leo M., Hom. 3 de Pentec.
[33] Gal. 4, 1. 2.
[34] 7, 39.
[35] Eph. 4, 8.
[36] Aug. de Trin. 1. 4, c. 20.
[37] S. Cyr. Alex. Thesaur. 1. 5, c. 5.
[38] Eph. 2, 3.
[39] Rom. 8, 15, 16.
[40] 3a. 32, 1.
[41] Io. 3, 7.
[42] Rom. 5, 5.
[43] 1a. S. Th., 8, 3.
[44] Io. 14, 23.
[45] 1 Cor. 6, 19.
[46] 1o. 38, 2. _S. Aug. De Trin. 15, 19.
[47] 3o. 8, 1 ad 3.
[48] Gal. v. 22.
[49] S. Aug. De Trin. 5, 9.
[50] Act. 19, 2.
[51] Deut. 6, 5.
[52] 1 Cor. 2, 10. _1. 2ae. 28, 2.
[53] 2 Thes. 2, 10.
[54] 1 Tim. 4, 1.
[55] Eph. 4, 30.
[56] 1 Cor. 3, 16. 17.
[57] Sum. theol. 3a. 3, 8 ad 3.
[58] In Miss. Rom. fer. 3 post Pent.
[59] Rom. 8, 26.
[60] Eph. 1, 14.
[61] Ps. 103, 30.

Santa Mónica - 27 de agosto

Para conocer su hagiografía clickear sobre la imagen.

jueves, 26 de agosto de 2010

Cristo Rey - R. P. Gustavo Podestá


Aún los más jóvenes recuerdan cómo tanto en la Iglesia -a cuya cabeza se le adjudicó desproporcionadamente parte del triunfo- como en las sociedades occidentales, la caída del comunismo significó un nuevo impulso de optimismo para las alicaídas doctrinas del progreso que venían imperando desde, al menos, hacía dos siglos. De hecho dichas expectativas optimistas habían vuelto a ser alentadas tan pronto terminada la segunda guerra mundial, y habían alcanzado su mayor auge en la época de Kennedy, cuando parecía que, poco a poco, el final de la guerra fría culminaba en una especie de pacto de coexistencia -por no decir colaboración- entre un comunismo ruso que disimulaba sus aspectos más inhumanos y un occidente -y lamentablemente una parte de la Iglesia - que coqueteaba sin pudor alguno con el marxismo y el tercermundismo. Llevando, en muchos lugares, como Latinoamérica y su Teología de la Liberación , a la guerrilla más sangrienta.

No hay que olvidar esta situación de la era de Kennedy para entender el clima de utopismo progresista que permeó todo el desarrollo del Concilio Vaticano II. Concilio que se cuidó bien de romper este clima de conciliación con ningún tipo de condena o reclamo doctrinal, no haciendo la más mínima mención al drama de los países en manos del marxismo y asimilando, en un lenguaje farragoso y poco preciso, todas las ideas fuerzas del universalismo pacifista, 'nación-unidista' y 'ecológico-socialista' de la época. Desde entonces los clérigos que se formaron en los seminarios fueron obligados a alimentarse de esa literatura conciliar, fruto de compromisos entre contrapuestas tendencias eclesiásticas y que, salvo allí donde repetían, fuera de contexto, afirmaciones del Magisterio anterior, no aportaban nada a la formación de las mentes ni de los corazones. Así hemos llegado a la predicación humanista actual, despojada de fibra y teología, que suele escucharse en nuestros púlpitos y cátedras episcopales.

Pero claro, lo de Kennedy tocó a su fin. Sus proyectos fracasaron lastimosamente, al menos en Latinoamérica, entre otras cosas, no por el menor motivo de que la supuesta 'ayuda americana' era tragada por la avidez de burocracias corruptas que no alcanzaban sus beneficios a la gente y porque lo único que de hecho llegaba era la ideología inmoral, siempre izquierdosa y anticristiana, que dominaba la ONU , la UNESCO, la OMS, la Banca Mundial, la CEPAL y otras 'organizaciones no gubernamentales', pero costeadas por intereses mundialistas.

De todos modos, caído el comunismo, el 'tercermundismo' llamado católico perdió uno de sus caballitos de batalla.
Es bueno recordar que ese fenómeno de mixtura entre cristianismo y marxismo militante había sido la lógica consecuencia de que el catolicismo hubiera echado por la borda -a partir de la aceptación de León XIII, a fines del siglo XIX, de las reglas de juego de la democracia liberal y partitocrática- su proyección necesaria en la política y la economía. La Iglesia oficial, renunciando a la cristiandad en contra de la naturaleza misma del catolicismo, redujo la fe a la vida puramente familiar y personal. La renuncia a aquella cristiandad y la adopción de otras praxis no específicamente católicas tomó su forma definitiva en el Vaticano II. Ya a ningún prelado significativo se le ocurrirá sostener la verdad de siempre de que, si el mundo, aún en sus estructuras temporales, debe servir al auténtico Bien Común, su única posibilidad consiste en someterse desde ya, en este tiempo, a la reyecía de Cristo. Así la fiesta de Cristo Rey que estamos celebrando hoy, trasladada al final del año litúrgico, se transformó en el festejo de una meta puramente escatológica, fuera del tiempo.

En realidad la lápida teórica a la reyecía temporal de Cristo la había suministrado el filósofo cristiano de origen judío Jacques Maritain, quien sostenía, la posibilidad y necesidad de una política puramente humanista sin referencia a lo sobrenatural -sólo basada en una ley natural que, despojada de sustento cristiano, fue suplantada prestamente por los cambiantes así llamados derechos humanos-.

De todos modos, cuando, por exigencias internas de la fe, muchos católicos sintieron la necesidad de proyectarla política y socialmente, perdida la memoria de la cristiandad y la auténtica política católica, no encontraron modelo mejor que, por una parte el liberalismo y, en su ala más comprometida, el socialismo marxista, que les parecía -erróneamente- respondía mejor a las pautas cristianas. Y así, desde el evangelio, hasta se llegó a justificar y alentar el terrorismo y la subversión.
Pero, como decíamos, fracasado el comunismo, al menos en la Unión Soviética, quedaba, aparentemente solo y triunfante, el modelo liberal. Adalid teórico o al menos propagandista 'best seller' de dicho modelo victorioso fue el mediático Francis Fukuyama, nacido en el año 1952 en Chicago, doctorado en Harvard. La obra que lo lanzó a la fama fue "El fin de la historia", del año 1992. Allí postulaba que -caídas todas las luchas ideológicas junto al muro de Berlín- el progreso había alcanzado finalmente su objetivo. El triunfo arrasador de la democracia liberal era capaz de terminar con toda guerra. Todo el mundo se iría dando cuenta ahora de las ventajas del sistema, el único apto para garantizar el crecimiento y distribución de la riqueza de las naciones y el máximo garante de las libertades individuales y felicidad de las mayorías. La historia se había cerrado.

El libro tuvo una repercusión fulminante y sustentó durante mucho tiempo las tesis sobre la globalización.

Pero el mismo Fukuyama ha debido, en obras posteriores, por cierto de menor repercusión, ir matizando sus afirmaciones. Desde dos desmañadas obras del 95 y el 99 tendientes a la defensa de 'valores', incluso familiares, como necesarios para sustentar la prosperidad y el crecimiento -que fueron la base teórica del llamado renacimiento moral americano (efímero, por cierto), hasta, en el 2002, "Nuestro futuro posthumano. Consecuencias de la revolución de la biotecnología", donde Fukuyama tomaba en cuenta las nuevas posibilidades de la ingeniería genética de intervenir en el cerebro y comportamiento humanos, cosa que crearía, a su juicio, fuentes de desigualdad no previstas en sus obras anteriores. La bioética fue en esos años su preocupación y, de hecho, es en este renglón, actual asesor del presidente Bush.
Sin embargo su último libro, recién traducido al castellano, "La construcción del estado. Hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI", apenas toca el tema. En realidad habla de que el fracaso, al menos temporal, de su tesis del "Fin de la Historia ", tiene su explicación en la debilidad de los estados, incapaces de imponer el verdadero orden liberal, sobre todo en los países del tercer mundo. Y así Fukuyama defiende la tutela que, mediante ejércitos globalizados, han de ejercer las organizaciones internacionales, y, mientras éstas se muestren ineficaces, la necesidad de que asuman dicha tutela Estados fuertes donde impere la libertad, como los Estados Unidos, interviniendo allí donde los estados nacionales no cumplan el papel de hacer respetar las garantías individuales.

Curioso que, en su libro, a pesar de que sus cambios de posición obedecen en gran parte al 11 N y lo de las torres gemelas, el Islam apenas aparezca mentado como 'fenómeno pasajero', excusa solo de masas pauperizadas -según F- y que desaparecerá tan pronto sus seguidores comprendan el papel benéfico del sistema global impuesto convincentemente por las armas y las inversiones. Curioso también que en sus obras no se haga nunca la más mínima alusión al papel de la Iglesia Católica sino como lejano factor histórico ya superado.

(Fukuyama anda en estos momentos por aquí, en Buenos Aires, invitado por la Universidad di Tella y acaba de dictar, en el auditorio del edificio Malba, una conferencia sobre el tema)
Pero es verdad que a los grupos -de los cuales Fukuyama, a la manera de Kissinger, no es sino un hábil mercenario-, consciente o no; e.d. a la Trilateral , al grupo Bilderberg, al Council on Foreign Relations (CFR), a las grandes empresas noticiosas, a los tejes-manejes anticristianos judeo talmúdicos y masónicos en sus miles de disfraces, lo único que les interesa es, precisamente, hacer desaparecer a la Iglesia como verdadero fin de la historia. Porque -es bueno tenerlo siempre claro-: a pesar de los fatídicos equilibrios maritainianos y conciliares, no existen más metafísicas -como afirma San Pablo en la epístola que acabamos de escuchar (I Cor 15, 20)- ni por lo tanto más políticas que la de (1) o aceptar que el hombre es criatura y, por lo tanto, ha de encaminar su vida y sus sociedades de acuerdo a la ley de su Creador expresada en las leyes naturales y en Cristo Rey, ayudado necesariamente por Su Gracia y encaminado a la Vida verdadera; o (2) el hombre es Dios y por tanto capaz de modificar las normas a su arbitrio, sin el recurso a ninguna fuerza que venga de lo alto y encerrado en los límites adamíticos, a la postre homicidas, de su naturaleza.

En esta segunda metafísica, prometeica y demoníaca, es imperioso suplir la unidad humana sublimada por Cristo y su Iglesia en el respeto de toda persona, raza, nación y cultura sanables, por un universalismo igualitario y humanista de mediano consumo, digitalmentee controlado, satisfecho en sus instancias primarias, recreado por sexo, fútbol y droga. Todas las religiones adorando al hombre y, la católica, admitida sólo como una más, y en la medida en que sirva a la democracia y a la humanidad global. Y, lamentablemente, en eso estamos: ¿Cristo Rey? Una conmemoración simbólica. Lo único verdadero: el Reino mundialista del hombre. El hombre rey, el hombre dios, la ecología entronizada, la humanidad incensada, la democracia reunida alrededor del circo y del pan elevados a liturgia dominical.

De tal modo que hoy ni siquiera cuando hombres de Iglesia son atacados o impugnados por la política podemos estar seguros de que lo sean como un factor más de poder en el cual ficticias rivalidades hacen a la estabilidad del sistema global o lo hacen realmente por oposición a lo cristiano. Todo es confuso.

Por ejemplo, cuando nuestro impresentable presidente, dueño de millones mal habidos depositados en el exterior y mentor de cuanta iniciativa corruptora y disolvente pueda proponerse en el país, ataca a hombres de Iglesia, hasta es capaz de decir cosas verdaderas. Como por ejemplo cuando afirma que la Declaración de la nonagésima Asamblea General de la Conferencia Episcopal Argentina más parece el manifiesto de un partido político que una pieza de índole religiosa y pastoral.

Lo mismo cuando insta a los obispos a que, en lugar de criticar para afuera, miren un poco qué es lo que está sucediendo dentro de la Iglesia. Y lo cierto es que, en eso de tomarlos medio en broma, como lo ha hecho algún ministro, no dejan de ser razonables, porque si nuestros dirigentes eclesiásticos tienen la misma idoneidad para dar consejos sobre la marcha de la economía del país como la que demuestran para dirigir a sus iglesias en ruinas y sus inexistentes vocaciones sacerdotales y sus fieles refugiándose en las sectas o en el ateísmo práctico -según estadísticas que alarman a la Santa Sede-, francamente no parece serio hacerles demasiado caso.

Antes, los obispos hablaban en nombre de Cristo Rey, de la Tradición católica, de siglos de gobierno inspirado por las verdades cristianas. Pero ahora que nada de ello se predica, que, para peor, aparentemente se ha pedido perdón por esa maravillosa experiencia y doctrina milenaria, ¿en nombre de qué competencia o autoridad los religiosos reivindican potestad alguna sobre problemas económicos, sociales, o políticos? Si, como sería lógico, de política y leyes se pronunciaran abogados católicos, la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Católica , la Corporación de abogados católicos; si sobre economía lo hiciera la Facultad de Economía de la misma UCA o asociaciones de empresarios católicos o corporaciones profesionales semejantes, al menos tendrían la seriedad de sus conocimientos y experiencia y cierta lejana garantía de su inspiración católica. Pero la reunión de cuatro o cinco días de religiosos que cuanto mucho han estudiado -no todos demasiado bien- algo de teología y un cristianismo adaptado a los tiempos e infiltrado por la gnosis masónica, ¿qué puede sacar de lúcido respecto de cuestiones sociales y políticas? Más, cuando sabemos que cada uno, en esas materias, no sólo no tienen grandes estudios y casi todo lo absorben de la televisión que miran a la noche y los diarios o noticiosos que leen o escuchan a la mañana, sino que, en sus opiniones, tienen entre sí tantas divergencias como la de los diversos partidos por los cuales, como cualquier integrante del padrón, votan religiosamente cuando les toca hacerlo.

Nos gustaría más escucharlos hablar católicamente de cuestiones religiosas -como irónicamente les ha sugerido el presidente 'K'-. Pero también allí, la prudencia y las nuevas doctrinas de la libertad religiosa -piedra libre para contaminar con cualquier superchería la mente ya bastante estragada de nuestros pueblos- y la de la igualdad de todas las religiones, 'dogmas' impuestos por los poderes mundiales, obliga a nuestros pastores a ser sinuosos, jamás claros, amigos de componendas, de no enfrentamientos.

Eso es lo peor, hoy: el 'enfrentamiento'. Por eso, a callar cuando algún obispo digno se atreve a hacer afirmaciones religiosas sobre una verdad moral y suscita las iras del gobierno. Por eso, a asombrarse y desmentir rápidamente -mediante 'voceros'- cuando algún pasaje acertado que por casualidad se les escapó en medio de un documento tan inocuo y sin trascendencia como el emitido por la Conferencia , toma vuelo y suscita ira y reacción. Pero, sobre todo, jamás referirse a que en la Iglesia misma hay problemas, que las cosas no van como deberían ir o que se dude de que ellos manejan infaliblemente bien a sus diócesis, más aún que las han 'renovado' venciendo la herencia vetusta que les dejaron sus predecesores.
Pero esto ya es un hecho: estamos casi peor que en épocas preconstantinianas, que en las catacumbas. Una a una han sido destruidas las esencias nacionales otrora católicas reconocedoras de Cristo Rey. Las ideas gnósticas judeo talmúdicas y masónicas han carcomido el caracú de la antigua cristiandad; dos guerras mundiales han abatido lo poco que de ella restaba; los medios y las grandes finanzas están en manos del enemigo; el ariete talmúdico del Islam avanza -como lo ha hecho desde su nacimiento salvo retrocesos temporarios- en todos los frentes.

Pocos eclesiásticos se atreven a predicar la 'entera verdad', como ha acusado el Papa Benedicto hace una semana nada menos que a los obispos de Austria. No quedan ni naciones, ni ejércitos cristianos; solo, aislados, unos cuantos soldados, algunos obispos, algunos religiosos, algunas familias, algunos que todavía ven y reconocen, al menos en sus vidas, la reyecía del Señor del Universo. Por eso la reconquista, si todavía es posible en esta tierra, habrá de ser esforzada y paulatina.

Y hay que empezar por lo más importante: por lo que acaba de decir el Papa Benedicto y les leo: "Es necesario, dar a la Iglesia un cambio de dirección. Antes que nada la confesión clara, corajuda y entusiasta de la fe en Jesucristo, -no de cualquier Dios esfuminado- el Cristo que vive aquí y ahora en su Iglesia, único en quien el hombre puede encontrar la felicidad. (.) Y hacerlo sin concesiones, como en los primeros tiempos, en clara misión de proclamar la entera verdad. (.) Aunque puede que debamos en nuestros días actuar con ponderación, la prudencia de ninguna manera ha de impedirnos presentar la palabra de Dios con total claridad, aun en aquellas cosas que el mundo no quiere aceptar o que suscitan reacciones de protesta o de burla. (.) Una enseñanza católica que se ofrece de modo incompleto, es una contradicción en sí misma y, a largo plazo, no puede ser fecunda. Sólo la claridad y belleza de la fe católica integral puede hacer luminosa la vida del hombre y de las sociedades. Sobre todo si se presenta mediante testigos entusiastas y entusiasmantes"

Siguiendo a nuestro Papa y en la solemnidad de hoy, comprometámonos, más que nunca, en esta Iglesia asediada, en este mundo y esta patria que han sido arrebatados a nuestro Rey, a cerrar filas a su vera y, al menos en el bastión de nuestros corazones, seguir proclamando, con nuestra vida y conducta, que tenemos sólo a Cristo por Rey.